El conductor sostenía un animado diálogo con el dependiente de una tienda turística. Luego se volvió hacia Wood.
– Es una bocacalle de Kastellstraat -dijo.
11.30 h
Gustavo Onfretti se adentró en el Túnel rodeado de agentes de Seguridad y técnicos de Arte. Vestía un traje acolchado y llevaba las etiquetas amarillas de costumbre. Su cuerpo había sido pintado de ocre y carne. Capas de cerublastina muy delgadas dotaban a su rostro de cierto parecido con el Maestro, pero también con el Jesucristo de Rembrandt. «Soy ambos», pensaba. Era uno de los últimos cuadros en llegar, y su colocación, bien lo sabía, iba a ser muy difícil.
Permanecería crucificado seis horas al día.
Envuelto en una mortaja de aromas a óleo, Onfretti avanzaba por la rampa en tinieblas hacia el lugar del Túnel donde se hallaba la cruz. No era una cruz normal sino artística: contaba con varios artilugios para impedir que su postura fuera demasiado dolorosa. Pero Onfretti estaba seguro de que ningún artilugio lograría evitar del todo su sufrimiento, y eso lo amedrentaba un poco.
Sin embargo, había aceptado su cáliz. Era una obra maestra, y estaba preparado para sufrir. Van Tysch lo había retocado durante mucho tiempo en Edenburg para que no hubiera errores. De ningún tipo. Todo tendría que salir a la perfección. Al firmarlo el día anterior, el Maestro lo había mirado a los ojos. «No olvides que eres una de mis creaciones más íntimas y personales.»Esa sincera declaración le daba fuerzas para soportar lo que sabía que le esperaba.
13.05 h
Jacob Stein había terminado de comer y se enfrentaba a la pulcritud de la taza de café. La Mesa era sólida, un diseño propio. Estaba formada por una plancha de cristal sostenida mediante arneses sobre los hombros de cuatro adolescentes arrodilladas bañadas en plata. Un velo a modo de cenefa rodeaba por completo el mueble formando ondas entre las figuras. Las adolescentes eran casi de idéntica estatura, pero la del extremo más alejado de la izquierda sobresalía un poco, provocando una ligerísima inclinación en la superficie casi horizontal del oscuro y humeante café. Por supuesto, era un mueble ilegal y billonario, como el resto de la decoración de aquella sala. Stein apoyaba el pie distraídamente en un muslo plateado.
Sabía que, a diferencia de la suya, la «zona» de Van Tysch en el Nuevo Atelier estaba vacía. Pero Stein vivía rodeado de lujo, y había decorado su comedor a placer con cuadros, adornos y utensilios de Loek, Van der Gaar, Marooder y él mismo. Más de veinte pubertades respiraban en aquel salón, quietas o coreográficamente móviles, pero el silencio era enorme.
Sólo Stein sonaba a vida.
Estaba repasando mentalmente todo lo que debía hacer. A esas horas los cuadros ya tenían que estar colocados en el Túnel, aguardando al Maestro. La inauguración estaba prevista para las seis, pero Stein ya no se encontraría allí: Benoit ocuparía su puesto y atendería a las personalidades. Su presencia sería necesaria en otro lugar donde debería atender también a otra importantísima personalidad.
Fuschus, el poder era otra clase de arte, pensaba. O quizás una artesanía, la habilidad de tenerlo todo bajo control. Él había sido un verdadero maestro en aquel oficio. Ahora debía superarse a sí mismo. El momento era delicado. En cierto sentido, el más delicado de toda la historia de la Fundación, y él tenía que arrostrarlo.
Neve, su secretaria, apareció de repente al fondo de la sala.
Pese a saber con seguridad que la tan esperada visita se presentaría de un momento a otro, el anuncio de que ya había llegado distendió sus faunescos rasgos con un súbito acceso de felicidad. Se levantó apoyándose en la Mesa y produciendo apenas un leve estremecimiento en las cuatro muchachas de plata -y un parpadeo en aquella sobre cuyo muslo había colocado el pie-, y avanzó hacia la puerta.
La visita quedó un instante absorta, observando con los ojos muy abiertos los cuerpos tibios que decoraban la habitación. Pero en seguida exhibió una deslumbrante sonrisa y tendió la mano, correspondiendo al saludo de Stein.
– Quiero darle la bienvenida a la Fundación Van Tyschse apresuró a decir Stein en un inglés correcto-. Sé que conoce perfectamente el inglés -añadió-. Lamento no poder decir lo mismo del español.
– No se preocupe por eso -respondió, sonriendo, Vicky Lledó.
14.16 h
La señorita Wood llevaba más de tres horas sentada en el césped. Había destapado uno de los zumos que guardaba en el bolso y daba lentos sorbos mientras escrutaba las nubes. Era un lugar pacífico, apropiado para cerrar los ojos y descansar. En cierto sentido le recordaba su casa de Tívoli: la misma banda sonora de verano, cantos de pájaros, ladridos de perros remotos. La casa de Víctor Zericky era pequeña y su valla color verde manzana mostraba señales de haber sido reparada con cierta pericia. En el jardín había flores, una ordenada sociedad de plantas educadas por la mano del hombre. La casa estaba cerrada. No parecía haber nadie.
El anciano de la casa vecina le había dicho que Zericky era divorciado y vivía solo. Con ello parecía haber querido decirle -sospechaba Wood- que su horario no era fijo y que iba y venía con entera libertad. Por lo visto, Zericky acostumbraba a ausentarse durante días para viajar a Maastricht o a La Haya a recabar información sobre su trabajo de historiador o simplemente porque le apetecía estirar las piernas y descubrir nuevas rutas a lo largo del Geul.
– No se lo digo para desanimarla -añadió el viejo, de pelo de mármol y chapetas como bofetones recientes-, pero si él no sabe que usted está aquí no le aconsejo que lo espere. Ya le digo que podría tardar días en regresar.
La señorita Wood se lo agradeció, se dirigió al coche y se inclinó por la ventanilla del chófer.
– Puede marcharse a donde quiera, pero regrese a este mismo lugar a las ocho.
El coche se alejó. Wood buscó un lugar apropiado, se sentó en la hierba, apoyó la espalda en el tronco de un árbol notando las rugosidades a través de su leve cazadora y se dedicó al pesado oficio de dejar pasar el tiempo.
No tenía otra cosa que hacer de todas formas, y nunca le había molestado esperar cuando estaba en juego algún trabajo. De hecho, aquel paréntesis de canto de pájaros y brisa perfumada le agradaba. Terminó el zumo, guardó el cartón vacío en el bolso y sacó otro. Le quedaban sólo dos, pero necesitaba reponer líquidos. Se notaba cada vez más débil, los ojos se le cerraban tras la barrera de cristal oscuro de las gafas, y a veces daba cabezadas. Llevaba sin comer nada sólido un tiempo impreciso -quizá dos días, quizá más-, pero, con todo, no sentía hambre alguna. Sin embargo, hubiera pagado a precio de oro un buen termo de café. Tenía calor. Se quitó la cazadora y la dejó en la hierba. Curiosamente, cubierta sólo con la camiseta de tirantes, sentía un poco de frío.
No se preguntaba si Zericky vendría alguna vez. En realidad, había dejado la mente en blanco. Sólo sabía que esperaría allí hasta que ya no le fuese posible esperar más. Luego regresaría a Amsterdam.
Siguió bebiendo zumo mientras el viento removía su cabello.
16.20 h
– Sin novedad, sección dos.
– Todo normal, sección tres.
– Sin novedad, sección cuatro.
Bosch no estaba pensando en El Artista mientras oía la letanía de los agentes en los altavoces. En realidad, se había puesto a reflexionar sobre los circos. De niño había visitado pocos, porque a papá Víctor no le gustaban. Ir al circo no era lo mejor que podía hacerse con los elementos disponibles. Pero todo niño visita, alguna vez, un circo, sea el que fuere, ya Bosch también le había tocado el turno. Sin embargo, no se divirtió: desde el peligro de las acrobacias hasta la ruindad de los tigres enjaulados, desde los payasos de cara de merengue hasta los plastificados trucos de los magos, todo le había parecido miserable y triste.