Ahora se encontraba en otro circo. Las atracciones eran distintas, pero había público, carpas, trucos de magia y fieras. Y todo le parecía igual de triste.
Se hallaba en el interior de una de las dos roulottes destinadas a Seguridad. Seis remolques flanqueaban el Túnel por ambos lados, estacionados en lugares que permitían libre acceso a las furgonetas de recogida y evacuación. Cada par estaba ocupado por un departamento diferente: Arte, Conservación y Seguridad. En las roulottes de Seguridad se vigilaban, a través de monitores de circuito cerrado, las secciones del Túnel destinadas a exhibición, la entrada, la salida y la plazoleta central desde la cual se procedería a la recogida de los cuadros. La roulotte A controlaba las primeras seis obras del brazo de entrada; la roulotte B, las otras siete. Esta última estaba aparcada cerca del museo Van Gogh y en su interior se encontraba Bosch.
Las cámaras que enfocaban el Museumplein registraban un espectáculo que, sin duda, provocaría que Paul Benoit se frotara las manos, en opinión de Bosch. Faltaba una hora y media para la inauguración y la hilera de relumbrantes paraguas daba ya la vuelta al Rijksmuseum y llegaba hasta Singelgracht. Algunos esperaban en el mismo sitio desde la madrugada o la noche anterior, de pie frente al primer filtro de seguridad, con la entrada en la mano. La policía había establecido una barrera a lo largo de Museumstraat y Paulus Potterstraat para impedir disturbios. No obstante -para felicidad de Benoit, otra vez-, había disturbios en ambas zonas: miembros del BAH y otras organizaciones opuestas al arte HD agitaban pancartas y coreaban consignas contra la Fundación. No demasiado lejos del Túnel, en los terrenos acotados por los equipos de televisión, varios presentadores enarbolaban sus micrófonos.
Los monitores del Túnel, en violento contraste, filmaban el silencio. Algunos cuadros ya estaban instalados, pero en el caso de otros como el Cristo el proceso de colocación no había finalizado aún. Bosch observaba el juego de luces y destellos mientras Gustavo Onfretti era crucificado. Llevaban más de cuatro horas sujetando sus miembros a los rectángulos de madera pintada mediante algo parecido a flejes transparentes. Debía quedar inmóvil en la posición exacta pintada por Van Tysch, y eso resultaba ciertamente trabajoso. El «descendimiento», en comparación, sería sencillo. Relámpagos del cuerpo casi desnudo fulguraban en la pantalla cuando las linternas lo apuntaban.
– ¿Quién puede querer pasarse seis horas al día así? -comentó Ronald, que vigilaba el monitor del Cristo. Ronald era un poco obeso y no perdonaba los donuts a esas horas. Una caja abierta yacía junto a su consola. En aquel momento mordía uno y parte del azúcar del glaseado había caído sobre su tarjeta roja.
Nikki, frente al monitor de El festín de Baltasar, esbozó una sonrisa.
– Se trata de arte moderno, Ronald. Nosotros no lo entendemos.
– Se supone que esto es arte clásico -intervino Osterbrock, el vigilante de Dánae, pulsando diferentes interruptores desde el asiento opuesto al de Bosch-. Al fin y al cabo, son cuadros de Rembrandt, ¿no?
El estrecho pasillo de la roulotte estaba atestado de personal que iba y venía. Bosch no podía evitar observarlos. Los miraba a todos, a los desconocidos y a los que conocía desde hacía tiempo; miraba a Nikki, a Martine, a Ronald el comedonuts, a Michelsen, a Osterbrock. Escrutaba sus sonrisas, sus gestos cotidianos, percibía sus voces. Todos habían pasado por pruebas de identificación antes de incorporarse al trabajo, pero Bosch los vigilaba como se vigila una sombra que se mueve en medio de sombras inmóviles. Luego volvía la vista hacia el monitor que registraba el principio de la larga cola de público.
«¿Dónde estás? ¿Dónde estás?»Europol había recibido esa misma mañana una descripción de Póstumo Baldi. Bosch se la había hecho llegar siguiendo los cauces adecuados, contando a medias con algunos miembros de Rip van Winkle. A partir de ahí había empezado a recibir información.
La policía de Nápoles ignoraba su paradero. Las de Viena y Munich no habían encontrado ninguna huella o muestra de fluido o cabello en los escenarios de los crímenes que poder comparar con sus datos. Todos los rastros hallados correspondían con disfraces o sustancias artificiales. Ni un solo residuo orgánico, sólo plástico y cerublastina. Era como si El Artista fuera un muñeco. O quizás un lienzo. Europol proseguía a esas horas su infatigable consulta en ordenadores de todo el mundo. Se buscaban pistas que pudieran relacionar la presencia de Baldi con algún lugar o suceso. Se indagaba en hospitales y cementerios, en registros de denuncias por delitos menores, en crímenes cometidos por otros individuos y en aquellos aún no resueltos. La sección de Personas Desaparecidas había seguido su rastro desde Nápoles hasta Van Obber y Jenny Thoureau, desde su casa natal (derruida en la actualidad) y sus padres -madre en paradero desconocido- hasta los últimos hoteles en los que se había hospedado durante el año 2004. Pero todo acababa ahí. A fines de ese año Baldi había abandonado su trabajo como retrato en casa de mademoiselle Thoureau sin ofrecer ninguna explicación y, a partir de entonces, la tierra se lo había tragado. Muchos pensaban que había fallecido.
Pese al aire acondicionado que inundaba el interior de la roulotte con un frescor zumbante e infatigable, Bosch sentía cómo el sudor resbalaba por su espalda. Póstumo podía ser cualquiera de los rostros que contemplaba. El comodín Baldi valía por todos, era intercambiable. Por sí solo no tenía más entidad que el aire que corta el cuchillo cuando asesta la puñalada: invisible, aunque imprescindible. Sus ojos eran espejos. Su cuerpo, arcilla fresca.
La niña en la ventana parecía devolverle la mirada desde su remoto pedestal en el monitor número nueve. Danielle, su sobrina, era el lienzo que Van Tysch había elegido para recrear aquella obra de Rembrandt. Los claroscuros aún no estaban encendidos y Danielle todavía no destacaba en medio de la negrura del Túnel. Bosch ni siquiera lograba verle la cara.
– Ahí está -dijo alguien a su espalda, sobresaltándolo.
Era Osterbrock. Señalaba el monitor que registraba las llegadas por el acceso de Museumstraat. Un coche alargado y oscuro se deslizaba hacia la entrada del Túnel. Su imagen desapareció al traspasar la primera barrera de la policía.
– Es Van Tysch -dijo Nikki-. Viene a darle el último retoque a las obras.
– Y a encender los claroscuros -añadió Osterbrock.
Bosch se preguntaba dónde estaría Wood. ¿Por qué se le había ocurrido marcharse de repente? ¿Es que deseaba quitarse de en medio?
No lo creía. Confiaba en ella. No podía confiar en nadie más.
Anhelaba que la exposición hubiese finalizado ya. O, por lo menos, que aquel día (aquel día eterno donde las horas se arrastraban como impregnadas en óleo) terminara cuanto antes.
16.45 h
Clara deseaba que aquel día no terminara nunca.
Se encontraba agazapada frente a un estanque de aguas inmóviles, rodeada de árboles y paisajes tenebrosos. Todo olía a pintura y todo era rígido. Se trataba del fondo de Susana sorprendida por los ancianos. Estaba completamente desnuda y pintada en densos tonos de rosa, ocre y rojo cadmio sombreado de caoba profundo. Un espejo situado en la base del podio y oculto para el público reflejaba su rostro. Era lo único que podía percibir con nitidez. Sin embargo, aunque no los veía, intuía la presencia de los dos Ancianos a su espalda, quimeras petrificadas y monstruosas, montañas inclinadas hacia su cuerpo, acantilados de óleo.