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– En el colegio era un niño increíble. Mire.

Era la típica imagen de curso escolar. Las cabezas de los niños resaltaban blancas y abultadas como cabezas de alfiler. Zericky se inclinó detrás de Wood.

– Yo soy éste. Y éste es Bruno. Era muy hermoso. Te quitaba el aliento mirarlo, fueras niño o niña. En sus ojos ardía un fuego inagotable. Su cabello color carbón, heredado de su madre española, sus labios gruesos y sus cejas negras, como trazadas con tinta, formaban un conjunto armónico como el rostro de un dios antiguo… Así lo recuerdo. Pero no sólo era belleza sino… ¿Cómo explicarlo…? Como una de sus pinturas… Algo que iba más allá de lo que se ve. No podíamos hacer otra cosa que rendirnos a sus pies. Y a él le encantaba. Disfrutaba dirigiéndonos, ordenándonos. Había nacido para crear cosas con los demás.

Por un instante los ojos de Zericky se abrieron de par en par, y fue como si invitaran a Wood a entrar dentro de ellos y mirar lo que habían mirado.

– Inventó un juego, y a veces lo jugaba conmigo en el bosque: yo me quedaba quieto y Bruno colocaba mis brazos como quería, o mi cabeza, o mis pies. Decía que yo era su estatua. No podía moverme hasta que él me lo permitía, ésas eran las reglas, aunque debo decir que las reglas también las había inventado él. ¿Le parece a usted que Bruno hacía lo que le daba la gana? Pues sí y no. Más bien era una víctima.

Zericky hizo una pausa para guardar la foto en la carpeta.

– A lo largo de todos estos años he pensado mucho en Bruno. He llegado a la conclusión de que nunca le importó nada ni nadie, en efecto, pero no por desinterés real sino por pura cuestión de supervivencia. Se acostumbró a sufrir. Recuerdo un gesto muy suyo: cuando algo le dañaba, elevaba los ojos al cielo como implorando ayuda. Yo le decía entonces que parecía Jesucristo, y a él le agradaba aquella comparación. Bruno siempre se consideró un nuevo Redentor.

– ¿Un nuevo Cristo? -repitió Wood.

– Sí. Creo que así se ve a sí mismo. Un dios incomprendido. Un dios hecho hombre a quien hemos torturado entre todos.

19.30 h

Estaba ahí fuera.

De repente Lothar Bosch se había sentido dominado por aquella terrible convicción.

Estaba ahí fuera. El Artista. Esperando.

Hendrickje, que tenía una fe supersticiosa en su olfato de viejo sabueso, hubiera apostado cualquier cosa a que no se equivocaba. «Si eso es lo que sientes, Lothar, no lo pienses más: déjate llevar.» Se levantó con tanta brusquedad que Nikki se volvió hacia él, intrigada.

– ¿Ocurre algo, Lothar?

– No. Es que me apetece estirar las piernas. Llevo horas sentado. Quizá también dé un paseo hasta el otro control.

De hecho, se le había dormido una pierna. La sacudió ligeramente golpeando el suelo con el zapato.

– Llévate un paraguas: no llueve mucho pero puede calarte -dijo Nikki.

Bosch asintió y salió de la roulotte sin paraguas.

Afuera, en efecto, llovía, no en exceso aunque sí con cierta obcecada insistencia, pero la temperatura era agradable. Parpadeando, se alejó unos cuantos pasos de la roulotte y se detuvo a saborear el ambiente.

A menos de treinta metros de distancia se encontraba la gran carpa del Túnel, que brillaba como petróleo bajo la lluvia. Hacía pensar en una montaña camuflada con ropa de luto. Los vehículos estacionados alrededor formaban estrechos pasillos por donde desfilaba el personal externo: operarios, policía, agentes de paisano, equipo sanitario. La visión otorgaba confianza y seguridad.

Pero había algo más, un hilo de percepción que no resaltaba, un color de fondo, una nota grave discurriendo bajo la fanfarria del bullicio.

«Está aquí.»Dos de sus hombres pasaron junto a él y lo saludaron sin apenas obtener otra respuesta de Bosch que un leve asentimiento. Movía la cabeza a un lado y a otro, escrutando figuras y rostros. No hubiera sabido explicar cómo, pero estaba convencido de que iba a reconocer a Póstumo Baldi en cuanto lo viera, fuera cual fuese el disfraz que llevara. Sus ojos son espejos. Y su inquietud no menguaba pese a saber que era bastante improbable que Baldi estuviese allí en ese momento. Su cuerpo, arcilla fresca. «Quizás estoy nervioso porque hoy es la inauguración», se dijo. Eso era fácil de comprender, y con la comprensión vino la calma.

«Pero no intentes comprender, Lothar. Haz más caso a tu espíritu que a tu mente», le aconsejaba Hendrickje. Bien era cierto que Hendrickje acudía al tarot como quien hojea los periódicos matutinos y concedía al horóscopo la marmórea importancia de los hechos ya sucedidos. Pese a todo, no había podido sospechar la existencia de aquel camión que la esperaba al regreso de Utrecht, ¿no, Hendri? «No habías previsto la confluencia estelar de tu crisma con la parte trasera de aquel tráiler. Todas tus intuiciones, Hendri, convertidas en polvo de estrellas.»Echó a andar hacia las vallas. «¿Por qué tendría que estar aquí precisamente hoy? Es absurdo. Si acaso, habrá venido a conocer el terreno. Su forma de actuar es ésa. Primero se familiariza con el entorno y luego ataca. Hoy no va a hacer nada.»Un agente le franqueó el paso al ver su tarjeta. Se encontró frente a la hilera de público que emergía -los ojos dilatados, la fascinación aferrada al rostro- de la prolongada noche del Túnel y braceó en contra de la corriente al atravesar aquel cauce de humanidad. Más allá, tras otra frontera de vallas, se extendía la plazoleta donde tendría lugar la recogida de los cuadros. En comparación, había poca gente en aquella zona. Bosch identificó el uniforme blanco y verde del equipo de Van Hoore. Todo el mundo parecía igual que éclass="underline" nervioso y tranquilo al mismo tiempo. Era comprensible. Nunca antes se habían exhibido cuadros de un valor tan astronómico en un lugar semejante. Los cuadros exteriores eran mucho más fáciles de vigilar, no digamos los que se exponían en museos. «Rembrandt» era todo un reto para el personal de la Fundación.

Se dirigió a la entrada del Túnel. A su izquierda, cerca del Rijksmuseum, se hallaba congregado un grupo no muy nutrido pero sí ruidoso de miembros del BAH agitando pancartas en holandés e inglés. La lluvia no parecía desanimarlos. Bosch los observó un instante. La pancarta principal mostraba una llamativa ilustración (una foto ampliada) del original de Stein La escalera con la adolescente de catorce años Janet Clergue. Nalgas, pechos y partes pudendas habían sido censurados con tachaduras. Otras pancartas exhibían frases en versalitas flamantes. EL ARTE HIPERDRAMÁTICO EXHIBE A MENORES DE EDAD DESNUDOS. ¿QUIERE COMPRAR A UNA NIÑA DE OCHO AÑOS SIN ROPA? PREGUNTE EN LA FUNDACIÓN VAN TYSCH. LAS FLORES DE VAN TYSCH: TORTURA FÍSICA Y SÍQUICA LEGALIZADA. PROSTITUCIÓN Y SUBASTA DE SERES HUMANOS… ¿ESTO ES ARTE? VAN TYSCH DEGRADA A REMBRANDT EN SU NUEVA COLECCIÓN. Un cartel panorámico desgranaba con más detalle, en letra modesta: «¿Cuántos modelos hay en el mundo mayores de cuarenta años? ¿Y cuántos hombres maduros en comparación a chicas jóvenes? ¿Y cuántos cuadros hiperdramáticos son personas vestidas en actitudes normales? ¿Y cuántos son jóvenes desnudas en posturas procaces?».