Oyó la densa resonancia de una cortina desprendida. Supuso que significaba que Rodino ya estaba desnudo.
Mantuvo la vista clavada en el suelo, entre sus pies descalzos. Observaba en escorzo el extraño paisaje de sus pechos pintados con los pezones erguidos brillando de rosa y ocre. Pero el silencio era tan grande que tuvo necesidad de alzar la vista.
Matt les daba la espalda buscando algo en el maletín.
– ¿Y ahora? -preguntó Krupka.
El joven se volvió hacia ellos. Sostenía algo en la mano. Una pistola.
– Ahora ya está -dijo con sencillez.
21.50 h
Quizá fuera ya demasiado tarde. «Pero no te des por vencido hasta que no quede más remedio, Lothar», le susurraba Hendrickje al oído. Habían atravesado el puente del Amstel a toda velocidad y enfilado hacia Plantage bajo la espesa barrera de la lluvia. Los limpiaparabrisas no daban abasto para despejar el cristal y a Bosch le parecía que circulaban por una ciudad hundida en el océano. De repente, las paredes de los edificios del Viejo Atelier aparecieron ante los faros como altos acantilados. En los muros resplandecía un complejo grafito de aerosol. Estaba firmado por un grupo neonazi.
– Dirígete al aparcamiento subterráneo, Jan -pidió Bosch.
La puerta de entrada estaba cerrada, pero eso no demostraba nada. «Si los ha traído al Atelier, es evidente que dispone de llaves.» Uno de sus hombres se bajó y manipuló la cerradura electrónica que permitía el acceso al interior. La furgoneta descendió por la pendiente al tiempo que las luces del aparcamiento se encendían. Los fluorescentes revelaron, con parpadeos, un lugar vacío y silencioso. Pero Bosch aún no descartaba la posibilidad de que el vehículo se encontrara allí.
La furgoneta aparcada surgió por sorpresa, como acechándolos, junto a un grupo de ascensores. De manera absolutamente imprevista para Bosch, aquel hallazgo, que parecía confirmar su teoría, casi le hizo perder los nervios. Giró en el asiento y golpeó a Wuyters en el brazo.
– ¡Aquí! ¡Frena…!
El motor no se había apagado aún cuando Bosch saltó del vehículo. Estaba tan nervioso que había olvidado que aún llevaba encima el auricular de la radio, y el cable del micro se enrolló en el cinturón de seguridad tirando violentamente de él mientras se levantaba del asiento. Se desembarazó del aparato maldiciendo entre dientes. Sus gruesas manos temblaban. Estaba viejo: era un dictamen que en aquel momento no tenía tiempo de meditar. Abandonar la policía le había servido para hacerse rico, engordar y envejecer. Corrió hacia la furgoneta sintiendo que sus hombres lo seguían. Quiso gritarles pero le faltaba aliento. No podía creer que se encontrara en tan baja forma. Pensó que quizá le daría un infarto antes de que tuviera tiempo siquiera de decidir lo que iba a hacer.
La furgoneta parecía vacía, pero era preciso asegurarse. Probó la puerta delantera y la abrió, miró dentro y aspiró un abrasador perfume de óleo. No había nadie.
«Bien, muy bien, Lothar, estúpido, ya has comprobado que quizás están aquí. Y ahora, ¿dónde?»El Viejo Atelier tenía más de cinco edificios distintos. Podían encontrarse en cualquiera de ellos. «Pero los habrá llevado al taller -pensó-. Es el lugar más seguro.» Ahora bien, saber eso tampoco le ayudaba demasiado. El taller poseía cinco plantas superiores y cuatro sótanos. ¿Dónde, por el amor de Dios, dónde?
«Piensa, viejo imbécil, piensa. Un lugar espacioso y tranquilo. Necesita hacer grabaciones. Además, se trata de tres figuras…»Sus hombres examinaban la parte trasera de la furgoneta. Estaba vacía, pero era evidente que, poco tiempo antes, había transportado una pintura.
– El montacargas -murmuró Bosch de repente.
Le faltaba el resuello. Aun así, corrió hacia el ascensor.
«Si ha estacionado aquí, debe de haber usado el montacargas, que le queda más cerca. El montacargas sólo llega a los sótanos, de modo que tenemos cuatro posibles plantas que registrar. Puede estar en cualquiera de las cuatro.»Se detuvo y miró a sus hombres. Todos eran jóvenes y todos parecían tan desconcertados como él. El cabello les relucía de lluvia. A él mismo le sorprendió la seguridad con que dio las órdenes y los distribuyó: dos de ellos registrarían las plantas cuarta y tercera; Wuyters y él subirían a la segunda y la primera. El grupo que los encontrara primero se pondría en contacto con el otro por radio. Pero, ante todo, protegerían la obra: si era preciso actuar con urgencia, debían hacerlo.
– No sé qué apariencia tiene, ni si dispone de ayuda -agregó-, pero sé que es un individuo muy peligroso. No le deis ni una sola oportunidad.
El montacargas se abrió y Bosch y sus hombres penetraron en el interior.
Los agentes que lo acompañaban habían sacado sus armas. Wuyters llevaba una pequeña Walther PPK de repuesto y Bosch se la pidió. Al notar el peso familiar de aquella ele mayúscula metálica sobre su mano, Bosch se estremeció. Se preguntó si habría perdido mucha puntería: llevaba demasiados años sin usar armas de fuego. ¿Pediría ayuda? ¿Refuerzos? ¿Llamaría a April? Su mente era un avispero en llamas. Decidió que no podía perder tiempo. Sólo estaban ellos. Ellos tendrían que encontrar a El Artista y detenerlo.
El montacargas se puso en marcha con inmensa lentitud.
21.51 h
El principio y el fin, pensó. El principio y el fin estaban allí, y ella los contemplaba.
Le hubiera gustado contar en aquel momento con la opinión de Oslo, pero comprendió que el pobre Hirum tardaría en hablar, incluso en volver a pensar con coherencia, después de ver aquello. Hirum Oslo apenas podría haber hecho otra cosa frente a aquella obra que permanecer con la boca y los ojos muy abiertos durante mucho más tiempo que ella.
– Está casi terminado -murmuró Stein soltando nubecillas de vapor-. Falta, por supuesto, la destrucción de Susana. Cuando Baldi la envíe, el cuadro estará completo.
¿A qué compararlo?, se preguntaba la señorita Wood, parpadeando. ¿Qué hito en la historia del arte podía ser similar a eso? ¿Guernica? ¿La Sixtina? Dio un lento paseo a su alrededor para contemplarlo del todo, ya que el cuadro yacía en el suelo. ¿La Piedad? ¿Las señoritas de Aviñón? ¿Una frontera, un límite, un punto más allá del cual el arte cambiaba de signo? ¿El instante en que el primer hombre hundió sus dedos en pintura y dibujó un animal en el interior de su cueva-hogar? ¿El momento en que Tanagorsky subió a un podio y gritó, frente a un público asombrado, «yo soy la pintura»?
Movió la boca, reunió algo de saliva y pudo tragar. Su corazón marcaba un tiempo distinto al lento transcurrir de los segundos en aquella habitación oprimida por el frío, un ritmo enloquecido, desbaratado.
Ni Stein ni ella quisieron desobedecer al silencio durante un instante.
Se encontraban en el interior de una cámara de ocho metros por diez, completamente hermética, insonorizada y termorregulable. La temperatura, controlada mediante dispositivos exteriores, se mantenía varios grados bajo cero, otorgándole al aire la personalidad de un solemne frigorífico de carnicería. Techo, paredes y suelo habían sido forrados con planchas de acero en azul turquesa. La luz era cenital y blanca, aunque escasa, procedente de un riel de focos. Éstos apuntaban hacia el hombre, haciéndolo flotar en un lago de escarcha.