El hombre era Bruno van Tysch. Estaba completamente desnudo y boca arriba en el suelo, con los brazos extendidos por encima de la cabeza y los tobillos cruzados en una postura que recordaba de inmediato la crucifixión, pintado en ocre y azul de pies a cabeza. Las venas de tobillos y muñecas se encontraban desgarradas, y el profundo corte se hacía evidente con una mirada más detenida. Era fácil percibir que había sucedido hacía poco tiempo. La sangre coagulada bajo cada extremidad formaba un área compacta en color rojo sobre el azul del suelo. De este modo, Van Tysch parecía estar clavado a su propia sangre. Enormes objetos rectangulares y planos como espejos yacían acostados rodeando el cuerpo. Había tres: uno al lado derecho, otro al izquierdo -colocados de tal forma que sus extremos inferiores convergían en una región adyacente a los tobillos del pintor- y un tercero atravesado por encima de la cabeza, rozando las manos. Pero no eran espejos. El que estaba al lado derecho de Van Tysch mostraba el cuerpo de Annek Hollech a tamaño natural, desnuda y etiquetada, colocada casi en la misma postura que el pintor y destrozada diez veces por los diez cortes de sierra. El del lado izquierdo se iluminaba con los hermanos Walden en una postura y apariencia similares. No eran simplemente imágenes de vídeo: la hinchazón floreciente del vientre de los gemelos, por ejemplo, se alzaba en relieve sobre el cuerpo de Van Tysch como una doble montaña de sangre. Wood supuso que habían sido grabadas en RA con un sistema que permitía contemplarlas sin necesidad de visores. El rojo de las heridas de los cuadros y el rojo más brillante, sanguíneo y real de las muñecas y pies de Van Tysch, formaban un todo que contrastaba con la carnación de los cuatro cadáveres. Los fondos (césped en el caso de Annek, la habitación de un hotel en el de los Walden) habían sido hábilmente disimulados en una superficie turquesa uniforme que parecía prolongar el suelo de la cámara acorazada. El conjunto poseía una abrumadora simetría y una misteriosa pero innegable belleza. Un observador sensible pensaría de inmediato en algún tipo de idea totalizadora: el artista y su creación, el artista y su testamento, la inmolación del artista junto a sus cuadros. Había algo casi sagrado en aquella familia desnuda y abierta de brazos y piernas, desgarrada y quieta. Algo eterno. La pantalla horizontal, mucho más grande que las otras y aún oscura, quebraba el conjunto. En ella -pensó Wood- aparecerían las imágenes de la destrucción de Susana.
– No me pida que se la explique -dijo Stein observando la expresión de Wood-. Es arte, señorita Wood. No creo que usted lo entendiera. Y tampoco es labor del artista interpretarlo…
En ese instante habló otra voz, ajena e inesperada. La señorita Wood casi dio un respingo ante el brote imprevisto de palabras subterráneas amplificadas a un volumen inhumano. Era Annek Hollech. Suaves armonías de Purcell tapizaban su tembloroso discurso.
– EL ARTE TAMBIÉN ES DESTRUCCIÓN.
Breve pausa. Solemnes acordes de funeral barroco.
– AL PRINCIPIO, FUE SÓLO ESO, EN LAS CUEVAS SÓLO SE PINTABA LO QUE SE QUERÍA SACRIFICAR.
Pausa.
El cabello de Wood estaba erizado. Los escalofríos la devoraban infatigables como una marabunta.
En el espejo, la imagen de Annek había variado. Seguía desnuda y destrozada, pero su rostro parecía moverse. De allí surgía la voz.
– EL ARTISTA DICE…
Stein y Wood escucharon en respetuoso silencio el resto de la grabación.
Cuando Annek finalizó, su rostro volvió a convertirse en la máscara socavada de su cadáver. Al mismo tiempo, un coro de ángeles pareció transmutar las facciones de los Walden, llorosas y leves, que se animaron y lanzaron las palabras al aire como una oración o un conjuro sagrado. De nuevo, ni Stein ni Wood quisieron interrumpirlos.
Cuando los gemelos se sumieron por fin en su silencio de sangre, Stein dijo:
– Van Tysch quería que fueran las voces originales de los lienzos, aunque después las hemos mejorado en el estudio. Están programadas para sonar cada cierto tiempo, las veinticuatro horas del día, todos los días.
El arte que sobrevive es el arte que ha muerto, pensaba Wood. Si las figuras mueren, las obras perduran. Ahora lo comprendía. En su cuadro póstumo, Van Tysch había encontrado la forma de convertir un cuerpo en eternidad. Nada ni nadie podría destruir lo que ya estaba destruido. Nada ni nadie podría finalizar lo que ya había finalizado. Las inhóspitas regiones del frío y la electricidad conservarían aquel cuadro para siempre.
Su cuadro. Su último cuadro.
– Van Tysch preparó a Baldi… -murmuró. En aquella habitación, donde todo sonido era un huésped extraño, su voz asemejó un grito.
Stein asintió.
– Paso a paso, desde 2004, en secreto. Cuando lo pintó en 2001 para un cuadro intrascendente, Figura XIII, comprendió en seguida que Baldi sería el material perfecto para llevar a cabo su última obra. Él lo llamaba su «papel». «Sobre Póstumo escribo y dibujo, Jacob -me dijo-, tomo apuntes y elaboro mi plan para la última obra de mi vida.»Stein miró fugazmente a Wood a través de la penumbra azulada de la habitación. El vaho los envolvía a ambos como si sus propios espíritus hubieran decidido abandonar los cuerpos sin alejarse demasiado.
– Fuschus, no ponga esa cara. A usted no podíamos decirle nada, ¿es que no lo ve? Si usted hubiese sabido algo, habría colaborado con nosotros sin dudarlo. Pero, entonces, la obra también sería suya de algún modo. Y usted no es artista, April. Ni artista ni lienzo -agregó, y ella percibió el acento cruel con que Stein hacía hincapié en estas palabras-. Teníamos que hacer las cosas sin consultarle, porque se trataba de nuestro trabajo, no del suyo.
– Comprendo -dijo ella.
– Nadie más lo sabe: ni Hoffmann ni ningún otro colaborador. Yo mismo lo supe tan sólo hace un par de meses. Bruno me trajo aquí y me lo explicó todo. Me enseñó esta habitación, y la forma que adoptaría el cuadro al final. No será la primera vez, me dijo, que una obra exige un sacrificio semejante a los artistas. Tampoco será la primera vez que un pintor quiere destruir sus mejores piezas antes de morir. Lo había planeado todo muy bien, incluso el momento de distracción del Cristo durante la exposición de «Rembrandt». Sabía que la policía y su propio departamento de Seguridad habrían tomado muchas precauciones. Pero confiaba en Baldi: lo había entrenado cuidadosamente para convertirlo en la herramienta perfecta, el papel sobre el que dibujar su obra cumbre. Le dije que estaba de acuerdo, pero que me apenaba un poco la destrucción de Desfloración y de Monstruos. «Son tus mejores obras, Bruno -dije-, las que más amas, las que más cosas representan para ti.» «Precisamente por eso lo hago, Jacob -dijo él-. Son mis creaciones amadas. Y yo lo hago por amor.» Me pidió ayuda para las pinceladas finales. Todo tendría que terminar hoy, 15 de julio de 2006, día del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt. A los artistas les agrada cerrar círculos, ya sabe. Rembrandt nació este día, Van Tysch murió este día. Le dije que sí, que lo ayudaría. Fuschus, claro que se lo dije…