Y de improviso, para absoluta sorpresa de Wood, que esperaba cualquier cosa menos eso, Stein rompió a llorar. Era un llanto desagradable y débiclass="underline" hacía pensar en un resfriado fugaz.
– Le dije que sí, y se lo hubiera dicho una y mil veces… Una y mil veces… «Aquí tienes al pobre Jacob -le dije-. Confía en él, porque es como tu reflejo…» Hoy debía quedar todo consumado. Así me dijo: «todo consumado»… Lo ayudé a pintarse el cuerpo y… y a todo lo demás. No voy a negar que ha sido la orden que más esfuerzo me ha costado de todas las que he obedecido por su causa…
Se secaba con el dorso de la mano unas lágrimas que Wood no lograba distinguir. Ella pensó que quizá Stein decía la verdad, pero no toda. Había un guión escrito y Stein lo representaba. «Van Tysch debía ser sustituido, y su deseo de morir con su última obra te ha venido muy bien, Jacob. Seguro que ya has escogido al artista que tomará el relevo… Me pregunto quién será el afortunado…»Un pequeño atril se erguía en el suelo, junto al cuadro. Mientras Stein sollozaba, Wood se acercó a él. La cartulina colocada encima e iluminada con un flexo mostraba las dos palabras escritas a mano en holandés, inglés y francés.
– ¿La penumbra?
Stein asintió.
– Así me he atrevido a bautizarlo… Él no quiso llamarlo de ninguna forma, pero los cuadros sin título no son adecuados para la posteridad… ¿Sabe cómo se me ocurrió? Van Tysch insistía en que la luz tenía que ser débil. Y sus últimas palabras fueron: «Jacob, recuerda la luz. Lo más importante en este cuadro es la penumbra». Y lo repitió varias veces, cada vez más bajo: «La penumbra, la penumbra, la penumbra…». Al morir, la palabra se disolvió en su boca. He pensado que ese título resultaría adecuado…
– ¿Y ella? -preguntó Wood.
Señalaba el cuerpo de Murnika de Verne. La secretaria de Van Tysch se encontraba en una esquina apartada y sombría de la habitación. Quizá sólo estaba desmayada, pero Wood suponía que no tardaría en fallecer, porque el ligero vestido negro abierto por los costados no podría protegerla mucho tiempo de la temperatura extrema de aquel pavoroso congelador. Tenía las piernas flexionadas y el rostro cubierto por la cuantiosa maraña de cabellos. Parecía una muñeca abandonada por una niña poco escrupulosa.
– Ahí se quedará -dijo Stein-. En realidad, Murnika pertenece también al cuadro. La penumbra es una obra totalizadora, la más grande que se ha hecho jamás, porque Van Tysch quería que todos formáramos parte de ella. No solamente Murnika, sino también usted y yo, Baldi y los cuadros destruidos, y los familiares de los cuadros, y la policía que busca a Baldi, y las reuniones de Rip van Winkle, y cada uno de los adornos de esas reuniones, y toda la exposición de «Rembrandt» incluyendo, claro está, el Cristo, y los cuadros de «Flores» y de «Monstruos», y el resto de la obra de Van Tysch que ha tenido que ser retirada…, y, a partir de aquí, todos los artistas y modelos, todos los cuadros del mundo, que se sentirán implicados, y todo el público que alguna vez contemple un cuadro hiperdramático. En fin, toda la humanidad. El hecho de dejar una copia de las grabaciones junto a los cuadros destruidos obedecía a ese propósito: Van Tysch quería que todos nos implicáramos en la obra como personajes asombrados e involuntarios. La penumbra es la única obra de arte manchado de Van Tysch, señorita Wood, y el material de que se compone somos todos. Durante un tiempo será preciso ocultarla, por supuesto, pero llegará el día en que la demos a conocer… Entonces la gente reaccionará… Imagine los rostros de horror o asombro, las miradas sorprendidas, los oídos espantados por las voces de los cuadros hablando desde sus cadáveres, el pintor inmortalizado en su propia muerte… El centro del cuadro es éste, en efecto, pero a su alrededor nos encontramos todos. ¿No le parece que la habitación se dilata? ¿No le parece que abarca el infinito…?
Y, tras un breve silencio que ninguno de los dos empleó en otra cosa que en mirar a los ojos del contrario como jugadores de ajedrez, o como un solo individuo frente a un espejo, Stein agregó:
– Hasta puede que se escriba un libro. En cuyo caso, no hará falta contemplar la obra para formar parte de ella: bastará con leer y reaccionar.
«Reaccionar, en efecto», pensaba Wood sintiendo que Stein no se equivocaba en este punto. Ella ya había reaccionado. Contemplaba La penumbra sabiendo que era la obra más grande de Van Tysch, quizá la mayor y más sincera obra de arte de todos los tiempos. Su sensibilidad se lo decía, su pasión se lo decía. Renunciar a La penumbra no sólo significaba renunciar al arte sino también al oscuro sentido de la existencia. Una parte del alma de Wood, un territorio ignoto que nada tenía que ver con la frialdad de su cerebro calculador, comprendía la intención del Maestro, aquel modo de «tachar» sus «amadas creaciones» de la misma forma que su padre tachaba sus cuadros, su manera de cancelar la deuda pendiente con su pasado y captar hasta el último matiz de su propio sufrimiento creador… La penumbra era una obra liberadora. Con ella, Van Tysch le enseñaba, desde su muerte, la forma de romper con las ataduras y escapar de los recuerdos. De todos los recuerdos. «Te entiendo. Te comprendo -quiso decirle al Maestro-. Entiendo tu propósito.» Desde ese punto de vista, la destrucción de Desfloración, Monstruos y Susana no sólo resultaba comprensible, sino necesaria. El mundo, tal como suponía Stein, nunca lo comprendería: pero el mundo nunca comprende el milagro de un genio terrible.
Por primera vez en muchos años, la señorita Wood se sentía feliz. Sus ojos brillaban y su respiración, en el gélido ambiente de la cámara, era cada vez más rápida.
Un vago temor la inquietó de repente.
– ¿Dónde está Baldi ahora?
Stein consultó el reloj al mismo tiempo que ella.
– Son casi las diez. Si todo ha ido bien, Baldi estará en el Viejo Atelier, cumpliendo con su obligación. Ya puede figurarse que no debe caer en manos de la policía. Ningún policía podría comprender esto. Los policías son funcionarios a sueldo, como usted, pero con mucha menos sensibilidad que usted. Empezarían a hablar de crímenes y culpables, de justicia y de cárcel, y todo el arte contenido en una obra como ésta les importaría un bledo. Serían capaces… Serían capaces de estropearla. De dejarla inacabada, incluso.
La inquietud de Wood iba en aumento. Stein enarcaba sus espesas cejas con aire interrogativo.
– Tengo que avisar a Bosch -dijo Wood.
– Bosch no es ningún problema -repuso Stein-. Ignora adónde ha llevado Baldi el cuadro. A las diez en punto todo estará consumado…
– Prefiero cerciorarme.
Abrió el bolso y sacó el móvil. Tenía las manos agarrotadas por el frío.
No podía ser. Tenía que impedirlo. Al menos, esto sí tenía que impedirlo. Era su Gran Obra, la Obra transformadora. Y ella protegía su arte porque lo adoraba con la misma terrible pasión que el propio Maestro. La señorita Wood no albergaba ninguna duda sobre la tarea que le aguardaba.
Era necesario impedir a toda costa que La penumbra quedara inconclusa.
21.58 h
Lothar Bosch estaba observando a Póstumo Baldi a través del cristal unidireccional de la cabina de ensayo. Aquella figura vestida de blanco lo hipnotizaba. Era como si Baldi fuera un dibujo animado, un juego de ordenador que se moviera siguiendo pautas misteriosas.