Baldi era bello como un amanecer nevado en las afueras.
Bosch miraba a Baldi. Había apartado la vista de la chica. No quería mirar la obra. Aún no, porque no estaba acabada.
«No son obras de arte. Ningún ser humano es arte. El arte no es humano. O sí lo es. No importa lo que sea. Lo que importa, lo que verdaderamente importa es…»Apartó el teléfono del oído y lo contempló como si no supiera lo que significaba, allí, colocado sobre su palma, aquel enigmático aparato.
«… Lo importante son las personas.»Al fin y al cabo, qué más daba. El error había sido de Stein, por haber confiado en un individuo tan mediocre como él. Van Tysch nunca lo hubiese contratado, por supuesto. Se sentía grotesco y vulgar, un niño grande examinando con guantes de estopa unas filigranas de cristal. Aquella vulgaridad le repugnaba. Hendrickje había conocido su vulgaridad. Quizá por eso él siempre había pensado que ella lo detestaba. Ahora también lo detestaba la señorita Wood. Resultaba curioso comprobar cómo podían detestarte de improviso los espíritus elevados. El desprecio era un rayo procedente de los dioses. Con cuánta conmiseración sonreían al verte, cuánta paciencia advertía en sus miradas. Hendrickje y la señorita Wood, Van Tysch, Stein y Baldi, Roland, incluso Danielle: todos pertenecían a la raza superior, la de los elegidos, la de aquellos que sí comprendían la vida y el arte y podían otorgar a ambos un significado. Él había nacido para protegerlos, a ellos y sus obras, y ni siquiera eso sabía hacer.
Lanzó un suspiro y miró tristemente el semblante desencajado del joven Wuyters.
– Guarda el arma, Jan. No intervendremos. Ese tipo trabaja para Van Tysch. Está haciendo una obra de arte.
– No lo entiendo -murmuró Wuyters, lívido, mirando hacia el interior de la cámara.
– Ya lo sé, yo tampoco -dijo Bosch. Y agregó-: Es arte moderno.
22.01 h
Póstumo Baldi, El Artista, no era un creador sino una herramienta de la creación, como los seres que ahora destruía. Alguna vez le tocaría a él, y sabía que estaba dispuesto. Era una bolsa vacía, y precisaba llenarse con cosas ajenas. Siempre había sido así. Intentaba ser mejor cada día, desarrollar su perfección para amoldarse a los deseos del artista. Un papel en blanco, como lo llamaba el Maestro.
Había llegado hasta aquel punto después de largo tiempo. Ahora todo consistía en avanzar. La preparación con Van Tysch había sido exquisita: ni un sólo error, todo perfecto, todo deslizándose con suavidad. Era mérito del pintor, pero también suyo. Van Tysch había depositado su mano sobre él, y él (un prodigioso guante) se había adaptado a sus formas. Su madre también había sido un lienzo extraordinario, aunque menospreciado. Él estaba llegando a una cima que ella nunca hubiese soñado. Dentro de veinticuatro mil años seguiría hablándose de Póstumo Baldi, de la forma en que llevó a cabo, con absoluta perfección, todas las instrucciones del Maestro, y de cómo se había convertido en El Artista sin serlo verdaderamente. Se hablaría durante siglos de la manera en que había ejecutado los oscuros designios del pintor más importante de todos los tiempos. Porque llega un momento en que obra y pintor se confunden.
Jan van Obber le había dicho alguna vez que era ambicioso. Baldi lo admitía de buen grado. Claro que lo era. Una bolsa vacía se expande con el aire, a fin de cuentas.
Con delicada pulcritud había aproximado la hoja giratoria a la cara de la figura femenina. La chica lanzó un grito. Todos gritaban en aquel punto. Póstumo sufría con ellos, se horrorizaba, se dejaba arrastrar por la riada brutal del espanto que él mismo convocaba. Póstumo era terso como la piel que cortaba en franjas lineales siempre perfectas («No lo olvides -le había dicho Van Tysch-, cuatro aspas y dos cortes en paralelo. Hazlo siempre igual»). Podía comprender el dolor del lienzo al ser hendido hasta la raíz. El Maestro deseaba que el lienzo también lo comprendiese, y Póstumo procuraba que los cuadros estuvieran vivos y casi conscientes de lo que les iba a suceder, de lo que les estaba sucediendo. No era crueldad, por supuesto, sino arte. Y él no era un asesino, sólo un lápiz muy afilado. Había matado y torturado siguiendo instrucciones precisas de dibujo. Había sufrido y llorado con los lienzos. Y cuando llegara el momento, si era necesario, se sometería también al terrible rigor del acero.
Los ojos de la muchacha de pelo pintado de rojo bizqueaban cuando Póstumo acercó la cuchilla a su rostro.
De repente comprendió su error.
La hoja que había elegido no era la apropiada. Había pensado destruir primero la figura más grande, la del Segundo Anciano, pero había cambiado de opinión al final y se había decidido por la femenina. Sin embargo, el cortalienzos estaba preparado para la más gruesa. Si la cortaba con aquella hoja, sería como desintegrar su rostro en un cúmulo de astillas. No quería pulverizarlo: era necesario marcar bien las aspas.
Soltó con delicadeza el mechón de cabellos, apagó el motor y se incorporó. Regresó a la mesa y buscó la hoja más fina. Empleaba distintas clases de cuchillas, a veces para cada parte del cuerpo, según la estructura de los huesos. Con los gemelos apenas había necesitado realizar un cambio, pero con la adolescente el proceso había sido penoso porque era una anatomía nimia, casi etérea. No quería recordar los sucesivos cambios de cuchillas que había requerido la destrucción de Desfloración, las interrupciones con el cuerpo de la niña cortado a medias, la sangre fulgurando bombeada por un corazón que aún latía. El uso de distintos cortalienzos hubiera facilitado su tarea, pero no podía arriesgarse a llevar tantos objetos encima. Su trabajo era minucioso, y la lentitud, casi obligatoria.
Encontró la cuchilla que necesitaba. Se hallaba junto a la cámara de vídeo-escáner que había sacado de la bolsa de hule, con la que después filmaría los destrozos. A su espalda, los lienzos parecían dormidos por fin. No había problema: con el primer corte despertarían.
Desprendió la cuchilla más gruesa del huso metálico y la arrojó a la mesa. Colocó la cuchilla más fina. Encendió el motor para probarla.
Dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia la chica.
22.02 h
Estaba a punto de cruzarlo.
El espejo. Por fin.
Se había acercado a su superficie lisa y gélida y comprobaba que aquel mundo de témpano era fascinante. Sentía miedo, por supuesto, el miedo de abrir la puerta de una habitación clausurada y penetrar en la oscuridad. El miedo de una niña pequeña: una sensación desagradable y tentadora a la vez, el dulce oculto en la casita de chocolate de la bruja. Ven, Clara, y cógelo. Y ella daría los pasos necesarios y lo cogería, pasara lo que pasara. Haría cualquier cosa con tal de obtener la merecida y terrible recompensa.
– «Mírate en el espejo -ordenaba el pintor. Sus ojos eran incoloros y su blancura infinita-. Mírate en el espejo -repetía.»Matt la había soltado un momento antes, pero ahora cogía sus cabellos de nuevo y aproximaba a su rostro aquel extraño aparato giratorio y ensordecedor.
Sabía que eso que iba a contemplar, eso que estaba a punto de contemplar, era lo horrible. El último retoque a su cuerpo en la gran obra de su vida. «Vamos allá -se dijo-. Vamos allá. Tengamos valor.» ¿Qué otra cosa era el arte de verdad, qué otra cosa era la obra maestra, sino el profundo resultado de la pasión y el coraje?
Tomó aliento y alzó más el rostro, lo presentó al sacrificio como si corriera hacia un padre cariñoso que le tendiera los brazos.
Lo horrible. Por fin.