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Se aproximaba el fin, y era preciso inventarse un nuevo principio.

La penumbra continuaría intocable e inacabada en Edenburg. Y así seguiría hasta que el mundo estuviera preparado para contemplarla y su aparición resultara beneficiosa. Lo primero podía ocurrir en cualquier momento, o quizá ocurría ya (el mundo casi siempre se encontraba preparado para todo).

Respecto de lo segundo, un comité de inversores encabezado por él mismo y Paul Benoit planearía con la debida antelación los pasos necesarios para ir dando a conocer la obra en el futuro. Se hablaría del «testamento del Maestro», de su «canto del cisne», de su «terrible secreto». «Un milagro requiere de una revelación y de un secreto, Jacob -había dicho Benoit con acierto-. Ya tenemos la revelación. Nos falta el secreto.» -Dejemos madurar la idea -resumió Stein a los inversores. Y acarició pensativamente los largos muslos de su asiento.

Durante un tiempo hubo sonidos. Luego se instaló el silencio.

Había recibido una avalancha de llamadas telefónicas: de Jorge, sobre todo, muy preocupado al principio pero más tranquilo al poder hablar con ella. ¿Cuándo pensaba regresar? No lo sé, Jorge, ya veremos. Estoy deseando verte. Ya veremos. Pensó de repente que no lo echaba de menos. Jorge era para ella como la voz del pasado: inevitable, pero acabada. También la llamaron Yoli Ribó, Alexandra Jiménez, Adolfo Bermejo, Xavi Gonfrell y Ernesto Salvatierra. Llamadas de pintores y lienzos. Uno de los más cariñosos fue Alex Bassan. Todos se alegraban de que se encontrara bien y de que hubiera sido firmada por Van Tysch. Incluso escuchó, una insólita noche, la voz de su hermano. ¡Hasta su hermano se interesaba por el bienestar de la pintura! Sin abandonar del todo su reserva habitual de abogado fuera de los tribunales, José Manuel le habló de mamá, de cuánto la echaban de menos, de la ignorancia en que ella los mantenía. «No sabíamos nada de esto -le dijo-. Nos tuvimos que enterar por Jorge Atienza.» ¿Qué tal estaba? Bien. ¿Regresaría pronto? Sí. Querían verla. Ella también quería verlos. A fin de cuentas -pensó- la vida y el arte se basaban en lo mismo: en ir y ver.

¿Y Vicky? Vicky no la llamaba.

Sospechó que tendría que ser ella quien diera el primer paso, ahora que la pintora se había hecho tan importante.

Vicky iba a exponer una retrospectiva para la Fundación: lo había anunciado Jacob Stein en una rueda de prensa. Entre la docena de obras que se exhibirían estaban dos que había pintado originalmente con Clara: Instante y La fresa. Stein había añadido que Vicky Lledó era una de las grandes representantes del hiperdramatismo ortodoxo moderno, y que la Fundación Van Tysch, «ahora que el Maestro faltaba», impulsaría decididamente los trabajos de aquella joven artista.

El impacto de semejante noticia había sido poderoso, tanto que durante un rato no supo en realidad qué debía sentir. Al final terminó alegrándose por Vicky, pero después pensó que se alegraba porque no la amaba lo suficiente como para compadecerla.

«Las dos inmortales tal como deseábamos. Bien.»Luego, cuando las llamadas finalizaron, apagó el televisor. Las noticias eran siempre iguales, ya las conocía de memoria. Tampoco se permitió el sonido de los cuantiosos discos de jazz que Conservación le había regalado para que se entretuviera. Se sintió bien así, rodeada del silencio de sí misma. O de su ruido.

Porque la vida poseía su propio sonido, y ahora se daba cuenta. Sintió cómo la vida regresaba a ella de la misma forma que se oye la llegada de una ola diferente. Habían decidido quitarle la imprimación, borrarle la firma y enviarla a casa. La dejarían descansar una temporada y luego, si era preciso, la llamarían para exhibir Susana otra vez. Por supuesto, el dinero seguiría siendo suyo, eso no iba a variar. Le retiraron las pastillas de F &W, y en poco tiempo comprendió que un ser humano es una cosa que quiere cosas. El arte se mantiene quieto y satisfecho, pero la vida exige satisfacción continua. Luego comenzaron a quitarle la imprimación. Cuando regresó a la habitación del hospital donde estaba ingresada y se miró al espejo, ya no le cupo ninguna duda: era Clara Reyes por completo. Su pelo rubio, su piel con los poros abiertos, las viejas cicatrices, el grafismo de su vida, los olores, las viejas formas. Continuaba depilada, por supuesto, pero esto era una imagen con la que había llegado a congeniar. Su rostro sin imprimación adoptaba las expresiones de siempre: lejos estaba aquel monstruo amarillo que provocara el pasmo de Jorge. Ya no estaba pintada ni llevaba etiquetas. No era fácil vivir sin etiquetas ni pintura, pero tendría que acostumbrarse.

Y la tarde del viernes, después de almorzar y dormir una prolongada siesta, oyó suaves golpes en la puerta.

Gerardo sonrió al entrar.

– De modo que así eres cuando te quitan toda la pintura de encima, amiguita. La verdad, me gustas más de esta forma. Al natural, podría decirse.

Ella sonrió. Estaba sentada en la cama, en pijama, despeinada, con los ojos aún contagiados de sueño. Se dejó envolver por los brazos de Gerardo y comprobó que su presencia la hacía muy feliz.

– Me dijeron que hoy te daban el alta y quise venir a verte -explicó él-. Justus también hubiera querido venir, pero me aconsejó que viniera yo de «avanzadilla». -Se echó a reír y sus ojos brillaron, pero luego recobró la seriedad. Se había enterado del atentado de aquel loco y desde entonces había tratado de verla, aunque le habían asegurado repetidas veces que se encontraba bien-. ¿Cómo estás? -le preguntó.

– No lo sé -respondió ella con sinceridad-. Supongo que bien.

Tenía la sensación de haber estado durmiendo y haber despertado en el hospital. Se encontraba vacía. «Estuve soñando», pensaba. Pero ¿qué ocurre cuando todo lo que eres y todo lo que has sido forma parte del mismo sueño?

Disponían de tiempo antes de ir al aeropuerto. ¿Quería despedirse de algún sitio en particular?, preguntó él. Clara observó los periódicos doblados sobre su cama. Se había enterado de que aquel viernes, 21 de julio de 2006, terminaban de desmantelar el Túnel.

– Me gustaría pasar por el Museumplein y ver cómo quitan el Túnel -dijo.

– Ningún problema.

Había anochecido y las estrellas empezaban a aparecer sobre las tranquilas aguas de los canales. Era una noche espléndida, propia del verano. La luna seguía pujante, intentando alcanzar su propia perfección. Gerardo conducía en dirección al Museumplein y Clara iba junto a él.

– He pensado -rompió Gerardo súbitamente el denso silencio- que viajaré a Madrid dentro de poco. Me gustaría acabar un cuadro que he dejado a medio hacer -agregó, sonriendo.

Más tarde, ella señaló aquel instante como el momento exacto en que se dio cuenta de que Susana había desaparecido por completo de su cuerpo. Allí, en el asiento oscuro del coche de Gerardo, tocó sus piernas, sus brazos, su rostro, y lo supo. Susana estaba borrada. Debajo había surgido Clara Reyes, para bien o para mal. El acontecimiento -pensó- tenía el aire mediocre de un fracasado intento de divorcio. Gerardo le hablaba.

– Me gustaría…

Le estaba haciendo una serie de confesiones sinceras que ella apenas entendía, que apenas lograba escuchar. Pero comprendió que ahora que era otra vez Clara tendría que acostumbrarse a las confesiones sinceras. Porque Susana se alejaba en el cielo oscuro y estrellado. Susana flotaba en el inmenso Túnel de la noche, cada vez más lejos, cada vez más indiferente. Bienvenida al mundo, Clara. Bienvenida a la realidad.