– No te creo, no te creo. Eres muy mala, Sally.
– ¿Qué le ha pasado a Annek, abuelito? Dime la verdad, para variar.
– Annek está bien -contestó Benoit-. Lo que ocurre es que el Maestro ha decidido retirarla unas cuantas semanas para perfilar algunos detalles.
La excusa era absurda, pero Bosch sabía que Benoit tenía mucha experiencia engañando a los cuadros.
– ¿Para perfilar…? ¡No jodas, abuelito! ¿Crees que soy idiota…? El Maestro la terminó hace dos años… Si la ha retirado será porque quiere sustituirla…
– No te enfades, Sally, es lo que me han contado a mí. Y a mí suelen contarme la verdad. No va a haber ninguna sustituía para Desfloración hasta dentro de dos años. El Maestro se la ha llevado a Edenburg para corregir algunos detalles del color del cuerpo, eso es todo. En teoría, puede hacerlo: Desfloración aún no ha sido vendida.
– ¿Es verdad lo que me estás diciendo, abuelito?
– A ti no podría mentirte, Sally. ¿Acaso Hoffmann no hace lo mismo contigo? ¿No te retoca el púrpura cada dos por tres?
– Es cierto.
– Se lo está tragando… -susurró uno de los ayudantes, admirado-. ¡Se lo está tragando! -De Baas siseó para hacerle callar.
– ¿Por qué no nos habéis dicho la verdad desde el principio, abuelito? ¿A qué ha venido eso de la «gripe»…?
– ¿Y qué íbamos a decir? ¿Que uno de los cuadros más valiosos de Bruno van Tysch aún no está terminado? No hace falta que te diga, Sally, que esto debe quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo?
– Guardaré el secreto. -Sally se detuvo un instante y algo en su expresión cambió. De repente, Bosch dejó de pensar en obras de arte y contempló en la pantalla a una joven solitaria y temerosa-. En fin, supongo que ya no veré a esa pobre niña durante una buena temporada… Me da un poco de lástima, abuelito. Annek es una criatura, no tiene a nadie… Creo que le he cogido cariño porque yo también me siento sola… ¿Sabes que la había invitado a pasear este lunes por el Prater…? Pensé que eso podría ayudarla…
– Y la ayudaste, Sally, estoy seguro. Ahora, Annek se siente mejor.
«Cinismo tres veces al día después de las comidas», pensó Bosch.
– ¿Cuándo regreso a casa del señor P?
Bosch recordó que Tulipán púrpura había sido adquirida hacía casi quince años por un individuo llamado Perlman. Se trataba de uno de los clientes más apreciados por la Fundación. Sally era la décima sustituta del cuadro. Todas sus predecesoras y ella llamaban a Perlman «el señor P». Últimamente, el señor P parecía haberse encaprichado con Sally y exigía que no la sustituyeran a finales de año. Como pagaba un mantenimiento astronómico por la obra, sus deseos eran órdenes. Además, Perlman había cedido amablemente su Tulipán para aquella gira europea, de modo que era preciso devolverle el favor.
– El más indicado para informarte acerca de ese aspecto es Willy. Te paso con él. Y ánimo.
– Gracias, abuelito.
Mientras De Baas proseguía con la conversación, Benoit pareció despojarse de una máscara a la fría luz violeta de las paredes. Extrajo un pañuelo de la chaqueta y se secó el sudor al tiempo que daba rienda suelta a sus nervios.
– Estoy harto de estos puñeteros cuadros, pueden creerme… Niñatas y niñatos de mierda, elevados a la categoría de obras de arte… -Y deformó la voz, imitando el acento de Sally-: «Yo también me siento sola…». ¡La han sacado de un barrio de negros, cobra más en un mes que todo lo que yo ganaba en un año cuando tenía su edad y todavía dice que se siente «sola…»! ¡Estúpida!
Una única risilla de mosquito satisfecho celebró sus palabras: era la señorita Wood. Ninguna broma en ningún idioma lograba eso con Wood, pero Bosch la había visto más de una vez reírse así cuando alguien manifestaba su amargura.
– Ha estado soberbio, jefe -dijo un ayudante elevando el pulgar hacia Benoit.
– Gracias. Y no volváis con más excusas sobre gripes, por favor. Hay que ser muy delicado con estos lienzos para mantenerlos en buenas condiciones, muy sutiles. Están drogados, pero son listos. Si los sustituyéramos antes, ahorraríamos en mantenimiento. Desde luego, prefiero mantener los «Monstruos». -Hizo una pausa y resopló-. De un tiempo a esta parte, el arte se ha vuelto una locura…
– Por suerte tenemos al «abuelito Paul» para restaurar todos los cuadros -dijo Wood.
Benoit fingió no haberla oído. Se dirigió a la puerta, pero se detuvo a medio camino.
– Debo irme. Me crean o no, esta madrugada tengo un concierto privado en el Hofburg. Reunión de alto nivel. Estaremos cuatro políticos austríacos y yo. Un contratenor de dieciocho años cantará La bella molinera. Si al menos pudiera librarme de ese concierto, sería feliz. -Y agitó un índice en el aire-. Por favor, Apriclass="underline" resultados.
Siguió agitando el dedo un rato sin añadir nada más. Después salió.
El teléfono móvil de la señorita Wood comenzó a repicar.
– Ya tenemos a la colombiana -le dijo a Bosch cuando colgó.
Ambos salieron apresuradamente de la habitación color violeta.
Color carne. Veía una figura en color carne repartida por los cinco espejos mientras realizaba sus ejercicios de lienzo sobre el tatami. Eran ejercicios extraños, característicos de un cuadro profesionaclass="underline" se arqueaba, rodaba sobre sí misma, se erguía inmóvil de puntillas. Luego se duchó, consumió un desayuno vegetariano, se pintó cejas, pestañas y labios y eligió un traje de algodón con cremallera, cinturón de hebilla y pantalones, todo en color crudo. El crudo y el beige claro le sentaban muy bien a su desnudez pálida y a su pelo rubio casi platino. Entonces marcó el número de teléfono de Gertrude, la galerista de GS, y dejó un mensaje en su contestador. Le resultaba imposible, le dijo, ir a exhibirse ese día debido a un compromiso urgente. Ya volvería a llamarla. Sabía que la alemana pondría el grito en el cielo, pero no le importaba lo más mínimo. Cogió el bolso y las llaves del coche y se marchó.
Encontró el sitio fácilmente. La plaza Desiderio Gaos estaba en Mar de Cristal y era un ruedo vacío sitiado de edificios nuevos y simétricos en ladrillos color rosa. El único lugar sin número correspondía con un bloque de oficinas de ocho plantas. No había letreros de ninguna clase en las puertas de metacrilato de la entrada. Llamó al timbre y recibió un zumbido como respuesta. Empujó una de las hojas de la puerta y se introdujo en un vestíbulo espacioso y aséptico con olor a piel de tapicería. Aquí y allá, mesas con folletos y tresillos carnosos. Las paredes estaban desnudas y tersas como ella misma bajo el vestido. El suelo parecía resbaladizo. No había nadie. O sí. En el centro se erguía un mostrador de recepción, y en el centro de éste, una cabeza. Clara fue acercándose hacia aquella cabeza. Era una mujer joven. Tenía un peinado llamativo pero lo más curioso era la pinza con la que coronaba sus cabellos: una pequeña mano de plástico abierta en garra; por entre los dedos brotaban los mechones. Su maquillaje era cuantioso y los ojos estaban casi ocultos en beige.