Al bajar a la calle tuvo una sensación. Fue tan intensa que necesitó mirar a un lado y a otro para asegurarse de que era errónea. Notaba que la vigilaban. Quizá se equivocaba.
Era la tarde del jueves 22 de junio de 2006. El sol brillaba en color carne.
Briseida Canchares despertó con una pistola unida a su cabeza. El arma, vista desde tan cerca, parecía un ataúd de hierro pegado a su sien. El dedo posado en el gatillo tenía la uña pintada de verde viridian. Siguió la dirección del antebrazo desnudo y descubrió a la rubia. Era la gata de ojos esmeralda y el diminuto vestido color camuflaje que le había pedido fuego a Roger en casa de los Roquentin. Sucedió mientras contemplaban el cuadro Órbita invisible de Elmer Fludd, y un vigilante tuvo que acercarse y advertir: «No se puede fumar, señorita. El humo irrita los ojos de los cuadros y los hace toser». Ella había sonreído perversamente a Roger mientras le devolvía el encendedor. Luego se había perdido entre la multitud y Briseida no había vuelto a verla.
Hasta ahora.
La rubia vestía lo mismo y sonreía de la misma manera. Sólo variaba la pistola. Se llevaba un dedo a los labios al tiempo que la encañonaba («Que no hable», tradujo Briseida) y le hacía señas («Que me levante»). Sospechó que se trataba de un sueño y por eso obedeció, porque le gustaba hacer cosas fascinantes en los sueños. Apartó las sábanas y se incorporó. El cañón apoyado en su sien retrocedía sin despegarse de ella, como si su cabeza fuera de metal y la pistola estuviera imantada. Giró lentamente y depositó las puntas de los pies con delicadeza de nave lunar en la fresca moqueta del apartamento de Roger. Estaba desnuda por completo y sintió algo de frío. Aún era de noche (no podía saber la hora exacta, el despertador estaba del lado de Roger) y la luz procedía de la lámpara de la mesilla. Recordó haberse acostado muy tarde compartiendo con Roger alientos y forcejeos (la boca de él con aquel regusto a champán añejo y habano aterciopelado y su lengua como una verde alfombra de marihuana), en los momentos previos a que la noche los arropara bajo un manto de embriaguez y…
Por cierto.
¿Dónde estaba Roger?
Lo descubrió sentado en el otro extremo de la habitación. Lo único que llevaba encima era la sortija del meñique izquierdo. Aquella sortija había tatuado varias veces las nalgas de Briseida pero él le dijo que no podía quitársela. Traía mala suerte. La había obtenido en algún remoto rincón de Brasil escamoteándosela a un chamán portador de secretos. Una diminuta esmeralda rebosaba en el engaste como una gotita de pus verde selva. Su poder era grande, aunque Roger no sabía muy bien en qué consistía. Afirmaba que sólo existían cinco o seis joyas como ésa en el mundo. Qué tipo más increíble este Roger. También un poco cabrón, desde luego, pero Briseida no había conocido a nadie que tuviera tanto dinero y que no fuera, al mismo tiempo, un poco cabrón.
En aquel momento, sin embargo, ni la magia de la sortija parecía ser capaz de ayudarlo. Una tenaza con forma de mano mordía su mandíbula hasta el punto de inflarle los carrillos. Adosada a la mano-tenaza, una mujer espectacular, al estilo de la rubia pero más impresionante, de esas que Roger acostumbraba a follarse sólo los fines de semana, hundía su garganta con una pistola militar de color plateado. El cañón provocaba que la nuez abultara. La mujer vestía chaqueta y pantalones en verde «tapete de naipes», pañuelo y boina verde oliva y guantes pistacho. Una de las piernas se introducía entre los muslos separados de Roger (quizá la rodilla le estaba aplastando los genitales, y de ahí la expresión de desesperación que mostraba él), la otra se afirmaba detrás en una postura de disparo. Pero no miraba a Roger sino a Briseida, como si contara con ella para saber qué debía hacer a continuación. Su mirada era de las que no se olvidan con facilidad. De esa clase de miradas, pensó Briseida, que se contemplan un segundo antes de no contemplar ya otra cosa.
Y aun así, hubo de admitir que el maquillaje y la mezcla de verdes (chaqueta-pantalón, guantes-boina, ojos-sombras) eran perfectos. ¡Pasarela paramilitar! ¡Terrorismo prêt-à-porter! ¿Qué impide que los comandos especiales de la policía, el ejército o quién sabe qué otra imprevista mierda armada se adapten a la moda de los tiempos?, se preguntaba.
La rubia seguía invitándola a levantarse. Consultó a Roger con la mirada, que movió la mano como queriendo decir: «Ve, ve tranquila», y se levantó de la cama sin dejar de observar a todos los presentes.
«¿Son ladrones o polis? ¿Vienen a secuestrar a Roger? Veamos. Hagamos un recuento. Estuvimos anoche en esa fiesta…»Dios, cómo le dolía la cabeza. No podía pensar. Quizá se debiera a la mezcla de alcohol, hachís y pastillas que había probado en casa de los Roquentin. Además, la escena era tan curiosa que el terror que comenzaba a patalear dentro de su pecho tenía aún el bozal puesto. Todo había sido sabiamente preparado por el Dios del Arte: una combinación de lo fascinante -rubia en vestido de camuflaje-, lo ridículo -Roger y ella en pelotas, pegajosos de sueños densos- y lo absurdo -la chica maquillada de modelo con traje militar-; un cezannesco equilibrio verde cobalto, verde soldado, verde turquesa, verde tapete, verde manzana de las paredes del dormitorio. Si tuviera que morir joven, pensaba Briseida, escogería aquel preciso instante verde: y quizás, ah, la llama de la pistola brotara como una habichuela luminosa y su torso castaño (armonizado con el color jungla del vestido de camuflaje) surtiera agua de estanque con verdina cortada a cepillo.
Lástima que la impresión estética se pierda un poco cuando la rubia la empuja hacia los hombres que aguardan en el comedor.
La agarraron de los brazos con fuerza vertiginosa y la sentaron en un sillón frente a lo que parecía ser un ordenador portátil apagado. Briseida había gritado durante el trayecto quebrando, sin duda, cierto código de silencio, porque segundos después oyó palabras en francés y ruidos procedentes del dormitorio y palabras en holandés y más ruidos en el comedor. Pero las siguientes palabras fueron en inglés y dirigidas a ella.
– No vuelva a gritar -dijo Rubia-Ojos-Fascinantes inclinándose junto a su oído-. Y no intente levantarse.
No hubiera podido hacerlo, aun de haberlo deseado: dos pares de guantes de hierro la hundían en el asiento.
– Aquí tiene un vaso de agua. Puede beber, si quiere. Voy a pulsar una tecla de este ordenador y en la pantalla aparecerá una persona que le hará unas cuantas preguntas. Hable en voz alta y clara. No deje sin contestar ninguna pregunta y no demore en hacerlo. Si no sabe la respuesta o desea reflexionar, dígalo. Sabemos que domina el inglés, pero si no comprendiera algo, dígalo también.
La rubia pulsó una tecla y apareció el rostro de un hombre mayor, calvo, con canas junto a las orejas. En un recuadro del ángulo superior izquierdo los bytes convocaron a una muchacha de piel atezada, cabellera color carbón, pómulos elevados y labios carnosos aferrada por cuatro manos enguantadas a los hombros y los brazos, con los pechos desnudos. Se dio cuenta de que era ella. La estaban filmando y transmitiendo las imágenes en tiempo real a quién sabe qué jodido rincón del planeta. Un temporizador destacaba en el ángulo opuesto desgranando los segundos. «Síndrome alucinatorio como consecuencia de consumo desordenado de tóxicos»: así definía Stan Coleman, su inolvidable, adinerado (y cabrón) profesor de Arte Contemporáneo de Columbia todas las cosas extrañas que acontecían después de una orgie de drogas blandas. Tenía que tratarse de eso. Aquello no podía estar sucediéndole.