Выбрать главу

– ¿Y se hicieron amigos? -preguntó el hombre.

– Sí, empezamos a vernos con más frecuencia.

Salían a dar grandes paseos, pero, casi de forma inevitable, recalaban en Central Park. A él le encantaban los árboles, el campo, la naturaleza. Era experto en fotografía de paisajes y tenía todo un equipo: réflex de 35 mm, dos trípodes, filtros, teleobjetivos. Conocía profundamente la luz, el aire y los reflejos del agua, pero la vida no le interesaba mucho a partir de los insectos hacia arriba. Óscar era verde como un tallo, quizá también un poco inmaduro.

– A mí me hizo fotos en todas partes: junto a los estanques, los lagos, dando de comer a los patos…

– ¿Le hablaba alguna vez de su trabajo?

– Poco. Que había sido vigilante en una galería de la cadena Brooke antes de ser contratado en el año 2000 por la Fundación Van Tysch de Nueva York, con sede en la Quinta Avenida. Que su jefe era una chica llamada Ripstein. Que ganaba un pastón pero que vivía solo. Y que odiaba esa manía estética de su empresa, como él la definía: por ejemplo, que le hubieran obligado durante un tiempo a llevar peluquín.

– ¿Qué le dijo respecto a eso?

– Que si él era calvo, o si se estaba quedando calvo, a nadie le importaba. Que por qué diablos tenían que ordenarle que usara peluquín. «Los jefazos están todos calvos, salvo Stein, y a nadie le importa -me dijo-. Pero los demás tenemos que parecer bonitos.» Y añadió que la Fundación Van Tysch era como una comida en un restaurante de diseño: mucha imagen, mucho sabor, mucho dinero, pero al salir aún te caben en el estómago un par de perritos calientes y una bolsa de papas fritas.

– ¿Eso le dijo?

– Sí.

¿El hombre había sonreído o era sólo un error de imagen?

– Decía también que no podía ver a las personas que custodiaba como obras de arte… Para él eran seres humanos, y algunos le daban mucha pena… Me habló de una tal… No recuerdo el nombre… Una modelo que se pasaba horas enteras encogida dentro de una caja en un original de Buncher, una de las «Claustrofilias». Me contó que la había custodiado varias veces, y que era una chica inteligente y agradable que en sus ratos libres escribía poemas al estilo de Safo de Lesbos…

«Pero ¿a quién coño le importa esa faceta suya? -se quejaba Óscar-. Para la gente, ella sólo es una figura que se exhibe desnuda dentro de una caja durante ocho horas diarias.» «Pero el cuadro es hermoso -replicaba ella-. ¿Acaso no son hermosas las "Claustrofilias", Óscar? Y el Busto… Una niña de doce años encerrada en un cubículo oscuro… Lo piensas y dices: "Qué barbaridad, pobre niña". Pero luego te acercas y ves ese rostro pintado de gris, esa expresión… ¡Por Dios, Óscar, es arte! A mí también me da pena encerrar a una niña en una caja, pero… ¿Qué podemos hacer si la figura que resulta es tan… tan hermosa?»

– Teníamos discusiones de ese tipo. Yo terminaba preguntándole: «¿Y por qué sigues vigilando cuadros, Óscar?». Él respondía: «Porque me pagan como en ninguna otra parte». Pero lo que de verdad le gustaba era saber cosas sobre mí. Le hablé de mi familia en Bogotá, de mis estudios… Se entusiasmó con la idea de poder volver a vernos este año en Amsterdam, porque él tenía trabajo que hacer en Europa…

– ¿Le dijo qué clase de trabajo?

– Custodiar cuadros durante la gira de la colección «Flores» de Bruno van Tysch.

– ¿Le habló sobre eso?

– No mucho… Se lo tomaba como un encargo más… Me dijo que iba a estar un año en Europa y que los primeros meses los pasaría entre Amsterdam y Berlín… Me pedía que le hablara de mi investigación… Le encantaba saber que Rembrandt coleccionaba cosas como cocodrilos disecados, familias de conchas, collares tribales y flechas… A mí me interesaba, por otra parte, conseguir un permiso para visitar el castillo de Edenburg, y pensé que él podría ayudarme.

– ¿Por qué quería usted visitar Edenburg?

– Para ver si era verdad lo que dicen sobre Van Tysch: que colecciona espacios vacíos. Los que han estado en Edenburg aseguran que en el castillo no hay muebles ni adornos, sólo habitaciones desnudas. No sé si será cierto, pero pensé que podía constituir un buen… un buen colofón para mi trabajo…

– En Amsterdam siguió viendo a Óscar, ¿verdad? -inquirió el hombre.

– Una sola vez. El resto fueron llamadas telefónicas. Él no paraba de ir con la colección de Berlín a Hamburgo, de Hamburgo a Colonia… No tenía mucho tiempo libre. -Briseida se frotaba los brazos. Sentía frío, pero trataba de concentrarse en las preguntas.

– ¿Qué le contaba por teléfono?

– Me preguntaba qué tal me encontraba. Quería verme. Pero creo que lo nuestro, si es que hubo algo, había terminado.

– ¿Y la vez que lo vio?

– Fue en mayo. Óscar estaba en Viena. Había conseguido una semana libre y me llamó. Yo vivía en Leiden y quedamos en vernos en Amsterdam. Él se hospedó en un hotelito cerca de la plaza del Dam.

– Un viaje muy apresurado, ¿no?

– Se sentía aburrido en Europa. Sus amigos estaban en Estados Unidos.

– ¿Qué hicieron en Amsterdam?

– Pasear por los canales, comer en un indonesio… -De repente Briseida decidió perder la paciencia-. ¡Qué más quiere que le cuente! ¡Estoy cansada y muy nerviosa! ¡Por favor…!

La ventana de Poli Malo se convirtió en la mujer de gafas negras. Briseida casi saltó del asiento.

– Supongo que también follaban, ¿no? Quiero decir, además de todas esas interesantes conversaciones sobre arte y fotografía de paisajes…

No hubo respuesta.

– ¿Sabe a lo que me refiero? -dijo la mujer-. Al sacapún, sacapún que suelen practicar machos y hembras, a veces los machos por un lado y las hembras por otro, a veces en común.

Briseida decidió que aquella desconocida era la persona más desagradable que había visto en su vida. Aun a la exacta distancia de una pantalla de ordenador, con el rostro plegado, bidimensional y luminoso, la cabeza reducida por los jíbaros del software, aquella mujer la crispaba más allá de lo soportable.

– ¿Follaban, sí o no?

– Sí.

– ¿Era una inversión o una cuenta corriente?

– No sé lo que dice.

– Le pregunto si usted obtenía algo a cambio, por ejemplo un abono de visitas a Edenburg, o si lo hacía por hacer algo con la mitad inferior de Óscar.

– Váyase a la mierda. -Las palabras brotaron de Briseida sin esfuerzo ni temor, como amantes desesperados-. Váyase a la mierda. Quémeme los ojos, si quiere, pero váyase a la mierda.

Esperaba venganza, pero, para su sorpresa, no sucedió nada.

– ¿Había amor? ¿Entre Óscar y usted?

Desvió la vista hacia las paredes verdes del apartamento de Roger.

– No pienso contestar a esa pregunta.

Esta vez sí sucedió, y de forma tan centelleante que sus ojos transitaron del verde de la pared al del pincel en un solo cambio de plano. Se encontró, de improviso, completamente inmovilizada y accesible, como una parturienta primeriza. Gruesos guantes de jardinero ceñían su rostro. La presión contra su mandíbula apenas le dejó vociferar que contestaría, por supuesto, que iba a contestar cualquier cosa que le preguntaran, por favor, por favor… (Por suerte, en inglés es más fáciclass="underline" please puede soltarse con un ligero salivazo.) Escuchó un clic, una diminuta sílaba de abeja, y de nuevo comprobó que su ojo estaba intacto.