– ¡No! ¡No había amor! ¡No lo sé! ¡No sé si él me quería…! ¡Yo lo consideraba un amigo…! -Sentía las plantas de los pies húmedas y pegajosas. Comprendió que había pisado su propio vómito, pero qué importaba eso ya, ahora que estaba llorando y que la mujer de la pantalla (impasible busto cuarteado por su llanto) la veía llorar-. ¡Por favor, déjenme…! ¡Les he dicho todo lo que sé…!
– Vamos, vamos, reconózcalo -dijo la mujer-. Hubo cierto interés, ¿verdad? ¿Qué atracción experimentaría usted, si no, por un calvo a quien obligaban a llevar peluquín en el trabajo y que le hablaba de paisajes y de Safo de Lesbos? No tiene usted problemas con los hombres, me parece: movió un poco el culo en Amsterdam y Roger Levin la vio y la invitó a hospedarse en su casa. ¿Fue así?
Era una manera cruel de resumir lo sucedido. Una semana antes, en Amsterdam, Briseida había visitado la exposición «Plaisirs» de Maurice Marchal, un pintor que le interesaba porque coleccionaba objetos fetichistas y sólo pintaba hombres en erección. Roger Levin también se encontraba en la galería esa tarde, por pura casualidad, según le explicó después. Había viajado a Amsterdam con el fin de entrevistarse con las altas jerarquías de la Fundación y obtener datos sobre la esperadísima inauguración de «Rembrandt» prevista para el 15 de julio. De paso, pretendía comprar un Marchal para una amiga. Si había que creerle, lo primero que le atrajo de Briseida fue el abanico moreno de su pelo rozando las empinadas nalgas. Briseida se había agachado para observar uno de los cuadros, un joven musculoso en cuclillas con el pene erecto en vertical exacta pintado de verde Veronés. Roger había aprovechado la simetría para acercarse y comentarle en inglés que la postura de ella era la misma que la del cuadro. No fue una frase muy inteligente, pero superaba la media de primeras frases que le habían dirigido en tales ocasiones. Levin tenía una cara simpática e infantil y vestía traje con chaleco. Su pelo formaba un criadero de caracoles con brillantina. La verdad, estaba irresistible, incluso en medio del paisaje que los rodeaba, con más de una decena de hombres desnudos y coloreados enarbolando el miembro. Pero su principal atractivo era su padre, y Roger se apresuró a mencionarlo. Briseida sabía que Gastón Levin era uno de los marchantes más importantes de Francia. Con la misma naturalidad con que parecía improvisarlo todo, a Roger se le había ocurrido que Briseida lo acompañara de vuelta a París y se hospedara unos días en su casa metalizada de la rive gauche. ¿Por qué no?, pensó ella. Era una oportunidad única para conocer de cerca los negocios de una gran familia de intermediarios de cuadros.
Por suerte, Poli Malo había desaparecido de nuevo.
– Después de Amsterdam, ¿ya no ha vuelto a ver a Díaz? -prosiguió el hombre.
– No. Me llamó hace dos semanas por última vez… El domingo 18, creo…
– ¿Le dijo algo nuevo?
– Quería preguntarme cómo se obtenía un permiso de residencia en un país de la Comunidad Europea. Sabía que yo había conseguido uno gracias a la beca de la universidad.
– ¿Por qué le interesaba saber eso?
– Me dijo que había conocido a alguien recientemente, un indocumentado, y quería echarle una mano.
Briseida se percató de que había dicho algo importante para ellos. La tensión del hombre en la pantalla fue casi tangible.
– ¿Le habló de esa persona?
– No. Creo que era una mujer, pero no estoy segura…
– ¿Por qué lo cree?
– Óscar siempre es así -sonrió Briseida-. Le encanta ayudar a las damas.
– ¿Qué le dijo exactamente?
«Es inmigrante, pero carece de papeles -le había dicho Óscar-. Como tú has estado viviendo en Europa varios meses, he pensado que sabrías cómo conseguir algún tipo de visado.» No quiso darle más detalles, pero Briseida estaba casi segura de que hablaba de una mujer. Y eso había sido todo.
– ¿Quedaron en llamarse de nuevo cuando se despidieron?
– Me dijo que me llamaría, pero no cuándo. Al marcharme de Amsterdam, dejé el teléfono de Roger a mis amistades para que Óscar pudiera localizarme, pero no me ha llamado todavía.
– ¿Hizo alguna averiguación sobre lo que él le pedía?
– Pregunté en mi embajada algunos datos, poca cosa… ¿Puedo sonarme la nariz, por favor?
– Bueno, no vamos a conseguir nada más. Dile a Thea que lo limpien todo, les den chocolate a los loros y se larguen -murmuró la señorita Wood, y apagó su ordenador portátil con un gesto de rabia.
Lo del chocolate a los loros no iba a ser cosa fácil y Bosch lo sabía. Roger Levin era un cretino, pero a esas alturas estaría muy enfadado por haber sido sacado de la cama a la fuerza mientras gozaba junto a su última conquista, y habría telefoneado ya (o estaría a punto de hacerlo) a su magnífico papá. Era cierto que, mientras su hijo jugaba al ajedrez en los subterráneos de la mansión Roquentin (y empleaba toda su astucia en comerse al alfil de las blancas, Solange Tandrot, dieciocho años, rubia rizada, afilada y anoréxica -pero no lo logró, y tuvo, en cambio, que comerse obligadamente a Robert Leyoler, un robusto peón de diecinueve-), Gastón había sido avisado la noche anterior de lo que iba a suceder mediante una llamada telefónica. Bosch le había explicado que la única que les interesaba era la colombiana y que no iban a molestar a su hijo (falso, naturalmente: iban a interrogarlos por separado). Levin padre había dado su consentimiento, pero aun así había que ser precavidos. La influencia de Levin no podía echarse en saco roto. Era un marchante de poca monta, pero muy astuto, que vivía rodeado de lujo en un edificio decorado al estilo años veinte en el quai Voltaire. Se comentaba que su mujer colgaba la ropa en los brazos extendidos de un Max Kalima original, la Judith, cuya modelo, Annie Engels, se arqueaba junto a la chimenea del salón. Sea como fuere, con la familia Levin no se podía bromear. Por fortuna, Bosch conocía el punto débil del marchante. Levin estaba enamorado de ciertos originales de la primera época del Maestro. Pretendía adquirirlos a un «precio especial» para revenderlos luego en Estados Unidos. La negociación con Stein se encontraba en punto muerto: Levin sabía que, si se portaba mal, Stein bloquearía la venta. Con la Fundación Van Tysch tampoco se podía bromear.
– ¿Quiénes eran, Roger? No pertenecían a la policía, ¿verdad? ¿Los conocías?
Roger se observaba en el espejo una contusión en el omoplato derecho, quizá debida a un golpe propinado por la mujer soldado. Sea como fuere, le dolía. Disimularía el hematoma con crema corporal. Se sentía humillado por lo sucedido, y aún le temblaban las piernas, pero se consolaba pensando que no había sido, como temió al principio, una invasión de polis de verdad (tenía una habitación hermética en el piso de abajo llena de adornos ilegales cuya existencia incluso su padre ignoraba), y que no habían estropeado ninguno de sus hermosos óleos de la planta superior.
– Eran… eran gente de mi cuerda -contestó. Su padre le había prohibido que comentara el incidente con la chica.
– ¿De tu cuerda?
– ¡Sí, como la gente que viste ayer en la mansión de Roquentin! ¡Gilipollas a los que pagan por llevar armas y custodiar cuadros…! ¡Qué importa quiénes eran…!
– Buscaban a un amigo mío que trabaja en la Fundación Van Tysch… ¿Por qué…?
– ¡Y yo qué sé!
– Iremos a la policía.
– Mejor será dejar correr el asunto -dijo Roger-. Cuestiones de negocios, ya sabes…
Briseida siguió secándose con la toalla sin decir nada. Acababa de ducharse y de comprobar que se encontraba ilesa tras aquella increíble sesión de pintura. Es decir, de tortura. Pero pensó que, en cuanto se vistiera, empacaría sus cosas y se marcharía de casa de Roger Levin. Había sido un error aceptar su invitación. Estaba casi segura de que gran parte de la responsabilidad de lo sucedido era de Roger y del mundo de facinerosos que lo rodeaba.