¿Y Óscar? Deseaba sinceramente que no le hubiese ocurrido nada malo, pero un presentimiento del cual no podía librarse le decía que no iba a volver a verlo jamás.
– Cada vez estoy más segura de que Díaz no ha tenido nada que ver en esto -dijo la señorita Wood.
– Entonces, ¿por qué ha desaparecido? -preguntó Bosch.
– Es lo que no comprendo.
El cigarrillo ecológico, aplastado en el cenicero, era una arruga color verde.
– Pero ¿qué es esto? -preguntó Jorge.
– Soy yo -dijo Clara.
No podía creerlo. La criatura que lo miraba desde aquella amarillez era un ser de otro mundo, un demonio de cuento chino, un duende de piel azufrada. Clara, sí, pero menos. Clara y Yema. O Clara corregida: porque él recordaba que el alabeo de sus clavículas nunca había sido tan suave ni la sombra bajo sus pómulos tan imprecisa. Y el contorno de sus músculos. Y su silueta. Era ella, pero distinta. Y quienes la habían dibujado así no disponían de color carne, sólo de lápices amarillos muy tenues en tono limón. Acostumbrado a atisbarla en el incesante carnaval de los óleos, una parte de su cerebro no se sorprendió. Sin embargo, aquello era algo más que pintura.
– Si quieres, me quito la ropa -dijo ella (hasta la voz resultaba diferente: ¿cierto eco de cristal?)-. Pero te advierto que el resto es más de lo mismo.
Jorge se acercó cautelosamente. En el rostro de la criatura, la brecha de los labios se curvó hacia arriba.
– No muerdo, ¿sabes? Ni soy contagiosa.
Estaba de pie, en postura de alumna buena, con las manos en la espalda. Su vestuario -top hasta la mitad del vientre con tirantes en equis y minifalda subrayada de arrugas- parecía juvenil y normal. «Pero es material acolchado -le explicó ella-, propio para el traslado de lienzos.» Los zapatos eran sandalias planas y cerradas como patucos.
– ¿Qué te han hecho?
– Me han imprimado.
– ¿Imprimado?
– Ajá.
Jorge conocía aquel término de igual forma que ella sabía lo que era una endoscopia o un TAC. El argot de tu pareja es lo primero que se te pega, a veces lo único. Sin embargo, existía una ligera diferencia: él torcía el gesto cuando la oía decir cosas como «hiperdramático», «imprimar» o «quietud». Pensaba que era un poco injusto por su parte, pero, ay, desgraciadamente inevitable. La profesión de Clara le desbordaba. Es verdad que la de Beatriz, su ex mujer, no le entusiasmaba en modo alguno (la copulación de las bacterias, Dios mío), y la de su hermana Arabia (decoración) y, no digamos, la de su hermano Pedro (crítico de arte) le parecían excéntricas, pero la biología, la decoración o la crítica de arte son profesiones que uno puede comprender. Trabajar como cuadro, sin embargo, superaba todas sus capacidades reflexivas.
– Perdona, pero creo recordar que te han «imprimado» en otras ocasiones, o al menos eso me has dicho, y no…
– Nunca de esta forma, Jorge, nunca de esta forma. Estás viendo un trabajo de especialistas. Ha sido en F &W, la mejor casa. Si te contara todo lo que me han hecho…
– Hasta tus ojos…
– Sí, el iris, la conjuntiva y la retina. Y el resto del cuerpo, incluyendo los orificios y oqueda… ahhmmmmm… des -concluyó y sacó la lengua.
Un estambre tembloroso asomando entre el labelo de los labios. Jorge había visto orquídeas con aparatos reproductores del mismo tono que aquella cosa. Pero no sólo la lengua: todo el paladar. «¿Desteñirá?», se preguntó su machismo relampagueante. A ella le encantaba provocarle aquel asombro.
– No te preocupes, la imprimación nunca es permanente. Debajo sigo teniendo el aspecto de siempre. Pero aún no has visto lo mejor.
¿Qué otra cosa había que ver? Parpadeó, se acercó más.
– No se trata de mi piel, sino de lo que llevo colgando -lo ayudó Clara.
Entonces lo descubrió. Una cartulina entre sus pechos atada a su cuello con un hilo negro. Y otra similar en la muñeca derecha y otra más en el tobillo derecho. Color amarillo anaranjado, amarillo fuerte, amarillo emperador de la China. Ella le había dicho alguna vez que ese color, justo ese color, era el de las etiquetas de…
– Ajá. -Clara sonrió triunfal al ver que él, por fin, comprendía-. ¡Me ha contratado la Fundación Van Tysch!
Una maleta -razonaba Jorge- también lleva etiquetas con el color de la compañía aérea en la que vuela, pero al fin y al cabo es una maleta y a nadie le sorprende eso. Sin embargo, a saber lo que pensaría quien contemplara a aquella chica de top y falda blanco perla, cabello y piel como el plástico de una muñeca, sin pestañas ni cejas, casi sin rasgos faciales, pero atractiva pese a todo, sí, incluso, por alguna razón morbosa e inexplicable, especialmente atractiva, con tres etiquetas amarillas colgando del cuerpo. ¿Un maniquí japonés de última generación? ¿Una entertainer para los vuelos intercontinentales? A juicio de Jorge, cualquier cosa. Campanilla sin alas de libélula; una criatura feérica recién salida de los pinceles de uno de esos ingleses románticos que tanto detestaba Pedro y vestida con un conjunto veraniego.
– Pero no te preocupes -lo tranquilizó ella-, que nadie me verá. Me han traído a Barajas en una furgoneta blindada, pero no hemos entrado por la zona de pasajeros sino por la de carga y descarga de mercancía frágil, como suelen hacer con los lienzos imprimados que trasladan de un país a otro. -Sus ojos chispeaban en amarillo-. Esta habitación es para uso exclusivo del material artístico que transporta KLM. Tengo que esperar aquí hasta que me avisen para subir al avión que me llevará a Holanda.
La habitación gozaba de escasas comodidades: tan sólo un banco amarillo (donde ella había reposado antes de que Jorge llegara) y una repisa al estilo de una barra de bar angosta a lo largo de una de las paredes. Prefirieron acomodar el trasero en la repisa.
– ¿Te va a pintar…? -murmuró Jorge como en sueños, sin atreverse a pronunciar el nombre dorado-. ¿Te va a pintar Van…?
Clara, que se ajustaba el escote del top, tendió una mano con rapidez y le colocó un amarillento dedo en los labios, en medio del bigote gris. Jorge olió a productos químicos.
– No lo digas. Seguro que me trae mala suerte si lo dices. Aún no lo sé con seguridad. Además, recuerda que en la Fundación hay varios artistas. Podría ser Rayback, Stein, Mavalaki…
– Pero… la colección «Rembrandt»…
– ¡Sí, sí, ya! ¡Esa colección es suya y aún hay tiempo de que yo sea uno de sus cuadros! ¡Pero, por favor, no lo digas! ¡Soy tan feliz con lo que tengo que no quiero pensar en nada más…!
Se miraron. Clara resplandecía bajo los tubos fluorescentes. Jorge se sentía un tanto oscuro. No compartía nada con aquella figurita alienígena, aquella porcelana a medio terminar (por Dios, le producía dentera ocular verla así, aquel amarillo era para sus ojos como una uña patinando sobre el encerado; hubiera estado dispuesto a añadirle esa capa de rosa carne que le faltaba). Comprendía su excitación, pero no podía dar un paso más. ¿Quién se lo reprocharía? Era radiólogo, tenía cuarenta y cinco años y el pelo encanecido y brillante como el algodón que imita la nieve en los abetos de Navidad, pero este rasgo constituía una de las dos únicas excepciones luminosas de su existencia. Su bigote era gris, por ejemplo. Y cinco años de matrimonio fracasado con una bióloga, Beatriz Marco, le habían convencido de que su vida no resplandecía más que su bigote. Clara era la otra excepción luminosa. La había conocido el año anterior, en primavera, un día en que el sol parecía empeñado en pintarlo todo de amarillo. Su hermano Pedro lo había invitado a un cóctel en casa de una coleccionista, una belga afincada en Madrid llamada Edith que deseaba mostrar al mundo su flamante adquisición: La reina blanca, la última obra de Victoria Lledó. Por aquella época, los trámites de divorcio traían a Jorge de cabeza. No le faltaba trabajo (su consulta de radiología se hallaba satisfactoriamente asediada), pero se encontraba más solo que el rey de ajedrez del bando perdedor. No imaginaba que conocer a La reina blanca cambiaría su vida. Un infalible sexto sentido («lo heredaste de tu padre», decía su madre) le hizo aceptar aquella invitación decisiva que su hermano había improvisado con el mero propósito de distraerlo.