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– Te recuerdo que el cuadro que da nombre a la colección «Monstruos» de Van Tysch son dos personas gordísimas. Y vale mucho más de veinte millones, Jorge.

– ¿Y los adornos? Convertir a alguien en Cenicero o en Silla, ¿qué te parece? ¿También es arte…? ¿Y el art-shock…? ¿Y los cuadros «manchados»…?

– Todo eso es completamente ilegal y no tiene nada que ver con el hiperdramatismo ortodoxo.

– Dejemos el tema. Ya sé que es pecado tomar el nombre de Dios en vano.

– ¿Quieres otro rollo o te basta con el que estás soltando? -Señaló ella su plato con los rollitos de crepes intactos (otra consecuencia de su trabajo: controlaba las calorías con precisión, vigilaba su peso con aparatos electrónicos portátiles -la nueva moda-, cenaba zumos hipervitaminados, nunca parecía tener hambre).

Aquella noche hicieron el amor en el piso de él. Resultó como siempre: un ejercicio de placentera delicadeza. Ella era un lienzo y él tenía que ser cuidadoso. A veces él le preguntaba por qué no era tan «cuidadosa» consigo misma en uno de esos encuentros interactivos brutales llamados art-shocks en los que participaba en ocasiones. «Eso es distinto porque es arte -replicaba ella-. Y en arte todo está permitido, incluso estropear el lienzo.» «Ah», decía él. Y seguía admirándola.

Estaba loco por ella. Estaba harto de ella. No quería abandonarla jamás. Quería dejarla para siempre.

– No podrás -le advirtió un día su hermano Pedro-. Cuando nos encaprichamos con un cuadro siempre nos pasa lo mismo: no sabemos por qué nos gusta, pero no podemos deshacernos de él.

Clara ignoraba lo que sentía por Jorge. No era amor, por supuesto, ya que no creía haber sentido en toda su vida verdadero amor por nada ni por nadie, salvo por el arte (gente como Gabi o Vicky eran facetas de ese diamante). Y suponía que tampoco Jorge estaba enamorado. Comprendía que para él fuera muy satisfactorio cepillarse a un lienzo: eso pertenecía, digamos, al mismo estatus que comprarse un Lancia o un Patek Philippe, vivir en aquel piso de Conde de Peñalver o dirigir una próspera empresa de diagnóstico radiológico. «Acostarte con un óleo es algo casi lujoso, ¿no, Jorge? Algo propio de tu clase social.»Naturalmente que él le gustaba: aquel pelo blanco y aquel bigote erguidos en su fenomenal estatura, los ojos grises y la mandíbula fuerte. La excitaba pensar que él era un hombre mayor a quien ella pervertía. Lo adoraba cuando lo hacía enrojecer. Pero disfrutaba también imaginando lo contrario: que era él quien la pervertía a ella. El maestro del pelo blanco. El mentor bronceado de rayos UVA. Por si fuera poco, Jorge no pertenecía al mundo del arte, un detalle que le resultaba delicioso por su rareza.

En el otro platillo de la balanza colocaba su absoluta vulgaridad. El doctor Atienza mantenía la ridícula opinión de que el arte hiperdramático era una forma de esclavitud sexual legalizada, la prostitución del siglo XXI. Le parecía inconcebible que alguien pudiera comprar a un menor de edad desnudo con el cuerpo pintado para exhibirlo en su casa. Pensaba que Bruno van Tysch era un vividor cuyo único mérito había consistido en heredar una fortuna prodigiosa. Ella escuchaba sus exabruptos con amargura, porque si había algo en este mundo que la enervaba por encima de todo era la mediocridad. Clara añoraba a los genios como un pájaro la infinitud del aire. Sin embargo, era capaz de comprender la razón de tanta vulgaridad. La profesión de él no consistía, como la de ella, en entregar cuerpo y espíritu. Jorge nunca había sentido aquel escalofrío completo, la fragilidad y el fuego de un modelo en las manos de un pintor experto; desconocía el nirvana de la Quietud, los latidos del tiempo en la parálisis de un salón, las miradas del público como acupuntura fría sobre la carne.

Ambos ignoraban adonde les conduciría aquella relación de camas y veladas. Probablemente a la ruptura. Jorge quería tener hijos. En ocasiones se lo decía. Ella lo miraba con dulce compasión, como un mártir miraría a quien le preguntara: ¿le duele? La única vida que le apetecía reproducir, respondía, era la de ella. «Cada vez que soy cuadro es como si me diera a luz a mí misma, ¿no comprendes?» Por supuesto que no la comprendía.

Quizá lo que más le agradaba de él era la utilidad de su carácter tranquilo y consejero. Incluso dormido, Jorge resultaba terapéutico: respiraba en su momento, las pesadillas no lo tensaban, no le daba miedo la oscuridad de un cuarto (a ella sí), te aleccionaba sobre la forma perfecta de descansar. Sus palabras eran cremas recetadas por un médico amable y su sonrisa un sedante exacto e instantáneo. Tan lejano de todo lo que ella hacía, y tan apropiado.

En aquel instante necesitaba mucha dosis de Jorge.

– ¿Estás segura de que no te engañan? -preguntó él, intentando mostrarse escéptico.

– Por supuesto que estoy segura. Esto va a ser lo más importante de mi vida. No sólo voy a ganar más dinero del que nunca he soñado, sino que voy a convertirme… estoy segura de que voy a convertirme en… en una… en una gran obra de arte. -Jorge se dio cuenta de que había vacilado: como si supiese que todo lo que podía decir quedaría muy por debajo de la realidad-. Hoy me aseguraron que dentro de veinticuatro mil años seguirá hablándose de mí -agregó en un murmullo-. ¿Puedes creerlo? Me lo dijo la mujer de la Fundación. Veinticuatro mil años. No puedo dejar de pensar en eso. ¿Te imaginas?

Acababa de hacerle un apresurado resumen de lo sucedido. Le habló de la visita de los dos hombres a GS y de su entrevista con Friedman el jueves. El trabajo de imprimación se lo habían repartido cinco expertos: el propio Friedman se ocupó del examen de su cabello y su piel; el señor Zumi, de los músculos y articulaciones; el señor Gargallo puso a punto su fisiología; los hermanos Monfort afinaron su concentración y sus hábitos. El primero la recibió en el sótano del edificio de Desiderio Gaos después de que la hubieron desnudado, destruido su ropa y hecho fotos para la compañía de seguros. La palpó minuciosamente. Su pelo -dijo- debía recortarse. Y era preciso recubrirlo con un gel capaz de admitir la pintura. La suavidad de su piel no le pareció la adecuada. Prescribió cremas. Anotó los rebordes, los frunces. Observó el hueso de su laringe al tragar, de qué forma se hacía patente el teclado de sus costillas, la reacción de los pezones a la presión y al frío, la personalidad de sus músculos. Luego exploró todos y cada uno de sus orificios y oquedades correspondientes con dedos y luces. «Evítame los detalles», rogó Jorge.

El señor Zumi, un japonés misterioso y lacónico, la atendió en la primera planta cuando Friedman terminó con ella. Allí había un gimnasio, de cuyos aparatos Clara colgó durante varias horas. Zumi sorprendió cierta laxitud en sus cervicales y tendencia a acumular ácido láctico en las piernas. Envuelta en sudor, ella lo veía sonreír en silencio ante cada siniestra tortura: equilibrio sobre un solo pie, colgada del techo por los tobillos, de puntillas en una plataforma, doblando la espalda, levantando los brazos con pesas atadas a sus bíceps. Dos horas después, el agotado material pasó a manos del señor Gargallo, en la tercera planta. Gargallo era especialista en reacciones fisiológicas de lienzos, y coleccionaba un sinfín de experimentos filmados, una videoteca en DVD absolutamente repugnante. Estaba convencido de su propia inutilidad.

– La única víscera que importa es la única en la que no soy experto -le dijo a Clara, y se señaló la cabeza-. Por suerte, soy experto en la segunda más importante. -Se señaló la entrepierna.

Era un tipo afable, adiposo y amarillento, con barbita de chivo y gafas redondas y sucias. Comenzó advirtiendo que todo su trabajo era «una guarrada imprescindible». «Ya nos gustaría, ya, ser puros objetos de arte como un lienzo de tela o un trozo de alabastro -filosofaba Gargallo-. Pero somos vida. Y la vida no es arte: la vida es asquerosa. Mi tarea consiste en impedir que la vida se comporte como vida.» Sus ejercicios fueron otra pesadilla: el material -ella, inmóvil y desnuda- tuvo que soportar cuerpos extraños en los párpados espolvoreados con una pipeta; cosquilleo de plumas por remotos pliegues; drogas que removían al unísono vientre y vejiga o modificaban el ánimo, aumentaban o disminuían la excitación sexual o provocaban dolor de cabeza; sustancias que desplomaban la tensión o hacían sentir frío, calor o picores (esas ganas de rascarse, Dios mío, prohibidas para cualquier cuadro); el vértigo del hambre intensa; la rugosa maldición de la sed; el punzante asedio de los insectos y otras alimañas -«en los cuadros de exterior es frecuente que trepen por las piernas», decía Gargallo-; el cansancio extremo y el sueño, esa apisonadora de la conciencia que derrota la voluntad de cualquier cuadro permanente. Gargallo probaba nuevas molestias, ajustaba aquí y allá cuando veía que el material fallaba, indicaba pastillas en algún caso, anotaba incidentes.