Выбрать главу

– El señor Paul Benoit, director de Conservación de la Fundación Bruno van Tysch, lamenta no haber podido recibirla en persona y me encarga que le dé la bienvenida a Holanda -sonrió la mujer-. ¿Ha tenido buen viaje?

– Muy bueno, gracias.

– Yo poco español -intervino el hombre rubio enrojeciendo-. Lo siento.

– No se preocupe -dijo Clara.

– ¿Necesita algo? ¿Quiere algo? ¿Desea decir algo?

– Ahora mismo me encuentro a gusto y no necesito nada -contestó Clara-, muchas gracias.

– ¿Me permite? -La muchacha cogió la etiqueta de su cuello.

– Perdón -dijo el hombre alzándole el brazo con la mano izquierda enguantada y cogiendo con la derecha la etiqueta de su muñeca.

– Sorry -dijo un tercer individuo (a quien ella aún no había visto) deslizándose por el suelo para atrapar la etiqueta de su tobillo.

«La verdad, te reconforta que te traten como a un ser humano de vez en cuando», pensó. Todas las criaturas del universo y la mayoría de los objetos naturales y artificiales agradecen el trato cariñoso, por eso Clara no se avergonzó de pensar esto. Los rayos láser se deslizaron como arañazos (líneas rojas paralelas) por los rectilíneos códigos de barras de sus tres etiquetas. Permaneció sonriente e inmóvil durante la inspección, observando de hito en hito a la mujer: decidió que era bonita pero que estaba maquillada en un tono muy oscuro. Además, había exagerado el colorete y daba la impresión de haber sido doblemente abofeteada.

Luego la desnudaron: le sacaron la túnica de plástico acolchada por la cabeza y le desprendieron el top y la minifalda. Las lámparas del techo se reflejaron en su anatomía como anguilas de luz.

– ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Está cansada?

La muchacha practicaba su castellano Berlitz mientras le tomaba el pulso con dedos delicados como pinzas. Durante los silencios, Clara oía ecos de preguntas en otro idioma provenientes de una habitación contigua. ¿Habrían recibido más material? ¿Quién sería? Le apetecía verlo.

Cambiaron de instrumento y la examinaron con una especie de teléfonos móviles que emitían zumbidos. Dedujo que estaban analizando su integridad. Axilas, costados, nalgas, muslos, corvas, vientre, pubis, rostro, pelo, manos, pies, espalda, rabadilla. Los instrumentos no la tocaban: eran grillos de ojos rojizos que cantaban en un mismo tono flotando a dos centímetros de su piel. Ella les facilitaba la tarea levantando los brazos, abriendo la boca o separando las piernas. Durante un fugaz instante de pánico se preguntó qué sucedería si le encontraban un desperfecto. ¿La devolverían a su lugar de origen?

Otro hombre se había sumado al grupo, pero permanecía lejos, junto a la puerta del fondo, apoyado en la pared con los brazos cruzados, en actitud de estar esperando a que los demás terminaran antes de intervenir. Su pelo era rubio platino, su mandíbula firme y sus gafas reflectantes. Parecía un ario cabreado, y quizás eso era justamente lo que era. El cable de un auricular florecía en su oreja derecha. Clara advirtió la tarjeta roja de su solapa: se trataba de un agente de Seguridad. «Tengo que irlos conociendo: la tarjeta azul oscura es de Conservación, la roja de Seguridad, la de Arte es turquesa…»

– Todo listo -dijo la mujer-. Feliz estancia en Holanda en nombre de la Fundación Bruno van Tysch. Por favor, acuda a nosotros para cualquier duda, cualquier problema, cualquier cosa que necesite. Dispondrá de un teléfono para llamar a Conservación. Puede hacerlo a cualquier hora del día o de la noche. Nuestros compañeros estarán encantados de atenderle.

– Gracias.

– Ahora la dejamos en manos del personal de Seguridad. Debo advertirle que Seguridad no va a hablar con usted, así que no pierda el tiempo haciéndole preguntas. Pero a nosotros puede dirigirse siempre.

– ¿Y Arte? -preguntó ella.

El efecto que produjeron aquellas simples palabras fue sorprendente. Los ojos de la mujer se dilataron; los hombres se volvieron hacia ella e hicieron gestos; incluso el agente esbozó una sonrisa. Fue la mujer quien habló.

– ¿Arte…? Oh, Arte hace lo que quiere. Arte va a lo suyo, no sabemos nadie a qué va ni podemos saberlo.

Clara recordaba los largos silencios telefónicos durante su tensado y las cláusulas del contrato que había firmado.

– Comprendo -dijo.

– No, no -replicó la mujer inesperadamente-. Nunca comprenderá.

Le entregaron unos patucos de plástico que se calzó sin perder tiempo. Estaba íntegra y no era cosa de estropearse en el último instante. Luego volvieron a ponerle la túnica de plástico. Se fijó en que no le devolvían el top y la minifalda, pero no le importó. La túnica se adaptaba con suavidad a su cuerpo desnudo. El hombre de Seguridad se puso en marcha y Clara lo siguió caminando despacio, el plástico susurrando con sus movimientos. Salieron por la puerta del fondo. Al atravesar la habitación contigua creyó entrever, en un fugaz parpadeo, a un viejo desnudo con el cuerpo imprimado y etiquetas amarillas. Los ojos del viejo eran brillantes. A ella le hubiera gustado detenerse un instante y conocerlo, pero el hombre de Seguridad se alejaba imperturbable. Poco después salieron a una silenciosa zona de aparcamientos privados. En el vehículo en el que iba a viajar había espacio más que suficiente para ella. Se trataba de una furgoneta de color oscuro con una entrada trasera y dos delanteras. Carecía de ventanas en la parte de atrás, de modo que el lienzo se hallaba a resguardo de miradas indiscretas. En la zona posterior los asientos eran opcionales, y los habían retirado todos salvo el suyo, ampliando aún más el área. Clara podría haberse estirado recostada en el suelo sin que sus pies tocaran al conductor, pero los cuatro cinturones de seguridad que emergían de los laterales, y con los que fue atada por las manos enguantadas del agente, le impedían siquiera separarse del respaldo.

Fue un trayecto breve como un sueño. Distinguió rectángulos verdes con indicadores a través del cristal delantero: «Amsterdam», «Haarlem», «Utrecht»; flechas; líneas; señales fosforescentes. La noche estaba rayada de postes de tendido eléctrico, o quizás eran telefónicos, que reflejaban los fugaces faros del vehículo. El hombre de Seguridad conducía en silencio. Pronto se percató de que no se dirigían a Amsterdam. Las luces que había visto al salir del aeropuerto de Schiphol comenzaban a desertar, lo cual significaba, sin duda, que habían tomado un desvío. Estaban en pleno campo. Algo muy frío se agitó en su estómago. Por un instante se dejó invadir por absurdos pensamientos. ¿Acaso se dirigían a Edenburg? ¿La recibiría esa misma noche el Maestro? Pero ¿y si todo era un sueño y no la pintaba Van Tysch, como había estado imaginando desde que supo quiénes la contrataban? Se reprochó a sí misma por aquel delirio. Un buen cuadro no debía emocionarse. Tenía demasiada experiencia. Era un lienzo de veinticuatro años, por Dios, había empezado trabajando en The Circle y Brentano la había pintado en tres ocasiones. Ocho años de oficio eran demasiados para caer en la trampa de sus propios nervios, ¿no te parece? No, no digas: «Procuraré calmarme. Debes sentirte ajena a todo lo que ocurre». ¿Cómo decía Marisa Monfort? Como un insecto. Como alguien que ha olvidado su nombre. Lienzo de lino trenzado de líneas blancas. Alguien dijo alguna vez que los recuerdos eran líneas sobre la blancura: vamos a borrarlas, vamos a ser distintos, vamos a no ser.

No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a notar que la velocidad de la furgoneta aminoraba. Vio árboles macilentos a la luz de los faros. Una vereda. Advirtió de refilón carretillas, rastrillos, cubos, accesorios que le recordaron los útiles de jardinería con que su padre solía entretener los veranos en Alberca. El agente de Seguridad detuvo el vehículo frente a una valla. Luego se bajó, abrió la cancela, regresó a la furgoneta y condujo hasta el interior. Poco después había aparcado y desatado los cinturones del asiento de Clara. Cuando ella pisó con su zapato de plástico el terreno de grava, supo que aquello no era, evidentemente, Edenburg. Pero tampoco parecía ninguna otra ciudad. Los faros enfocaban una especie de huerto. A izquierda y derecha, la noche se adivinaba imperfecta, civilizada, hilada de líneas que tal vez delataban la presencia de casas o industrias, o quizás algún tipo de aeropuerto o pueblo pequeño. La temperatura era fresca y el viento tiraba de los bordes de su túnica. La luna era un alambre curvo y cortado. Percibió un olor: a bosque y pantano. Aquel perfume de tierra se convirtió en algo nítido en su boca, como si lo saboreara. Se apartó una gavilla de pelo de los ojos sin pestañas. Su sombra en la grava, a sus pies, era oscura y torneada.