Выбрать главу

Entonces oyó las voces.

Procedían del salón. Eran por lo menos dos personas y hablaban en holandés. Reían, soltaban exclamaciones. Quizás el ruido que habían hecho al entrar era lo que la había despertado.

No creyó que se tratara de personal de Conservación o Seguridad. Quizá fueran operarios que habían venido a instalar algo, o el servicio de limpieza (qué absurdo). También podía ser el primer ensayo hiperdramático, alguna escena improvisada que estaban montando para ella. O bien el propio artista, el pintor que la había contratado, que acudía con su grupo de colaboradores para probar personalmente el material. En cualquier caso, debía prepararse.

Entró en el baño, orinó (su vejiga se hallaba rebosante, pero apenas se había percatado hasta ese momento) y se limpió cuidadosamente con toallitas húmedas de papel. Luego se echó agua en la cara, se atusó el pelo (todo innecesario: su cara estaba limpia y reluciente y su pelo en perfecto estado) y por un instante empezó a divagar con vestidos, colores, adornos, formas de presentarse ante los extraños, conjuntos que podrían sentarle mejor o peor, hasta que recordó que no estaba en su casa sino en algún lugar desconocido de Holanda, y que, de todas formas, ella era un lienzo imprimado y etiquetado y debía aparecerse así, tal cual, fueran quienes fuesen los recién llegados. Respiró hondo, atravesó el dormitorio y abrió la puerta.

Dos hombres iban y venían de la entrada al salón.

Uno de ellos, el de más edad, se encorvaba bajo el peso de una bolsa de hule y no se fijó en ella al pasar. Tenía los cabellos ralos y estaba vestido con una camiseta sucia y unos vaqueros. Los brazos le quedaban largos y velludos, casi simiescos. Dentro de sus gafas de grueso cristal los ojos parecían insectos atrapados en ámbar. Pero a Clara le interesó sobre todo la tarjeta color turquesa prendida de un pliegue de su camiseta. Personal de Arte, pensó con un escalofrío. Era el primer miembro de aquel selecto círculo que conocía. Contuvo la respiración como un creyente en presencia de los grandes patriarcas de su fe. Personal de Arte de la Fundación Van Tysch, nada menos, los ayudantes del Maestro y de Jacob Stein. No era así como se los había imaginado, con aquellas facciones tan vulgares y aquel aspecto un poco andrajoso, pero a la vista de la tarjeta sintió que su corazón se aceleraba.

El otro hombre parecía muy joven. Acababa de dejar una bolsa sobre la alfombra y se dedicaba a abrir las persianas de las ventanas traseras, coloreando de madrugada el salón. Entonces dijo algo en holandés y se volvió. Al hacerlo, descubrió a Clara de pie en el umbral. Se quedó mirándola. Ella sonrió ligeramente, pero le pareció que cualquier clase de presentación estaría fuera de lugar. En ese momento el hombre mayor dejó la bolsa en el suelo, se frotó las manos y también la descubrió. Ambos la miraron.

– Bueno, bueno, bueno -dijo el joven en castellano y se acercó unos pasos.

Era alto, de piel atezada y cabello negro y rizado cortado a cepillo. Tenía un rostro que a Clara le pareció muy atractivo, con cejas espesas pero bien delineadas, patillas en vírgula, bigote y barbita de película de mosqueteros. Lucía collares africanos, pendientes, brazaletes y pulseras de cuero. Los pins sobre su chaleco eran un compendio de declaraciones en holandés. A su lado, el hombre mayor era como el sirviente jorobado del profesor diabólico. El contraste entre ambos no podía ser más intenso.

Intercambiaron algunas frases en holandés señalando a Clara. Ella permaneció quieta y tranquila, de pie junto a la puerta, sin intentar en ningún momento cubrirse el cuerpo.

Cuando finalizaron su breve diálogo, el joven introdujo una mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un objeto. Era una especie de tenaza de dientes curvos, muy afilados. Entonces se acercó a ella sonriendo. Clara dio un paso atrás instintivamente.

– Lo primerito que se hace con todo aquello que uno se dispone a estrenar -dijo el joven en un castellano musical, sudamericano, aproximando la tenaza al cuello de Clara- es quitarle las etiquetas.

Fueron cayendo, una a una, clap, clap, clap, las tres cartulinas amarillas a sus pies.

Tensó el vientre para que Gerardo pintara junto a su ombligo la octava línea vertical. Gerardo usaba guantes de caucho y un rotulador colgado del cuello para anotar en su piel el número del color. Apenas se apoyaba al escribir. En ese instante cogió el rotulador y dibujó un arabesco, una mariposa bajo la octava línea: 8. Luego se quitó los guantes y conectó el temporizador.

Llevaban toda la mañana con la misma rutina. Clara estaba tendida boca arriba sobre la superficie de la cómoda, junto a una de las ventanas, con las manos bajo la nuca y las piernas juntas colgando por fuera. Se encontraba un poco sorprendida. Siempre había creído que la técnica de los pintores de la Fundación era muy impulsiva, más aún que la de Bassan o la de Vicky, y, sin embargo, allí estaban aquellos dos tipos probando colores sobre su cuerpo con lenta paciencia. Gerardo se encargaba de pintarla: destapaba un bote, tomaba una muestra con el índice, pintaba una línea en su vientre y anotaba el número bajo la línea. Cada tres o cuatro líneas conectaba un pequeño temporizador y la dejaba sola, aguardando a que los colores -distintas tonalidades rosadas- se secaran. Luego regresaba, abría otro bote y todo se repetía.

No le habían dicho sus nombres: ella los había leído en las etiquetas color turquesa, junto a las fotos. El joven era Gerardo Williams. El mayor, Justus Uhl. Clara suponía que eran simples ayudantes del pintor principal. Gerardo hablaba muy bien el castellano, aunque con cierto acento anglosajón. Pensó que podía ser colombiano, o quizá peruano. Uhl nunca le hablaba, y su forma de mirarla y de tratarla eran considerablemente más desagradables que las de Gerardo.

En la ventana, entre su cuerpo y el sol, un insecto golpeaba el cristaclass="underline" su sombra era una línea, un guión sobre su desnudez absoluta.

Sonó el temporizador y Gerardo regresó.

– Cuando decidamos la tonalidad, haremos pruebas de cuerpo entero -le dijo mientras elegía otro bote y lo destapaba-. Emplearemos malla porosa, es más rápido. ¿Has usado alguna vez la malla porosa?

– Sí.

– Oh -sonrió él-. Se me olvidaba que trabajaba con una experta.

– No soy ninguna experta, pero llevo varios años en…

– No hables… Espera un momentito. Estírate más. Los brazos sobre la cabeza y las manos juntas, como si fueras una flecha. Así.

Sintió la frialdad del dedo deslizándose sobre su vientre. Luego el rotulador. Si cerraba los ojos, podía adivinar el número a base de sensaciones cutáneas: un giro, una línea, una pausa. El codo de él, a veces, rozaba su sexo cuando escribía.

– Eres de Madrid, ¿no? -preguntó Gerardo, atareado en abrir la tapa de otro bote de pintura. Ella asintió con la cabeza-. No he estado nunca en Madrid, fíjate. De España sólo conozco Barcelona. Tendré que ir alguna vez por Madrid.

– ¿De dónde eres tú?

– ¿Yo? Un poco de aquí y un poco de allá. He vivido en New York, París, ahora en Amsterdam…

– Es que hablas español muy bien.

Desde su postura tensa sobre la cómoda ella lo vio enarcar una ceja con aires de modestia. «Le encanta que lo elogien», pensó.

– Amiguita, yo lo hago todo muy bien.

A Clara no le sonó a broma la declaración.

– Ahí va -dijo.

– Bueno, la verdad es que mi papá es puertorriqueño… Este maldito bote no quiere abrirse. Es tímido.

Ella sonrió. «Pero ¿acaso hay algún bote que pueda resistirse a D'Artagnan?», pensaba. Lo vio fruncir el ceño, enrojecer de esfuerzo, hacer muecas. Sus bíceps se dilataron como globos.