– No grites, Emma. Son monstruosos, sí, pero no grites, por favor. Sobre todo, no grites…
Balanceándose, Arnoldus Walden desplazó su pananatomía por el largo pasillo que unía el cuarto de baño con el salón. Mientras tanto seguía sumido en sus pensamientos. Ya no oía los chapoteos de Hubertus. ¿Habría llegado ya Rubio Platino? ¿Su hermano habría empezado sin él, faltando así a su palabra? Oh, Hubertus, ser despreciable, ínfimo, vulgar, rastrero. Mamut pervertido, oso cruel. A su hermano le encantaba echarle la culpa de todo lo malo y arrogarse él solo la responsabilidad de lo bueno. Arnoldus se despertaba cada día intentando ser de otra forma. ¿Cómo? Más amable, más humano, más obediente (en serio, por favor, créeme), pero, cuando volvía la vista hacia su hermano, el odio brotaba por todos sus poros como una llama en una pelota empapada de alcohol. Contemplar aquel reflejo de sí mismo le provocaba tal aborrecimiento que a veces le entraban tentaciones de romper el espejo. Oh, sí: era Hubertus quien lo convertía a él en un ser horrendo. Hubertus lo empujaba hacia el abismo, lo forzaba a soñar con atrocidades.
Por ejemplo, lo de Helga Blanchard y su hijo. Arnoldus intentaba explicarle a Hubert una y otra vez que jamás habían hecho nada malo a esa familia. Ni siquiera habían llegado a conocer a Helga y a su tierno infante: todo había sido un falso recuerdo enterrado en sus mentes por Van Tysch, un color tenebroso añadido a sus cuerpos. «Algo parecido a un pecado original», opinaba Arnoldus. La sombra de una falta que nunca cometieron y que, por tanto, jamás podrían olvidar, porque no hay nada más indestructible que lo imaginario. Quizá ni siquiera eran culpables de los delitos que habían expiado en la cárcel. Puede que tampoco hubieran estado en la cárcel. A fin de cuentas, pintar también consiste en engañar: crees que puedes tocar ese frutero, aquel racimo de uvas o el seno redondo de esta ninfa, extiendes los dedos y tropiezas, comprendes que las esferas son sólo círculos, lo que parecía volumen se aplana, se hace inaccesible al ansia exprimidora de los dedos. Arnoldus sospechaba que ellos eran una de las mejores ilusiones del pintor holandés. «Venid a mí, lienzos monstruosos: voy a construir una ilusión óptica con vosotros.»Tan habilidoso había sido el Maestro pintándoles aquella terrible mentira en sus cerebros que su hermano Hubertus vivía engañado. Hubert sí creía que lo habían hecho. Peor aún: ¡creía que el engañado era él, Arnoldus! «Has querido vendarte los ojos con esa explicación para no recordar lo que hicimos, Amo -le decía. Y agregaba-: Pero lo que hicimos, lo hicimos de verdad. ¿Quieres que te refresque la memoria…?» Arnoldus había dejado ya de discutir sobre aquel desagradable asunto. ¿De qué serviría seguir diciéndole a Hubert que el equivocado era él, que nunca habían cometido una atrocidad semejante, que todo era producto del soberbio arte de Van Tysch?
Bajó la vista hacia la firma en su tobillo izquierdo: BvT. Un pensamiento nuevo lo inquietaba desde hacía algún tiempo. ¿Sería Van Tysch el responsable de aquel odio, aquella ferocidad que le provocaba Hubertus? ¿Había querido despertar su parte de Caín para pintarlo? Sea como fuere, el Maestro ya no les hacía mucho caso. Había perdido el interés por ellos. Se rumoreaba que pronto los pondría en venta.
Quizá lo mejor fuera olvidarse de Van Tysch y hasta de Hubertus, y disfrutar un poco mientras fuera posible.
Abrió la puerta y entró en el salón.
– Aquí estoy, Hubert. Espero que no hayas…
Se detuvo. No había nadie en la piscina. De hecho, la espaciosa sala parecía desierta.
«Ta, ta, ta, esto es una descortesía por tu parte, Hubert.» Arnoldus miró en todas direcciones. La suite era una basílica infinita: columnas; curvatura del techo; paredes de piedra; luz indirecta; largo altar de sacrificios en forma de barra de bar…
Demoró un instante en descubrir el surco de líquido a su derecha, justo a su derecha, un ligero detalle de color oscuro sobre la moqueta, un rastro de agua de piscina, la zigzagueante meada de un dios. Lo siguió, torciendo el voluminoso cuello. En el extremo final, con el vientre hacia arriba (esfera perfecta), yacía su hermano.
Y de pie junto a su hermano, una figura escueta y enmascarada: el tigre negro de sus terrores infantiles, su pesadilla ágil y voraz.
Cuando saltó sobre él, Arnoldus -niño obediente- no quiso gritar.
Un triángulo isósceles de luz. Piernas separadas.
– Descanso -dijo Gerardo-. Luego probaremos otro efecto.
Clara cerró las piernas y el triángulo desapareció. Se encontraba de espaldas a los dos hombres, frente a la ventana, con el cabello incendiado de rojo y el cuerpo perfilado de rayos de sol. Estaba pintada de rosa y ocre con matices en marfil y perla. La espina dorsal, la perfecta uve de la región lumbar y la cruz carnosa de las nalgas resaltaban en tierra natural. Gerardo y Uhl habían decidido las tonalidades aquella misma mañana después de observar detenidamente los colores ya secos de las líneas sobre su piel. Le entregaron una malla porosa y una caperuza de tinte y ella se colocó ambas en el cuarto de baño. Su carne y cabello imprimados absorbieron los colores a la perfección sin necesidad de barnices ni fijadores. Todos los tonos eran provisionales, le advirtió Gerardo, y a lo largo de los días irían modificándolos. También era provisional el color de ojos que le pintó con aerosoles corneales -verde esmeralda brillante- y el esbozo de labios en un rosa más oscuro que dibujó sobre su rostro. Por último, con las manos enguantadas, reunió su cabello, húmedo de pintura, en un moño muy pequeño. Los guantes salpicaron el suelo de falsas gotas de sangre cuando los arrojó a la papelera.
– Ya está -le dijo.
Clara salió del baño y caminó hacia el salón dejando un perfumado rastro de óleo a su paso. Lo primero que hizo fue observarse en los espejos. Entrevió la figura tras el boceto: una muchacha de Manet, alta, esbelta, desnuda, pelirroja, de músculos que destacaban uno a uno sin violencia como dibujados por un experto; bajo la luz del sol su cabello era una hemorragia luminosa. Se encontró bien hecha. Quiso imaginar que aquello no era un simple boceto, que el cuadro desconocido que estaban pintando con ella sería exactamente así.
Habían instalado una cámara de vídeo sobre un trípode y un gran foco de estudio fotográfico, pero las posiciones, al principio, se filmaron con luz natural. Tiene que hacer un día precioso, pensaba Clara contemplando la ventana que tentadoramente se abría ante ella, pero en el interior de aquellas paredes en crudo sobre aquel suelo de líneas paralelas todo se disolvía en resplandores, como si viviera dentro de un prisma. Estaba deseando disponer de tiempo libre para salir a explorar.
– La comida está en la cocina -le avisó Gerardo durante el descanso.
Ella caminó con cuidado, para no agrietar la pintura, hasta el cuarto de baño y se puso uno de los albornoces que colgaban de la puerta. Solía vestirse con algo cuando estaba pintada para no estropearse mientras comía o descansaba.