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– ¿Horrible?

– Sí. Estos árboles, este césped de plástico… No puedo soportarlo.

Clara se miró los pies: la alfombra de espesa y picuda hierba artificial se le antojaba muy suave. Se descalzó y la probó con el pie desnudo. Estaba mullida.

– ¿Me puedo sentar? -preguntó de repente.

– Por supuesto. Estás en tu bosque. Ponte cómoda.

Se sentaron juntos. La hierba era un ejército de soldados elegantes y diminutos. Nada en aquel lugar estorbaba la vista. Clara acarició el césped y cerró los ojos: era como deslizar la mano por un abrigo de pieles. Se sintió feliz. Gerardo, por el contrario, parecía cada vez más triste.

– Los pájaros no se posan aquí ni de broma, ¿sabías? Se dan cuenta en seguida de que todo es un trompe-l'oeil y se van rapiditos hacia los verdaderos árboles. Y tienen razón, qué carajo: los árboles deben ser árboles, y las personas, personas.

– En la vida real, sí. Pero el arte es distinto.

– El arte pertenece a la vida, chica, no al revés -replicó Gerardo-. ¿Sabes lo que me gustaría? Pintar algo al estilo natural-humanista de la escuela francesa. Pero no lo hago porque el hiperdramatismo se vende mejor y da más dinero. Y yo quiero ganar mucho dinero. -Estiró los brazos al tiempo que exclamaba-: ¡Mucho, muchito dinero, y mandar al carajo todos los bosques de plástico del mundo!

– A mí este lugar me parece precioso.

– ¿En serio?

– Ajá.

Él la miraba con curiosidad.

– Qué chica más increíble eres. He trabajado con muchos lienzos, amiguita, pero nadie tan tremenda como tú.

– ¿Tremenda?

– Sí, quiero decir… tan dedicada a ser un lienzo de verdad, de pies a cabeza. Dime una cosa. ¿Qué haces cuando dejas de trabajar? ¿Tienes amigos? ¿Sales con alguien?

– Salgo con alguien. Y tengo amigos y amigas.

– ¿Algún noviecito por ahí?

Clara peinaba la hierba con extrema delicadeza. Se limitó a sonreír.

– ¿Te molesta que te pregunte estas cosas? -indagó Gerardo.

– No. Me relaciono con una persona, pero no vivimos juntos y yo no lo llamaría «novio». Es un amigo que me gusta.

Sonreía pensando en Jorge como en un «novio». No se lo había planteado nunca de esa forma. Se preguntaba qué significaba Jorge para ella, qué otra cosa compartían además de los instantes nocturnos. De repente comprendió que ella lo «utilizaba» como espectador. Le gustaba que Jorge supiera todas y cada una de las cosas que le ocurrían en el extraño mundo de su profesión. Ella procuraba no callarse nada, ni siquiera lo más vulgar, o lo que a ojos de Jorge constituía lo más vulgar: todo lo que hacía con el público en los art-shocks, por ejemplo, o su trabajo para The Circle o Brentano. Jorge se quedaba trémulo y a ella le agradaba contemplar su rostro entonces. Jorge era su público, su espectador asombrado. Ella necesitaba dejarlo continuamente con la boca abierta.

– De modo que llevas una vida muy normalita cuando dejas de ser lienzo -dijo Gerardo.

– Sí, llevo una vida bastante normal. ¿Y tú?

– Me dedico a trabajar. Tengo algunos amigos acá en Holanda, pero sobre todo me dedico a trabajar. Ya no salgo con nadie. Estuve saliendo con una chica holandesa hace tiempo, pero lo dejamos.

Hubo un silencio. Clara se encontraba inquieta. Seguía confiando en la destreza de Gerardo, pero ahora estaba casi segura de que aquel descanso no era fingido. ¿Qué pretendía él al hablarle «con sinceridad»? Entre un pintor y un lienzo no podía haber sinceridad, y eso lo sabían ambos. En el caso de artistas como Bassan o Chalboux, adictos al natural-humanismo, la sinceridad era forzada, una pincelada más, una especie de «ahora vamos a ser sinceros», una técnica como otra cualquiera. Pero Gerardo, sencillamente, parecía querer hablar con ella como quien habla con alguien a quien se conoce en el tren o en el autobús. Era absurdo.

– Oye, perdona, ¿no se nos está haciendo un poco tarde? -dijo ella-. A lo mejor deberíamos volver, ¿no?

Gerardo la miraba de hito en hito.

– Tienes razón -admitió-. Regresemos.

Y de improviso, mientras se levantaban, le habló en un tono distinto, con rápidos susurros.

– Oye, quería… quería que supieras una cosa. Lo estás haciendo muy bien, amiguita. Has captado la respuesta desde el principio. Pero sigue haciéndolo así, pase lo que pase, ¿okay? La clave es ceder, no lo olvides.

Clara lo escuchaba estupefacta. Le parecía increíble que estuviera revelándole los trucos del artista. Se sintió como si en mitad de una función apasionante uno de los actores se hubiera dirigido a ella y, tras hacerle un guiño, le hubiese dicho: «Esto es sólo teatro, no te preocupes». Por un momento pensó que se trataba de una pincelada oculta pero en el rostro de Gerardo sólo advirtió una preocupación sincera. ¡Preocupación por ella! «La clave es ceder.» Se refería, sin duda, a su estrategia con Uhclass="underline" la invitaba a continuar por el camino correcto, o, al menos, por el más seguro. Si sigues cediendo como has hecho la tarde anterior, le decía, Uhl frenará. No estaba pintándola: le revelaba los secretos, la solución de los enigmas. Era el amigo imprudente que venía contando el final de la película.

Le pareció como si Gerardo hubiera volcado a propósito un tintero sobre su dibujo apenas perfilado. ¿Por qué había hecho eso?

Las posiciones continuaron toda la tarde en un silencio perfecto. Uhl no la molestó, pero ella ya había dejado de pensar en Uhl. Consideraba que la torpeza de Gerardo constituía el mayor error que un pintor había cometido con ella en toda su vida profesional, incluyendo al pobre Gabi Ponce, que no era precisamente muy sutil a la hora del hiperdramatismo. Aunque ella sospechaba que el acoso de Uhl era fingido, no era lo mismo sospecharlo que saberlo. Gerardo, de un sólo brochazo, había estropeado el detallado paisaje de amenazas que Uhl y él mismo habían estado pintando minuciosamente a su alrededor. Ahora, cualquier retorno al fingimiento resultaba imposible: el hiperdrama, como tal, había desaparecido. A partir de entonces sólo podría haber teatro.

Más tarde, al acostarse, su enfado menguó. Llegó a la conclusión de que Gerardo debía de ser un novato. Los refinamientos del hiperdramatismo puro lo superaban con creces. Lo inconcebible era que a un pintor como él le hubieran ofrecido un puesto de tanta responsabilidad. Los aprendices no deberían dedicarse a dibujar sobre los originales, pensó Clara. Eso tenía que quedar en manos de artistas experimentados. Pero quizá no todo estaba perdido. Tal vez la torpeza de Gerardo, el inefable manchurrón que había dejado caer sobre ella, podía repararse con el fino arte de Uhl. Puede que Uhl encontrara algún método de aumentar la presión e introducirla de nuevo en la pintura.

Ella confiaba en volver a atemorizarse otra vez.

Se durmió deseando eso.

Cuando despertó, todo seguía increíblemente oscuro. No tenía forma de saber la hora, ni siquiera si era de noche o no, porque antes de acostarse había vuelto a cerrar las persianas de la casa. Supuso que todavía era de noche, ya que no oía cantos de pájaros. Se pasó una mano por la cara y se dio la vuelta, confiando en recuperar el sueño.

Estaba a punto de volver a dormirse cuando lo percibió.

Se incorporó en el colchón, aterrorizada.

Un ligero crujido de las tablas del suelo. Procedía del salón. Había sido un crujido similar -quizá- lo que la había despertado. Pisadas.

Se mantuvo alerta, escuchando. Todo el cansancio y los dolores musculares que sentía desaparecieron de repente. Le costaba trabajo respirar. Intentó un ejercicio de relajación, pero fue en vano.

Había alguien en el salón, Dios mío.

Puso los pies en el suelo. Su cerebro era un estallido desordenado de pensamientos.

– ¿Hola? -dijo, trémula, con la voz del horror.