– Es increíble.
– April, perdona, ¿te sucede algo?
A Bosch le había alarmado que ella, de repente, quedara absorta con la mirada perdida en un punto fijo de la pared.
– Me han llamado de Londres -dijo Wood-. Mi padre está peor.
– Oh, cuánto lo siento. ¿Mucho peor?
– Peor.
Las conversaciones sobre la vida íntima de April Wood se limitaban a monosílabos o bisílabos murmurados con concisión y a largos silencios intermedios. «Bien», «mal», «mejor» y «peor» eran las opciones preferidas. Debido a esto, Bosch apenas conocía otra cosa sobre ella que los rumores. Sabía que su padre la había marcado significativamente de una forma que no se atrevía a conjeturar y que ahora se encontraba enfermo en algún hospital privado de Londres. Sabía que Wood había permanecido soltera toda su vida y que los comentarios sobre su posible lesbianismo no eran infrecuentes. Sin embargo, Gerhard Weyleb, el anterior jefe de Seguridad, le había revelado la tormentosa relación de Wood con uno de los críticos de arte más importantes e influyentes de Europa, Hirum Oslo. Bosch admitía haber conocido a Oslo sólo ligeramente, pero no podía imaginar qué clase de atractivo había encontrado una mujer como April en aquel individuo flaco, tullido e inerme.
Wood era un misterio tan apasionante como el fondo inexplorado del mar. Cuando se la presentaron, a Bosch le cayó muy mal.
A tenor de lo ocurrido con Hendrickje, supuso que terminaría enamorándose de ella.
– Lo siento mucho, April, de veras -dijo.
Ella asintió con un gesto de la cabeza y en seguida cambió de tono.
– Un magnífico trabajo, Lothar.
– Gracias.
Wood no prodigaba los elogios, y aquellas palabras lo hicieron sentirse bien. Lo cierto era que no creía merecerlas personalmente. Su equipo era el que lo había hecho todo: la gran Nikki y los demás. Habían estado enfrascados en la tarea desde que Wood sugiriera la posibilidad de rastrear morfometrías similares entre las imágenes de visitantes de las exposiciones de Viena y Munich. «Es probable que haya venido a explorar el terreno antes de actuar -había dicho-, y lo más seguro es que lo haya hecho disfrazado.» Los ordenadores del Atelier en el segundo sótano no habían cesado su febril actividad desde el miércoles. Bosch había recibido los resultados aquella mañana, viernes 30 de junio, a su regreso de Munich. Se sentía satisfecho de su equipo y le agradaba que ella lo reconociese.
– Te confieso algo -dijo Wood-. Mi duda principal consistía en saber si se trataba de varias personas o de una sola. En el primer caso estaríamos ante una organización bien estructurada con tipos entrenados para llevar a cabo pequeñas funciones. La segunda posibilidad apunta más bien a un especialista, lo cual es más jodido, porque no podemos esperar capturar al pez pequeño y tirar del sedal hasta llegar al grande. Nuestra pesca tendrá que ser de envergadura. Esto es un tiburón, Lothar. ¿Tenemos alguna comparación con los retratos informáticos de la indocumentada y la marchante?
– En la última página.
Wood pasó a la última página. A la izquierda se encontraba una ampliación de la muchacha de Viena y Munich; debajo, el rostro del falso Weiss; arriba, en el centro, el hombre de Viena y Munich; abajo, una foto de Óscar Díaz; a la derecha, los retratos informáticos de la indocumentada y la chica llamada Brenda obtenidos gracias a las declaraciones del barman de Viena y de Sieglinde Albrecht. Eran seis personas distintas: parecía increíble que una sola pudiera haberlas representado a todas. Bosch adivinaba lo que estaba pensando Wood.
– ¿Qué crees tú? -preguntó-. ¿Es hombre o mujer?
– Esbelto -replicó Wood-. Del sexo no estoy segura, pero es esbelto. Como mujer, se muestra casi desnudo. Como hombre, siempre lleva trajes y se cubre hasta el cuello. Pero la ceru no puede quitar, sólo añadir. Observa estas piernas. Son las de la chica llamada Brenda. Si es un hombre, se trata de un joven muy esbelto, con apariencia bastante femenil, depilado. Díaz y Weiss tenían una complexión semejante, y probablemente los resolvió con un molde en los hombros y otro en los muslos. Para la barriga del tipo del bigote usó algo más simple; un accesorio teatral, quizá. No se han encontrado huellas dactilares en ningún caso, ni siquiera en el volante de la furgoneta de Desfloración, por ejemplo. Esto sugiere que usó moldes de ceru para las manos, lo cual también explica que arrancara la ropa de Desfloración a pedazos, ¿recuerdas? Las manos de Díaz eran grandes. Si el tipo las usó de molde para hacerse unas manos de ceru tuvo que sentirse como si llevara guantes de jardinero. No pudo trabajar con finura. Le hubiera resultado difícil incluso desabrocharse su propia chaqueta. El Artista tiene unas manos muy delgadas, Lothar.
Bosch movía la cabeza contemplando las fotos.
– Parece increíble que se trate de una sola persona -dijo.
– A mí no me sorprende tanto -replicó la señorita Wood-.
He presenciado, custodiado y comprado ciertas obras transgenéricas que, me temo, echarían por tierra todas tus convicciones sobre identidad y género. Vivimos en un mundo confuso, Lothar. Un mundo que se ha convertido en arte, en mero placer de ocultar, de fingir aquello que no se es o que no existe. Quizá nunca fuimos así, tal vez esto haya surgido a pesar de nuestra verdadera naturaleza. O quizás éramos así desde el principio, nuestra verdadera naturaleza era el disfraz, y ahora, por fin, hemos logrado adaptar las cosas a nuestra medida.
Hubo una pausa. A Bosch le había sorprendido aquel inusual discurso filosófico en boca de la mujer más práctica que había conocido jamás. Se preguntó hasta qué punto estaba afectada por la enfermedad de su padre.
– No comparto esa opinión -dijo Bosch-. Somos algo más que simple apariencia. Estoy convencido.
– Yo no -replicó Wood con voz extrañamente rota.
Se miraron a los ojos un instante. Para Lothar Bosch, fue un momento doloroso. Ella era tan bella que casi lo hacía llorar. Mirarla era un placer punzante. De joven había fumado marihuana y experimentado siempre la misma reacción en las noches en que se permitía ciertos excesos: una tenue felicidad que rodaba por una pendiente oscura y aceitada hasta una tenue tristeza. De alguna forma, sus placeres siempre habían dejado a su paso un rastro de lágrimas.
– Sea como fuere, El Artista es arte -dijo ella después de un silencio.
– ¿Qué quieres decir?
– Hasta ahora hemos pensado que se trata de un experto, pero podríamos ir más allá. Tú mismo lo has dicho: es «increíble». Un simple experto en ceru sabría usar la ceru, pero nada más. Sería como un adorno: el artesano lo disfraza y se acabó. Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre un adorno y una obra de arte? Pues que la obra de arte se transforma. Los retratos son obras de arte porque saben convertirse en el individuo al que representan.
– Un lienzo… -murmuró Bosch.
– Exacto. El Artista podría ser un antiguo lienzo experto en cerublastina. En su currículo figurarán, sin duda, varios retratos.
– Un lienzo que odiara a Van Tysch… Un lienzo que odia al pintor. Suena verosímil.
– Como hipótesis de trabajo puede funcionar. ¿Tenemos listas morfométricas de todos los lienzos del mundo? No sólo los que están en activo, también los retirados.