Wood lo interrumpió.
– Tú conoces perfectamente a uno de los modelos, Lothar.
Hizo una pausa. Bosch la contemplaba desconcertado.
– Tu sobrina Danielle hará un cuadro.
Los brazos que se lanzaron hacia ella en medio de la oscuridad parecían un dibujo de la noche.
Lanzó un grito e intentó rodar sobre el colchón mientras su cerebro se licuaba en un océano de horror. Algo aferró sus muñecas, una carga áspera y pesada se desplomó sobre su vientre. Quedó de espaldas, debatiéndose y gritando. Una araña controlada por una inteligencia superior palpó su boca sin labios, su boca donde los labios habían sido difuminados, y se aplastó contra ella. Era una mano. No pudo gritar. Otra mano presionaba su muñeca derecha. Luchó por recibir una bocanada de aire. La mordaza le despejaba la nariz, pero ella necesitaba tragar oxígeno. Sus pechos se aplastaban contra un pedazo de tela. Dos pequeños espejos flotaban a escasos centímetros de distancia de sus ojos: los vio perfectamente, incluso en la oscuridad, y le pareció que podía vislumbrar en ellos su propio rostro amordazado.
– Calla… Quieta… Quieta…
Ahora, por fin, sabía quién era (aquella voz, aquellos brazos, no podía haber dos personas iguales) y lograba intuir lo que ocurría. Pero el impacto previo había sido demasiado grande y no estaba preparada. Sabía que ellos necesitaban que no estuviese preparada. Aun así, quería estarlo. Si se encontraba a punto de traspasar el último límite, necesitaba reunir fuerzas. Se debatió. Una mano aferró sus cabellos.
– Voy a decirte… Te voy a decir… qué pasará… si no me complaces… tú… Si no me complaces…
A cada frase derramada en su oído seguía un violento tirón de pelo. Uhl le hacía ver las estrellas con ellos. Pero había cometido un error: había permitido que se recuperase demasiado. Clara volvía a ser dueña de su cuerpo y sus emociones. Aún estaba muy débil, pero podía responder. Apoyó los talones en el suelo y proyectó las caderas hacia arriba en un gesto que desconcertó a Uhl. Esperaba una respuesta más violenta, que no tardó en producirse. Recibió una bofetada. No muy fuerte, pero quedó aturdida.
– No vuelvas a… Qué quieres hacer, eh, qué…
Quedó inmóvil, jadeante, pensando en lo que haría a continuación. Sabía que si se entregaba, todo se detendría. Estaba completamente segura de eso. Pero no quería hacerlo. Si se arriesgaba, si plantaba cara a la actividad de Uhl, éste aumentaría la oscuridad de su pincelada. Si ella seguía negándose, la tensión superaría el límite y se produciría un «salto al vacío». Ella nunca había «saltado al vacío» con ningún pintor, era una técnica demasiado peligrosa. Podía llegarse a cualquier extremo: la dañarían, quizá gravemente. El daño podía resultar irreparable. Aunque no estaba trabajando en un art-shock, era evidente que el boceto era muy fuerte (lo más duro y arriesgado). Tenía mucho miedo, no quería sufrir, no quería morir, pero no deseaba detener el proceso. Ya no quedaba ninguna duda de que estaban pintándola y no quería frenarlos. Se entregaba a ellos como se había entregado a Vicky, a Brentano, a Hobber, a Gurnisch.
Sin soltar sus cabellos, Uhl se apartó como si deseara mostrar su rostro capturado a alguien. Un rayo de linterna la cegaba.
– Complacer, ¿eh…? ¿Vas a ser buena…? ¿Vas a complacer…?
Respondió lanzando una rodilla hacia las sombras. Entonces su agresor se echó sobre ella con redoblada furia. Volvió a debatirse ofreciendo resistencia. Estaba aterrorizada, y precisamente por eso, precisamente por eso, deseaba continuar. Temblaba, jadeaba, esperaba que sucediera algo horrible, confiaba en que sucediera algo horrible, confiaba en que la mano negra del arte, por fin, la condujera hacia aquella soberana oscuridad sin retorno, sin posibilidad de salvación. Deseaba que Uhl la pintara con tonos más intensos y sombríos: con tonos holandeses. Se revolvió como una gata, abrió la boca para intentar morder. Esperó otra fuerte bofetada y se preparó para recibirla.
En vez de eso, todo se detuvo. Oyó gritos. Uhl la soltó. Se quedó sola, boca arriba sobre el colchón. Apenas podía creerlo. Reconoció el ímpetu juvenil de la voz de Gerardo. Las luces se encendieron y la hicieron parpadear.
En la cocina, la calma era prodigiosa. Uhl había preparado café para Gerardo y Clara y sucedáneo de café para él. Explicó, en su torpe castellano, que tenía la tensión alta. Teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir en el dormitorio media hora antes, su comentario parecía una broma, pero nadie rió.
– ¿Azúcar? -preguntó Uhl.
– No, gracias -dijo Clara.
Todavía jadeaban después del violento ejercicio de pintura. Clara presentaba algunas magulladuras de poca importancia que ni siquiera le dolían. Se había puesto el albornoz. Cuando Uhl se marchó de la cocina, Gerardo y Clara permanecieron un instante en silencio, bebiendo café. La mañana estaba cambiando de color en la ventana. Los pájaros habían iniciado su límpida conversación sobre un fondo de lejanos ruidos de vehículos. De repente, Gerardo la miró. Sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiera llorado. Su perilla de mosquetero y su fino bigote parecían confabulados con el aspecto general de desánimo que asomaba a su rostro, y se mostraban peor recortados que de costumbre. Pero cuando habló un momento después, lo hizo en el tono jovial y firme de siempre.
– Lo he jodido todo, amiguita. Pero te juro por Dios que no podía seguir. Simplemente, no podía. Me da igual que me despidan, ¿oíste? El Maestro me dará la patada, pero me da igual. Estoy harto.
La miró y sonrió. Clara permaneció cruelmente callada.
– Lo estabas pasando mal, amiguita. Lo estabas pasando muy mal. ¿Por qué no cediste? ¿No sabías que la única forma de rebajar el tono era que cedieras? Habríamos dejado de pintarte si hubieras cedido…
Hubo un silencio.
– Anda, vamos a dar un paseo -dijo Gerardo, levantándose.
– No, yo no voy.
– Venga, vamos, no seas…
– No.
– Por favor.
El tono de súplica hizo que ella lo mirase.
– Quiero decirte algo importante -murmuró él.
Era temprano y una brisa fría soplaba desde el norte removiendo hojas, ramas y hierbas, nubes y polvo, los ángulos de la ropa, el borde inferior de su albornoz, el flequillo de su pelo imprimado. Los molinos eran sólo sombras fantasmales en la distancia. Gerardo caminaba junto a ella con las manos en los bolsillos. Cruzaban ante las vallas y las casas, y Clara se preguntaba qué otros cuadros habría dentro de cada una y quiénes estarían pintándolos. A su izquierda quedaba el pequeño bosque. Olía a flores y a hierba cortada. Los pájaros iniciaban su particular alba de sonidos.
– Hay cámaras -dijo Gerardo. Fue lo primero que dijo-. Por eso no quería hablar dentro. Hay cámaras ocultas en los ángulos de las paredes. No las ves si no te fijas. Lo graban todo, incluso en la oscuridad. Después, el Maestro revisa las grabaciones y descarta posturas, gestos y técnicas. -Torció la boca en una sonrisa desganada-. Puede que ahora me descarte a mí.
– ¿El… Maestro?
No quería hacer la pregunta que más le importaba, pero casi podía oír los latidos de su corazón mientras miraba a Gerardo fijamente.
– Sí. Qué importa que te lo diga ya… Supongo que lo supiste desde el principio. Te va a pintar el Maestro en persona, Bruno van Tysch. Es él quien te ha contratado. Serás una de las figuras de la colección «Rembrandt». Felicitaciones. Era lo que más deseabas, ¿no?