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El Plastic Bos se extendía como un charco en medio del pequeño bosque de pinos. Su área de veinte metros de largo por seis de ancho la demarcaban once árboles falsos que se diferenciaban de los de verdad sobre todo porque eran más bonitos y porque sus hojas producían una melodía de granizo cuando el viento soplaba con fuerza. A Clara no le parecía mal el Plastic Bos. Pensaba que encajaba con Holanda, país de paisajes de Vermeer y Rembrandt; de ciudades para duendes como Madurodam, con casitas, canales, iglesias y monumentos a escala; de diques y pólders donde las tierras han sido inventadas por la voluntad humana en su terca pugna con el mar. Se encontraba descalza sobre la tupida alfombra de césped de silicona, junto a uno de los árboles. El sol que descendía le daba en la cara pero ella procuraba no parpadear.

Quería mantener los ojos bien abiertos porque a tres metros de distancia estaba Bruno van Tysch.

– ¿Le gusta Rembrandt? -fue lo primero que dijo él, en correcto castellano.

Su voz era grave y majestuosa. En el teatro griego, voces como aquélla encarnaban a Zeus.

– No conozco mucho su pintura -respondió Clara. Su lengua, imprimada y amarilla, se había movido con esfuerzo.

Van Tysch repitió la pregunta. Era evidente que su respuesta no le había satisfecho. Clara buscó dentro de sí misma y extrajo toda su sinceridad.

– No -dijo-. La verdad es que no me gusta.

– ¿Por qué?

– Pues no sé. Pero no me gusta.

– A mí tampoco -replicó el pintor inesperadamente-. Por eso no me canso de mirar sus cuadros. Es conveniente enfrentarnos una y otra vez a lo que no nos gusta. Lo que no nos gusta es como un amigo honrado: nos ofende diciéndonos la verdad.

Hablaba en un tono apagado y cansino. Clara pensó que era un hombre inmensamente triste.

– Nunca lo había visto de esa manera -murmuró ella-. Es muy interesante esa opinión.

Pensó que Van Tysch no necesitaba de sus elogios y apretó los labios.

– ¿Su padre ha muerto? -preguntó él de repente.

– ¿Perdón?

Volvió a repetir la pregunta. Por un momento a Clara le pareció extraño que Van Tysch hubiera cambiado de tema con tanta brusquedad. El hecho de que conociera detalles de su biografía, sin embargo, no le sorprendía en absoluto. Supuso que el Maestro indagaba en la vida de cada uno de los lienzos que contrataba.

– Sí -respondió.

– ¿Por qué se asusta tanto por las noches?

– ¿Qué?

– Cuando mis ayudantes la despertaban haciendo ruidos en la ventana. ¿Por qué ponía esa cara de horror?

– No lo sé. Tenía miedo.

– ¿De qué?

– No sé. Siempre he tenido miedo de que alguien entre en mi casa de noche.

Van Tysch se acercó y movió la cabeza de Clara como una gema bajo la luz, sujetándola de la barbilla. Luego se apartó de ella dejando su cabeza ladeada hacia la derecha. Los rayos del sol enguirnaldaban las ramas. La atmósfera del bosque de plástico era húmeda, prismática, y las tangentes de luz se desmenuzaban en colores puros.

Él parecía observarla, pero ella no podía estar segura de eso.

– Mi madre era española -comentó Van Tysch.

Los increíbles cambios de tema eran, al parecer, la norma en el diálogo con aquel hombre. Clara lo aceptó sin problemas.

– Sí, lo sé -repuso ella-. Y usted habla muy bien el castellano, por cierto.

Otra vez se dio cuenta de su inútil elogio. Van Tysch prosiguió, como si no la hubiese escuchado:

– Yo nunca la conocí. Mi padre rompió todas sus fotos cuando ella murió, y nunca pude verla. Mejor dicho, la vi en los dibujos que le hizo. Eran acuarelas. Mi padre era buen pintor. Vi por primera vez a mi madre en las acuarelas de mi padre, de modo que no estoy muy seguro de que él no la embelleciera aún más. A mí me pareció muy, muy, muy hermosa. -Había pronunciado aquel triple «muy» con lentitud, evocando un sonido distinto cada vez, como si quisiera descubrir significados ocultos en la palabra entonándola de diversas maneras-. Pero quizá todo se debía al arte de mi padre. No sé si las acuarelas eran mejores o peores que el original, nunca lo he sabido, nunca he querido saberlo. No conocí a mi madre, eso es todo. Más tarde comprendí que eso es lo normal. Quiero decir que lo normal es no conocer.

Hizo una pausa y se acercó. Movió la cabeza de Clara hacia el lado opuesto pero pareció cambiar de idea y volvió a girarla del lado en que se encontraba. Retrocedió unos pasos y se acercó otra vez. Apoyó una mano en su nuca y le hizo inclinar la cabeza. Se puso las gafas de lectura que colgaban de su cuello y miró algo. Se las quitó y retrocedió unos pasos.

– Su padre también debió de morir joven -dijo.

– ¿Mi padre?

– Sí, su padre.

– Murió a los cuarenta y dos años de un tumor cerebral. Yo tenía nueve años.

– Entonces tampoco lo conoció. Sólo le quedan imágenes de él. Pero nunca lo conoció.

– Bueno, un poco sí. A los nueve años ya me había hecho alguna idea sobre él.

– Siempre nos hacemos alguna idea sobre las cosas que no conocemos -replicó Van Tysch-, pero eso no significa que las conozcamos mejor. Usted y yo no nos conocemos, pero ya nos hemos hecho una idea el uno del otro. Usted no se conoce a sí misma, pero ya se ha hecho una idea sobre usted.

Clara volvió a asentir. Van Tysch prosiguió.

– Nada de cuanto nos rodea, nada de cuanto sabemos o ignoramos, nos es completamente desconocido ni completamente conocido. Los extremos son invenciones fáciles. Sucede igual con la luz. No existe la oscuridad total, ni siquiera para un ciego, ¿no lo sabía? La oscuridad está poblada de cosas: formas, olores, pensamientos… Y observe la luz de esta tarde de verano. ¿Diría usted que es pura? Mírela bien. No me refiero sólo a las sombras. Mire entre los resquicios de la luz. ¿Advierte los diminutos grumos de tiniebla? La luz está bordada sobre una tela muy oscura, pero es difícil verlo. Hay que madurar. Cuando maduramos, entendemos por fin que la verdad es un punto intermedio. Es como si los ojos se nos acostumbraran a la vida. Comprendemos que el día y la noche, y quizá la vida y la muerte, no son sino grados de un mismo claroscuro. Descubrimos que la verdad, la única que merece tal nombre, es la penumbra.

Tras una pausa, como si hubiera reflexionado sobre lo que acababa de decir, repitió:

– La única verdad es la penumbra. Por eso todo es tan terrible. Por eso la vida es tan absolutamente insoportable y terrible. Por eso todo es tan espantoso.

A Clara no le pareció que pusiera emoción en lo que decía. Era como si pensara en voz alta mientras trabajaba. La mente de Van Tysch canturreaba en el vacío.

– Quítese el albornoz.

– Sí.

Mientras ella se desnudaba, él preguntó:

– ¿Qué sintió al morir su padre?

Clara estaba doblando el albornoz sobre una rama. El aire envolvía su cuerpo desnudo e imprimado como la caricia de un agua muy pura. La pregunta la hizo interrumpirse y mirar a Van Tysch.

– ¿Al morir mi padre?

– Eso es. ¿Qué sintió?

– No mucho. Quiero decir… No creo que lo sintiera tanto como mi madre y mi hermano. Ellos lo conocieron más y fue más duro para ellos.

– ¿Lo vio usted morir?

– No. Murió en el hospital. Estaba en casa cuando le dio una crisis, una convulsión. Se lo llevaron al hospital y no me dejaron ir a verle.

Van Tysch continuaba mirándola. El sol se había movido un poco e iluminaba parcialmente su rostro.