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– ¿Ha soñado con él después?

– Algunas veces.

– ¿Cómo son esos sueños?

– Sueño con su… con su cara. Su cara se me aparece, me dice cosas raras, luego se va.

Un pájaro cantó y enmudeció. Van Tysch entornaba los ojos mirándola.

– Camine hacia allí -le dijo. Señalaba la sombra de un árbol falso.

La hierba plástica se aplastó dócilmente bajo sus pies descalzos. Van Tysch elevó el brazo derecho.

– Ahí está bien.

Se detuvo. Van Tysch se había colocado las gafas y se acercaba. El no la estaba tocando, apenas la trazaba con órdenes breves, pero ella ya se percibía distinta, con una fisonomía diferente, mejor dibujada que nunca. Estaba convencida de que su cuerpo haría todo lo que él le dijese sin esperar a que su cerebro lo aprobara. En cuanto a su mente, intentaría rendirla también a sus pies. Toda. Por completo. Lo que él dijera, lo que él quisiera. Sin límites.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Van Tysch.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Dígame lo que está pensando. Dígame exactamente lo que está pensando ahora.

Decidió hablar casi sin necesidad de que las palabras acudieran a su cerebro.

– Pienso que jamás me había sentido así con ningún pintor. Que me he entregado a usted. Que mi cuerpo hace lo que usted dice casi antes de que usted lo diga. Y pienso que mi mente también tiene que entregarse. Estaba pensando eso cuando usted me preguntó qué pasaba.

Cuando terminó fue como si hubiera arrojado un lastre. Se revisó. Descubrió que no le quedaba nada por confesar. Guardó silencio como un soldado esperando órdenes.

Van Tysch se quitó las gafas. Parecía aburrido. Murmuró algunas palabras en holandés mientras sacaba del bolsillo un pañuelo y un pequeño frasco. En algún lugar del cielo rugió un avión. El sol agonizaba.

– Vamos a borrar estos rasgos -dijo, mojando una punta del pañuelo en el líquido del frasco y dirigiéndolo hacia su frente.

Ella no movió un músculo. El dedo de Van Tysch envuelto en el pañuelo raspaba su cara con fuerza. Cuando descendió hacia sus ojos se obligó a no cerrarlos, ya que él no le había dicho que lo hiciera. Imágenes débiles de Gerardo la visitaban como remotos ecos. Se había sentido bien cuando él le dibujó el rostro, pero ahora se alegraba de que Van Tysch lo borrara. Había sido una torpeza más por parte de Gerardo, como si un niño pintarrajeara en una esquina de un lienzo que Rembrandt pensaba usar. Le parecía increíble que Van Tysch no hubiera protestado.

Cuando finalizó, Van Tysch volvió a calarse las gafas. Por un momento ella creyó que no estaba satisfecho. Luego lo vio guardar el frasco y el pañuelo.

– ¿Por qué tiene miedo de que alguien entre en su casa de noche?

– No sé. De verdad, no lo sé. No recuerdo que me haya pasado nada nunca.

– Vi las grabaciones nocturnas que le hicimos y me sorprendí con las caras de terror que ponía usted cuando mis asistentes se acercaban a la ventana. Pensé que podíamos fijar alguna expresión de ese tipo. Pintarla así, quiero decir. Y quizá lo haga. Pero voy en busca de algo mejor…

Ella no dijo nada. Siguió mirándolo. Por encima de la cabeza de Van Tysch el cielo se oscurecía.

– ¿Qué sintió al morir su padre?

– Me sentí bastante mal. Fue un poco antes de las navidades. Recuerdo que esas navidades fueron muy tristes. Al año siguiente se me fue pasando.

– ¿Por qué ha parpadeado?

– No lo sé. Quizá su aliento. Al hablar, lo echa sobre mí. ¿Quiere que intente no parpadear?

– ¿Qué sintió al morir su padre?

– Mucha tristeza. Lloré mucho.

– ¿Por qué le excita tanto que alguien entre en su casa de noche?

– Porque… ¿Excitarme? No, no me excita. Me da miedo.

– No es usted sincera.

La frase la cogió desprevenida. Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– No. Sí.

– ¿Por qué no es sincera?

– No sé. Tengo miedo.

– ¿De mí?

– No sé. De mí.

– ¿Está excitada ahora mismo?

– No. Un poco, quizá.

– ¿Por qué responde siempre dos cosas distintas?

– Porque quiero ser sincera. Decir todo lo que se me ocurre.

Van Tysch parecía vagamente irritado. Sacó un papel doblado del bolsillo de su chaqueta, lo desdobló e hizo algo inesperado. Se lo arrojó a ella a la cara.

El papel golpeó su rostro y planeó hasta el suelo de plástico. Cuando cayó, Clara pudo reconocerlo: era un maltrecho catálogo de Muchacha ante el espejo, de Alex Bassan. En el catálogo aparecía una foto en primer plano de su rostro.

– Vi esta foto cuando buscaba un lienzo para una figura de «Rembrandt» y me atrajo de inmediato el brillo que hay en su mirada -dijo Van Tysch-. Ordené que la contrataran, la hice tensar e imprimar y pagué por usted una fortuna para traería desde Madrid como material artístico. Pensé que ese brillo sería ideal para mi obra y que podría pintarlo mucho mejor que este tipo. ¿Por qué no lo consigo? En las grabaciones de la granja no lo he visto. Pensé que se relacionaría con su terror nocturno y ordené a mis ayudantes que saltaran al vacío esta madrugada con usted. Pero no creo que dependa de la tensión del momento, por eso he venido personalmente. Ahora mismo me ha parecido sorprenderlo durante una décima de segundo, cuando me acercaba a usted. Le pregunté qué había pasado. Pero no creo que el brillo se relacione con usted. Creo que es independiente de usted. Aparece y desaparece como un animal tímido. ¿Por qué? ¿Por qué de improviso sus ojos relumbran así?

Antes de que ella pudiese contestar, Van Tysch habló con otra voz. Era un susurro helado, una corriente galvánica.

– Me he cansado de hacerle preguntas para verlo aparecer y fijarlo en su mirada, pero usted responde a todo como una idiota y no veo lo que me interesa por ninguna parte. Se comporta como una niña guapita que buscara una oportunidad. Un cuerpo bonito que quiere ser pintado. Se considera muy bella y quiere destacar. Desea ser convertida en algo precioso. Cree ser un lienzo profesional, pero no sabe lo que es ser lienzo y morirá sin saberlo. Las grabaciones de la granja me lo han demostrado: como lienzo, es usted absolutamente mediocre. Lo único que me interesa de usted es lo que hay en sus ojos. Hay cosas dentro de nosotros que son más grandes que nosotros, y aun así, siguen siendo ínfimas. Por ejemplo, el tumor de su padre. Cosas diminutas pero más importantes que toda nuestra vida. Cosas que dan miedo. El arte se hace con esas cosas. De vez en cuando las sacamos afuera: a eso lo llamamos «purgar». Es como si vomitáramos. Para mí, usted es más despreciable que su vómito. Yo quiero su vómito. ¿Y sabe por qué?

Ella no respondió. Agradecía, de alguna forma, carecer de lágrimas, porque estaba deseando llorar.

– Dígame. ¿Sabe por qué lo quiero? -volvió a preguntar Van Tysch en tono indiferente.

– No -murmuró ella.

– Porque es mío. Está en usted, pero es mío. -Se golpeaba el pecho con el dedo índice-. Ese brillo que a ratos surge en sus ojos me pertenece. Yo fui quien lo vio primero, y por lo tanto es mío.

Se apartó, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Clara lo oyó manipular algo. Cuando se volvió, pudo ver que sostenía una pipa que acababa de rellenar.

– De modo que aquí nos quedaremos, usted y yo, hasta verlo aparecer.

Acercó la llama de una cerilla a la cazoleta. La oscuridad que los rodeaba era cada vez más profunda. Arrojó al suelo la cerilla y la apagó con el pie.

– Ventajas de los bosques de plástico no inflamable -dijo.

Fue aquella inusitada broma, justo aquella pésima broma que él había intercalado en su helado discurso, lo que a ella le pareció más atroz. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no decir ni hacer nada, para seguir mirándolo inmóvil.