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Uhl los aguardaba junto a un pequeño acceso bajo el telón de entrada. «Es como si nos metiéramos bajo la cabeza de Rembrandt», pensó ella. Débiles luces eléctricas procedentes de pequeños apliques instalados en un zócalo señalaban el camino. Pero cuando el acceso volvió a cerrarse quedaron envueltos por una oscuridad desconocida. Los ruidos de la calle también habían desaparecido. Se oían ecos remotos. Clara distinguía apenas la sombra de Gerardo.

– Aguarda un poco. Los ojos se te acostumbrarán.

– Ya estoy viendo algo.

– No te preocupes, que no hay obstáculos. El recorrido está diseñado en forma de rampa muy suave y estrecha y marcado con esas lucecitas. Lo único que tienes que hacer es avanzar. Y cuando los cuadros estén colocados e iluminados con los claroscuros, servirán de puntos de referencia. ¿Tocas la cuerda de la barandilla? No te separes de ella.

Gerardo abrió la marcha. En medio iba Clara. Avanzaron con lentitud sobre un suelo terso, palpando como ciegos la cuerda que flanqueaba el camino. Ella sólo vislumbraba los pies de Gerardo y parte de sus pantalones. El resto de su silueta se mezclaba con la oscuridad. Le parecía que caminaba sobre la noche del mundo.

– ¿Todo bien por ahí atrás? -oyó decir a Gerardo.

– Más o menos.

Uhl comentó algo en holandés y Gerardo le respondió y rieron. Después tradujo:

– Hay cuadros que dicen que este lugar les produce escalofríos.

– A mí me gusta -afirmó Clara.

– ¿Esta oscuridad?

– Sí, en serio.

Escuchaba los pasos de Gerardo y Uhl y el roce, zap, zap, de las etiquetas de su tobillo y muñeca. De pronto el ambiente sufrió un cambio. Era como si el espacio se hubiera dilatado. Los ecos de las pisadas parecían distintos. Clara se detuvo y miró hacia arriba. Fue como asomarse a un abismo. Sintió un vértigo inverso, como si pudiera desprenderse del suelo y caer hacia los telones de la cúspide. Coros de silencio se trenzaban en la negrura, sobre su cabeza. Recordó de repente las palabras de Van Tysch sobre la inexistencia de la oscuridad absoluta y se preguntó si el pintor habría querido contradecirse a sí mismo diseñando aquel Túnel.

– A esto lo llaman «la basílica». -La voz de Gerardo flotaba frente a ella-. Es la primera cúpula. Mide casi treinta metros de altura. En el otro brazo de la U está la otra, que es aún más alta. Aquí, en el centro, se expondrá Lección de anatomía. Más allá estarán Los síndicos y El buey desollado, con varios modelos colgando del techo por los pies. Ahora no podemos ver los fondos porque los claroscuros están apagados.

– Huele a pintura -murmuró ella.

– A óleo -dijo Gerardo-. Estamos en el interior de un cuadro de Rembrandt. ¿Acaso se te olvidaba? Pero ven, no te quedes atrás.

– ¿Cómo sabes que me quedo atrás?

– Tus etiquetas amarillas te delatan.

A Clara las piernas le temblaban mientras caminaba. Pensó que sus músculos estaban desacostumbrados a ejercer aquella función tan normal después de las duras jornadas de posturas inmóviles que habían padecido, pero sospechaba que el temblor se debía también a la emoción que le suscitaba aquella tiniebla infinita.

– Aún nos falta un trecho para llegar al lugar donde estará Susana -dijo Gerardo-. Pero mira, ¿distingues esos armazones oscuros a lo lejos?

Le pareció ver algo, aunque quizá no era lo mismo que señalaba Gerardo. Apenas si lograba discernir el contorno de su mano apuntando al vacío.

– Estamos casi en la curva de la herradura. Allá se colocará La ronda nocturna, un mural impresionante con más de veinte modelos. Y allá, La niña en la ventana y el pequeño retrato de Titus, el hijo de Rembrandt. A ese lado, La novia judía… Ahora llegaremos al lugar donde se exhibirá El festín de Baltasar.

Conforme avanzaban, Clara distinguió algo asombroso moviéndose al fondo: fuegos fatuos, luciérnagas rectilíneas.

– Policía -concretó Uhl a su espalda.

Tenía que ser una de las patrullas que Gerardo le había dicho que recorrían el Túnel. Se cruzaron con ellos. Fantasmas con gorras y reflejos de luz en las placas. Clara percibió sonrisas y frases en holandés.

Continuaron adentrándose en la profundidad de un universo abandonado.

– ¿Crees en Dios, Clara? -preguntó Gerardo de repente.

– No -respondió ella con sencillez-. ¿Y tú?

– Creo en algo. Y cosas como este Túnel me demuestran que tengo razón. Hay algo más, ¿no te parece? ¿Qué es lo que ha llevado a Van Tysch, si no, a construir esto? Él mismo es una herramienta de algo superior, y no lo sabe.

– Sí, una herramienta de Rembrandt.

– No juegues, amiguita, por encima de Rembrandt hay otra cosa.

¿Qué?, se preguntaba ella. ¿Qué había por encima de Rembrandt? Sin querer, casi de forma inconsciente, elevó la vista. Vio densa oscuridad trenzada con una sombra de luz, una luz tan ligera que parecía inventada por sus ojos, tan débil como la que ilumina una imagen recordada, o un sueño. Una masa incongruente de penumbra.

Uhl intervino en ese momento con una frase a su espalda. Gerardo se echó a reír y le contestó.

– Justus dice que le gustaría saber español para entender todo lo que hablamos. Yo le he dicho que estábamos hablando de Dios y de Rembrandt. Ah, mira… En aquella pared se exhibirá el Cristo en la cruz, y allí

Clara sintió que unos dedos tocaban los suyos. Se dejó llevar hasta el cordón de la barandilla. Al débil resplandor de los apliques se percibía el contorno de un jardín fabuloso.

– Ahí estará Susana. ¿Puedes ver los escalones y el borde del agua? El agua no será de verdad, sino pintada, como todo lo demás. La iluminación vendrá de arriba. Los colores predominantes serán el ocre y el dorado. ¿Qué te parece?

– Que va a ser increíble.

Oyó la risita de Gerardo y sintió su brazo rodeando sus hombros.

– Tú sí que eres increíble -murmuró él-. El lienzo más hermoso en el que jamás he trabajado…

No quiso detenerse a pensar en aquellas palabras. Durante los últimos días apenas había hablado con Gerardo en los descansos, y, sin embargo, por extraño que pudiera parecer, se había sentido mucho más unida a él que nunca. Recordaba la tarde en que había venido Van Tysch, dos semanas atrás, cuando Gerardo le pintó las facciones, y la forma en que la había mirado mientras sostenía el espejo. De alguna manera inexplicable, pensaba ella, ambos pintores habían contribuido a recrearla, a dotarla de nueva vida. Van Tysch y Gerardo, a su modo, habían sido sus artífices. Pero allí donde Van Tysch había pintado sólo a Susana, Gerardo había logrado perfilar también a Clara, bosquejar otra Clara aún difusa, aún, ciertamente, oscurecida. No se sentía con fuerzas para valorar en aquel momento el alcance de tal descubrimiento.

Salieron por el otro extremo de la herradura, a través de la oscura espalda de Van Tysch, y parpadearon con ojos doloridos. El día no era brillante, todo lo contrario; el sol se esforzaba en penetrar el velo gris que cubría el cielo. Pero, en comparación con la sublime negrura que acababan de abandonar, a Clara le pareció que asistía al desarrollo de un verano cegador. La temperatura era excelente aunque el viento provocaba desazón.

– Son casi las doce -dijo Gerardo-. Debemos irnos al Atelier de Plantage para prepararte y que el Maestro te firme. -Y al mirarla, una sonrisa indescifrable tensaba sus mejillas-. ¿Estás lista para la eternidad?