Ella dijo que sí.
Mañana. Mañana era el día.
Rozaba las etiquetas con las sábanas, sentía la firma como la mano de un niño depositada sobre su tobillo: algo que no le dolía ni le agradaba sino que, simplemente, estaba ahí.
«Mañana comenzaré la vida eterna.»La habían trasladado al hotel después de la sesión de firmas. Siempre había un agente de Seguridad custodiándola, incluso dentro de la habitación, porque ahora era una obra inmortal. «Y es preciso impedir a toda costa que una obra inmortal se muera», pensó sonriendo.
Había ocurrido cerca de las cinco de la tarde. Gerardo y Uhl la habían llevado al Viejo Atelier, el gran conjunto de edificios de la Fundación en la zona de Plantage, y la habían pintado en una de las cabinas de cristal unidireccional de los sótanos. Tras dejarla secar, le colocaron un vestido acolchado y la trasladaron a la sala de firmas. Casi todos los cuadros de «Rembrandt» estaban ya preparados. Vio cosas increíbles: dos modelos colgando de los tobillos junto a la maqueta de un buey, un regimiento de lanceros ensangrentados, una hermosa pesadilla de trajes puritanos holandeses y desnudez de carne mitológica. Vio a Gustavo Onfretti atado a una cruz y a Kirsten Kirstenman tendida en una mesa de operaciones. Se encontró por primera vez con los dos Ancianos de Susana, el primero muy delgado y de mirada brillante y el segundo grande como un armario. Reconoció al primero de inmediato, pese a la pintura que deformaba su rostro: era el viejo a quien examinaban en la habitación contigua en el aeropuerto de Schiphol. Vestían amplios ropajes y el tono de sus rostros evocaba lascivia y enfermedad hepática. Apenas cruzó dos palabras con ellos, ya que tuvo que ser colocada en el podio en la posición de la figura: desnuda, agazapada a los pies del Primer Anciano, completamente Susana, completamente indefensa.
Pasó mucho tiempo antes de que el séquito de Van Tysch se aproximara. Creyó distinguir a Gerardo y Uhl. Quizá también a aquel asistente negro que había visto bajar de la furgoneta dos semanas antes. Acurrucada en el suelo contempló un desfile de pantorrillas femeninas, mujeres descalzas, hombres descalzos, probablemente modelos de bocetos. Y los sombríos troncos de los pantalones negros de Van Tysch.
Frases en holandés. La voz de Van Tysch. Otras voces. Ruido de instrumentos. Alguien había encedido un foco potente y lo proyectaba sobre ella. El zumbido del tatuador eléctrico.
Clara había sido firmada muchas veces, conocía de sobra el hecho físico de que un pintor rubricara cualquier parte de su cuerpo con aparatos muy finos. Pero ahora era totalmente diferente. Se sentía como si fuera la primera vez. Ser un original de Van Tysch era algo distinto. Tenía la sensación de haber finalizado, de estar acabada. Allí, a sus veinticuatro años, acabada por completo. Pero más allá del final y del éxtasis, ¿quién la comprendería? ¿Quién la acompañaría en aquel recorrido hacia la oscuridad? ¿Quién le prestaría su apoyo para que el tránsito hacia lo sublime se realizara con prontitud? De repente, un segundo antes de que la aguja se posara sobre ella, dejó de pensar y de desear. Sintió cierta oscuridad inane en su interior, como si se hubiera ido de sí misma y hubiera apagado antes de salir. «Ya estoy pensando como un insecto», recordó entonces las palabras de Marisa Monfort, la imprimadora de los recuerdos. «Ya soy una obra de arte de verdad.»Algo palpaba su tobillo izquierdo. Percibió las evoluciones de la aguja al redactar «BvT» sobre el hueso. No miró a Van Tysch mientras él la firmaba, por supuesto. Sabía que él tampoco la estaba mirando a ella.
Y ahora, en el hotel, aquella primera noche, aguardaba.
Mañana era el día. Mañana se exhibiría por primera vez.
Cuando por fin se durmió, soñó que estaba otra vez frente a la puerta del desván de la casa de Alberca, pero no era una niña de ocho años sino una mujer de veinticuatro y estaba firmada en el tobillo por Van Tysch. Aun así, seguía deseando entrar en el desván. «Porque aún no he visto lo horrible. Soy un cuadro de Van Tysch, pero aún no he visto lo horrible.» Se dirigió a la puerta y la abrió. Entonces alguien la detuvo cogiéndola del brazo. Se volvió y vio a su padre. Parecía aterrorizado. Gritaba algo al tiempo que tiraba de ella, como para impedirle entrar. Gerardo, junto a su padre, gritaba también. Era como si quisieran salvarla de un peligro mortal.
Pero ella se deshizo de todas las manos que la sujetaban y corrió hacia la penumbra del fondo.
Porque al fondo sólo hay penumbra.
April Wood abrió los ojos. Al principio no recordó dónde estaba ni qué era lo que hacía allí. Alzó la cabeza y se encontró en una cama amplia en medio de una habitación en sombras. Cayó en la cuenta de que se trataba del hotel Vermeer de Amsterdam, y de que había llegado la noche anterior para asistir a la sesión de firmas del Maestro en el Viejo Atelier. En teoría, la sesión de firmas era un acontecimiento privado, pero el personal de la casa podía contemplarlo si lo deseaba. Wood quería ver las obras ya terminadas y colocadas en sus posiciones respectivas, familiarizarse con ellas como ya había hecho, sin duda, El Artista. Luego, al término de la sesión, había regresado al hotel y se había acostado intoxicada de somníferos hasta el punto que ni siquiera se había quitado la ropa. Llevaba puesto el mismo conjunto ceñido y negro punteado de reflejos con el que había ido al Atelier. Echó un vistazo al reloj: 20.05 del viernes 14 de julio de 2006. Faltaban veinticuatro horas para la inauguración de «Rembrandt».
Un gran espejo se extendía en la pared del fondo. Allí se contempló. Tenía un aspecto pésimo. Recordaba haber caído casi inconsciente. La almohada aún guardaba el molde de su cabeza.
Abrió la cremallera del vestido, se desnudó y arrojó la ropa al suelo. El baño era de mármol. Encendió las luces y puso en marcha la ducha. Mientras un chorro de agua cálida regaba su cuerpo comenzó a recapitular todo lo que tenía. ¿Qué era? Numerosas opiniones y trece posibilidades terribles.
Después de hablar con Hirum Oslo el martes había llamado desde Londres a varios críticos más. Les había contado la misma excusa a todos, salvo a Oslo («¿por qué a él le dijiste la verdad?», se preguntaba): que necesitaba elaborar una lista con los cuadros más valiosos, más íntimos y personales de Van Tysch, para distribuir mejor al personal de custodia. Hasta el momento ninguno se había negado a emitir su opinión. En cambio, el Maestro no había querido concederle una entrevista. April no podía reprochárselo: era su patrono y no tenía ninguna obligación con ella, salvo pagarle. «Está muy fatigado -adujo Stein, con quien había hablado aquella tarde en el Atelier-. A partir del sábado se recluirá en Edenburg. No quiere que nadie lo vea.» Stein también parecía bastante agotado. «Estamos en el final -le había dicho a Wood-. El final de un acto de creación siempre entristece.»Salió de la ducha con agilidad. Las gigantescas toallas del hotel eran como pieles de osos. Mientras se envolvía con una de ellas sus ojos se fijaron en la báscula electrónica que yacía a sus pies. Pero reprimió la tentación con un esfuerzo de voluntad. No fue, tampoco, un esfuerzo excesivo: la tentación era diminuta como un ligero dolor, una incomodidad instalada en una esquina de su cerebro. Pero la señorita Wood sabía que si se dejaba vencer en las cosas pequeñas sería derrotada de inmediato en las grandes. No quería saber lo que pesaba, es decir, sí quería, pero no iba a comprobarlo. Sabía que había engordado, notaba mucho más pronunciadas sus caderas y su vientre, pero se había propuesto dejar de comer y consumir sólo zumos vitaminados. Por lo demás, tenía que concentrarse exclusivamente en su trabajo.