«Es cierto que no tuviste en cuenta un detalle, papá: yo era muy joven y no te comprendía. Apenas tenía doce o trece años. Debiste explicarme mejor las cosas. Decirme, por ejemplo, que querías hacerlo por mí, no sólo por venderme a un gran pintor, sino por mí, para convertirme en algo grande, algo eterno, algo que, de alguna forma, te inmortalizara.»Un día los visitó un artista mediocre. Era preciso que ella obedeciera las instrucciones de aquel pintor para que las fotos resultaran atractivas y los grandes desearan adquirirla. El hombre la llevó al jardín y empezó a abocetarla mientras su padre la fotografiaba desde el porche. April ensayó más de treinta posiciones distintas a lo largo de seis horas. Su padre le prohibió ingerir alimentos o líquidos durante el ensayo: quizás era una medida acertada, porque las obras de arte no podían comer ni beber mientras posaban, pero resultaba algo dura. Estaba agotada y por eso no lo hacía del todo bien, o el pintor quería que se esforzara más, lo cierto es que discutieron y su padre acudió. «¡Lo estoy haciendo bien!», gritó ella. Vio a su padre quitarse el cinturón. La señorita Wood recuerda perfectamente que no lo descargó con todas sus fuerzas, pero ella estaba desnuda y sólo tenía doce años, de modo que el golpe, de cualquier forma, fue brutal. Se alejó gritando. Su padre la llamó. «Ven aquí.» Volvió a acercarse, temblorosa, y recibió otro golpe. Todo sucedió frente a la mirada tranquila del pintor.
– Y ahora, escúchame -había dicho Robert Wood con infinita calma-. No tienes que hacerlo bien nunca. Tienes que hacerlo perfecto. No lo olvides, April. Hacer algo bien es hacerlo mal. Porque si te derrotan en las cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.
«Tenías razón, y debí comprenderlo a tiempo.»Comenzó el lento proceso de su vestuario.
«También me decías: "Quizá pienses que me gusta hacerte sufrir, April, pero quiero que entiendas que es necesario darlo todo por el arte. No basta con un sacrificio. Es preciso darlo todo. El arte es voraz".»Ella no había sido capaz de comprenderlo en aquel momento. Después lo supo. El arte lo exigía todo porque, a cambio, te recompensaba con placeres eternos. ¿Qué representaban los cuerpos en comparación con eso? Los cuerpos agonizan en hospitales perforados de tubos de goma, o son azotados hasta las lágrimas con cinturones de cuero, pero el arte pervive en las remotas regiones de lo intacto. Ella lo había comprendido y aceptado. Hasta aquel momento todo había ido bien. Ahora se enfrentaba a un problema temible, una imperfección monstruosa. Pero también triunfaría.
«Eres muy astuto, seas quien seas, Artista o modelo, eres bueno, lo reconozco. Pero yo soy mejor que tú. Juro que voy a impedir que destruyas otro lienzo de Van Tysch. Juro que protegeré los cuadros de Van Tysch con todas mis fuerzas. Juro que no voy a permitir que otra obra del Maestro sea destruida. Juro que no voy a volver a cometer un solo error más…»Blusa, pantalón, sus inseparables gafas de sol, el pelo corto con raya a la derecha. Había logrado vestirse.
Entonces reflexionó acerca de lo que haría a continuación.
Los críticos no le servían, eso parecía obvio. ¿Habían servido para algo, alguna vez, los críticos? Buena pregunta, pero mal momento para responderla, se dijo la señorita Wood. Tampoco el pintor le resultaba útil. Por otra parte, no consideraba prudente rechazar el plan por completo. Era necesario elegir un cuadro. Y no podía permitirse demasiados riesgos: el cuadro que escogiera tendría que contar con muchas probabilidades de ser el elegido por El Artista.
A su favor tenía una sola cosa: sabía que las dos obras destruidas se relacionaban directamente con la vida de Van Tysch, con su pasado. No había motivos para pensar que a la tercera no le ocurriría lo mismo. Quizás era el Cristo, pero necesitaba una prueba. Algo que le demostrara que no se equivocaba en su elección.
Era preciso conocer el pasado de Van Tysch. Quizás en él se ocultaran datos que poder relacionar con uno de los cuadros de «Rembrandt».
Descolgó el teléfono y marcó un número.
Ya lo había decidido. Investigaría en el pasado del Maestro de la única forma posible.
Lo peor de ser adorno de lujo -piensa Susan Cabot- es que tienes que estar siempre disponible. Los cuadros, por lo general, poseen un horario estricto. Eso es una ventaja, por supuesto, aunque muchos lleguen a trabajar más de diez o doce horas diarias. Pero los adornos y utensilios deben estar preparados continuamente y acudir a donde se les diga en el momento en que se les diga, sin que importe si es de día o de noche, si llueve o si no les apetece. Y cuando llevas dos semanas confinada, tanto peor.
Recibió la llamada aquella madrugada. No estaba durmiendo. Se hallaba acostada en la cama con la luz de la lámpara encendida (no la de su lámpara, sino la de la mesilla de noche, una lámpara modesta y no humana) y estaba fumando. No solía fumar mucho, pero últimamente abusaba un poco, quizá porque se sentía nerviosa. De hecho, tenía buenas razones para sentirse así. Llevaba más de dos semanas encerrada en habitaciones como aquélla, sin contacto con el exterior. Eran pequeños albergues que funcionaban como almacenes para adornos y estaban regentados por personal de confianza. Le llevaban la comida y todo lo que precisara. Disponía de televisión, libros y revistas (curiosamente, nunca periódicos; se preguntaba la razón de aquella ausencia: intuía que los mandamases de turno consideraban el periódico como potencialmente peligroso). Por supuesto, no había problemas con los accesorios de su trabajo, incluyendo la tonelada de productos cosméticos e higiénicos, de los que recibía cajas enteras casi diariamente. Allí estaban los revitalizantes, exfoliantes, hidratantes, suavizantes, bruñidores, barnices, tensadores y pulidores. Allí estaban también los hipotérmicos, hipertérmicos, protectores, flexibilizadores y anestésicos. Y las bombillas de repuesto, claro.
Susan era una Lámpara diseñada por Piet Marooder. Necesitaba bombillas.
Había imaginado tantas veces la llamada que, cuando por fin la oyó, casi le pareció ficticia. Ocurrió el viernes de madrugada. Un reloj en una plaza cercana otorgó, con sus campanadas, cierta solemnidad al inesperado instante.
– Oh, coño.
Se levantó de un salto, apagó el cigarrillo, se contempló en el espejo del cuarto de baño, se encontró aceptable después de lavarse la cara. Escogió una blusa y unos vaqueros, por supuesto sin ninguna clase de ropa interior. Se cercioró de que llevaba en la bolsa todo lo que necesitaba. Le sobraron varios minutos.
La mujer que la recogió era bajita y tenía acento francés. Cuando subió a la parte trasera de la gran furgoneta reconoció a varias de las compañeras que habían trabajado con ella en el Obberlund.
Llegaron tan pronto que sospechó que debía de ser La Haya o una ciudad igual de próxima. Aún no había amanecido cuando salieron de la furgoneta en medio del aire fresco de la madrugada y penetraron en un precioso y amplio edificio clásico (corriendo, corriendo, siempre corriendo a todos sitios, como un ejército). Allí las reunieron en el salón y les dijeron lo imprescindible. Llevarían de nuevo cobertores auditivos y visuales. «Por lo menos es mejor que seguir encerrada», se dijo.