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Tim apenas tuvo tiempo de ponerse en pie antes de que el juez Andrews pronunciara la frase:

– Es usted libre de marcharse.

Cuando recorría el pasillo central camino de las puertas de la sala del tribunal, le sobrevino una increíble sensación de soledad. A lo largo de varios meses, había centrado su atención en una crisis tras otra, todas ellas inmediatas. Ahora tenía el resto de su vida por arrostrar. Los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas aún le resultaban irreales; era inconcebible que estuviera saliendo libre.

El clamor de los medios le salió al encuentro en cuanto atravesó el umbraclass="underline" objetivos que lo deslumbraron, flashes, preguntas planteadas a voz en cuello. Todo un batallón de periodistas se hacía eco de su puesta en libertad debida precisamente a los mismos tecnicismos que él se había afanado en denunciar de manera tan violenta. La policía tuvo que aplicarse a fondo para contener a la gente tras los caballetes.

Tim continuó el descenso por los peldaños de mármol de la sala del tribunal con la mirada fija en el Edificio Federal, digno e imponente al otro lado de la plaza.

Cuando bajó la mirada, vio que Dray estaba en el remanso de calma a los pies de las escaleras, unos veinte metros de cordura delante de la horda que los agentes mantenían a raya. Se había puesto el vestido amarillo con diminutas florecillas azules, el mismo que llevaba el día que se conocieron. Él se fue acercando, sus pasos cada vez más lentos debido a la incredulidad, y vio que Dray llevaba el anillo: nada de piedras preciosas ni inscripciones, sólo la alianza sencilla y desgastada de doce quilates que le ofreció de hinojos cuando no podía permitirse nada más caro.

Le dio la impresión de que el barullo remitía -el roce de los cables contra el cemento, el parloteo delante de los micrófonos, las estridentes preguntas- y perdía toda importancia.

Se detuvo a unos pasos de ella y la contempló, incapaz de hablar. Una ráfaga de viento hizo que le cayera un mechón de pelo sobre los ojos, y ella lo dejó tal cual.

– Timothy Rackley -le dijo.

Él avanzó y la abrazó. Olía a jazmín y loción, con una pizca de pólvora en torno a las manos. Olía a ella.

Dray echó la cabeza atrás y le puso una mano en la mejilla. Lo miró con atención y dijo:

– Vámonos a casa.

Advertencias

En interés de la seguridad pública se han alterado datos específicos referentes a la fabricación de bombas y el rastreo de teléfonos móviles. Asimismo, hagan el favor de no correr si llevan unas tijeras en la mano.

Agradecimientos

Me gustaría expresar mi gratitud a las siguientes personas: Michael Morrison, mi mecenas, por conservar la fe y la concentración; Richard Pine, de cuyos conocimientos me he beneficiado enormemente; el Guma, por comprar dos y vender dos; Mac H. Glick y Stephen F. Breimer, que me cubren las espaldas en todo momento y constituyen un agradable colchón de ruido de interferencias detrás de todo el barullo que hay en primer plano; Jess Taylor, mi lectora, que me ofrece (¿quizá con fervorosa insistencia?) brillantes aportaciones editoriales entre un «misterioso encuentro en el Tercer Mundo» y el siguiente; Meghan Dowling, mi editora, que lejos de limitarse a heredarme, me adoptó; ese torbellino de trabajo competente que he llegado a conocer por el nombre de Lisa Gallagher; Libby Jordán, por su energía y apoyo; Tom Strickler, Adriana Alberghetti, Brian Lipson y Dawn Saltzman de Endeavor; Lori Andiman, por representarme en todo el mundo; Carol Topping, por lanzarme a Internet; Suzanne Balaban, por su enorme entusiasmo; Debbie Stier, por supervisar la publicidad; Rome Quezada, por cuidar de que todo siga rodando; y todo mi equipo en William Morrow, desde los representantes comerciales, totalmente entregados, hasta los brillantes expertos en mercadotecnia.

Me he beneficiado inmensamente de las generosas aportaciones de mis expertos asesores, incluidos: Sean Newlin, agente del Servicio Judicial Federal de Estados Unidos por el Distrito Sur de Illinois; Richard Kim, teniente de la defensa pública por el Condado de Los Ángeles; Tony Perez, ex agente del Servicio Judicial Federal por el Distrito Central, California, que ha sido toda una inspiración; Pat Espinoza, teniente fiscal; Tim Miller, agente supervisor a cargo de la Unidad de Respuesta y Detención y la Unidad Canina de Detección de Explosivos; Brian Salt, agente supervisor del Servicio Judicial Federal; Scott Badgley, ex ranger del Ejército de Estados Unidos; Morrie el cerrajero; Mike Goldsmith, antiguo agente de Aduanas, en la actualidad director ejecutivo del Centro Nacional de Preparación para la Supervivencia; Eric Hintz, abogado defensor criminalista; Matthew Collins, agente especial, Oficina contra el Tabaco, el Alcohol y las Armas de Fuego, y antiguo agente del Servicio Judicial Federal de Estados Unidos; Steve Petillo, agente de la Policía de Palo Alto, jubilado; el agente Phil Wang del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles; y Tim Tofaute, antiguo miembro de las Unidades de Demolición de la Marina Cinco y Ocho y del Centro de Intervención Naval, que siempre encuentra tiempo para explayarse sobre balas y broncas de taberna.

Naturalmente, también tengo una deuda de gratitud con libreros y bibliotecarios, así como con Pam Pfeifer, mis padres, y Gary y Karen Messing, todos ellos grandes lectores y partidarios entusiastas.

Pero, por encima de todo, estoy agradecido a Delinah Raya Blake, que todo lo malo lo vuelve bueno, y todo lo bueno, magnífico.

Gregg Hurwitz

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