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Tim mantenía la Beretta apuntada a la cabeza de Kindell, el cuerpo quieto, rígido, un perfil de pistolero forjado en acero. Después de unos instantes, empezó a temblarle la mano. Se le humedecieron los ojos y dos inhalaciones convulsas estremecieron sus hombros. Con una certeza tan repentina como pasmosa supo que no iba a matar a Kindell. Sus pensamientos, una vez descartado el objetivo de la tarea, regresaron a su hija. Le sobrevino una tristeza tan tremenda, egoísta y abrumadora que desafiaba los límites de su corazón. Se le echó encima feroz, a tumba abierta, distinta de cualquier otra sensación que hubiera experimentado. Bajó el arma y se dobló con los puños apoyados en los muslos mientras notaba las sacudidas.

Cuando volvió a cobrar conciencia de que seguía respirando, se ir- guió lo mejor que pudo.

– ¿Estabas solo ?

El mismo movimiento de cabeza, arriba, abajo, arriba.

Tim permanecía encorvado como un viejo artrítico a causa de unos calambres en el pecho que se negaban a remitir. Su voz sonó rasposa, débil y poco comprensible.

– ¿Sencillamente… decidiste matarla?

Kindell parpadeó con fuerza y se llevó las manos esposadas al rostro, como una ardilla que se lava la cara.

– No debía matarla.

Tim irguió la espalda de golpe y su postura se tornó firme.

– ¿Qué quieres decir con que «no debías»? -Al no recibir respuesta, añadió-: ¿Hay alguien más implicado en esto?

– El no… -Kindell se interrumpió y cerró los ojos.

– ¿Él, quién? ¿No, qué? ¿Alguien te ayudó a matar a mi hija? -Le temblaba la voz de furia y desesperación-. Responde, maldita sea. ¡Responde!

Kindell permaneció en silencio, insensible a las preguntas de Tim, con los lisos óvalos de sus párpados cerrados cual huevos veteados.

La puerta del garaje se levantó con estruendo y derramó luz sobre la tierra cubierta de maleza. Kindell salió a paso vacilante impulsado por un empujón de Tim. Ahora llevaba las manos esposadas a la espalda. Tim se puso a su altura de inmediato, agarró la cadena que unía las esposas y tiró de ella de modo que los brazos de Kindell quedaran inmovilizados a su espalda. Este torció el gesto, pero no gritó.

Oso y los demás los miraron acercarse en silencio. Cuando Tim se aproximaba, Kindell tropezó y se vino abajo, parando la caída con las rodillas y el pecho. El gruñido que profirió sonó como un ladrido.

Se incorporó a duras penas. No tenía moretones ni marcas de haber sido golpeado.

– Cabronazo. Puto cabronazo.

– Cuidado con lo que dices -le advirtió Tim-. Ahora mismo, soy el mejor amigo que tienes.

Oso hinchó los carrillos y lanzó una risilla grave que más pareció un retumbo.

Fowler miró a Tim con la expresión ceñuda de una mujer despechada. Gutierez y Harrison tenían el mismo aspecto de decepción.

– ¿Podemos hablar un segundo? -dijo Fowler con la piel de la mandíbula tensa.

Tim asintió y siguió a los tres hombres, que se alejaron unos pasos de Mac y Oso.

– Es un hijoputa de campeonato -dijo Fowler en un susurro.

– Eso no te lo discuto -asintió Tim.

Fowler lanzó un escupitajo pardo hacia la maleza.

– ¿Vas a dejar que gentuza así ande suelta por nuestra ciudad?

Tim lo miró de hito en hito hasta que el otro apartó la vista.

– ¿Qué coño pasa, Rackley? Te estamos haciendo un favor.

Gutierez se atusó el bigote con el pulgar y el índice.

– Este tipo ha matado a tu hija. ¿Cómo es posible que no quieras cargártelo?

– No soy un jurado.

– Seguro que Dray tiene otra opinión al respecto.

– Es probable.

– Los jurados dan por saco -se mofó Fowler-. No confío en los tribunales.

– Entonces, vete a Sierra Leona.

– Escucha, Rackley…

– No, escucha tú. -A unos nueve metros, Oso y Mac volvieron la cabeza y aguzaron el oído-. Hay una investigación en marcha, y tenéis tantas ganas de resolverla limpiamente que es posible que la hayáis jodido.

Harrison, que tenía los brazos cruzados, sentenció:

– Un caso abierto y cerrado.

– No la mató solo.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -masculló Gutierez.

– Hay alguien más implicado. -Tim no dejaba de mover la mano, golpeándose el muslo con el pulgar.

– A nosotros no nos ha dicho eso.

– Bueno, pues me parece que se os ha agotado el repertorio de recursos policiales.

Las botas de Oso rechinaron cuando se apartó dejando a Mac con Kindell. Lanzó una mirada ceñuda a los otros y se puso junto a Tim en actitud protectora.

– ¿Todo bien?

– Me parece que tu amigo quiere complicar un asunto de lo más sencillo. -Gutierez atravesó a Tim con la mirada-. Te estás dejando llevar por la emoción.

– Eso seguro.

– ¿Cómo sabes que hay alguien más implicado? -Gutierez señaló con un brusco gesto de cabeza a Kindell, que seguía tumbado-. ¿Qué ha dicho?

– No lo ha dicho abiertamente…

– O sea, que no hay nada claro -dijo Harrison-. Tienes una corazonada, ¿no es eso?

La voz de Oso sonó tan grave que Tim la notó en los huesos.

– Después de lo que ha pasado esta noche, más vale que vigiles esa puta bocaza tuya.

La sonrisilla de Harrison desapareció al instante.

– Precisamente por eso no matamos a la gente sin celebrar antes un juicio. -Tim miró fijamente a los tres hombres-. Hay que llamar al equipo forense, poner en marcha la investigación, recoger pruebas.

Fowler meneó la cabeza.

– Esto es una cagada. Kindell nos ha oído hablar. Se ha enterado de lo que planeábamos.

Gutierez se encogió de hombros para dar a entender que se daba por vencido.

– De acuerdo. Vamos a seguir con el procedimiento habitual. Si ese cabrón quiere lloriquearle al abogado de oficio, será nuestra palabra contra la suya. -Miró a Tim y a Oso con el gesto torcido-. La de todos nosotros.

Tim se planteó la posibilidad de decir a Gutierez que lo último que deseaba esa noche era buscarle problemas, pero prefirió no hacer la mínima concesión.

Tras él, Mac ayudó a Kindell a ponerse en pie.

– No habéis estado aquí -dijo Harrison-. Vamos a respaldarnos unos a otros, pase lo que pase.

Oso lanzó un bufido de desagrado. De regreso a los vehículos, su aliento era visible en el aire.

– Eres un cabroncete con suerte -dijo Gutierez a Kindell, al tiempo que le propinaba un empellón entre el pecho y el hombro-. ¿Me has oído? He dicho que eres un cabrón con suerte.

– Déjame en paz.

Oso rodeó la camioneta, subió a ella y la puso en marcha.

Mac carraspeó.

– Tim, hombre, lamento mucho… Lamento todo esto. Da el pésame de mi parte a Dray. Lo siento mucho.

– Gracias, Mac -dijo Tim-. Se lo comunicaré.

Se montó en la camioneta y se marcharon. Los cuatro agentes y Kindell quedaron a su espalda, sus siluetas recortadas en destellos carnavalescos de color azul acuoso.

Capítulo 3

Oso aparcó junto al bordillo y Tim hizo ademán de bajar, pero su compañero lo sujetó por el hombro. Habían hecho el viaje a casa en silencio.

– Debería haberte parado los pies. Tendría que haberme implicado. No estabas en condiciones de tomar una decisión así. -Se aferró al volante.

– No era responsabilidad tuya -dijo Tim.

– Soy responsable de hacer algo más que quedarme como un pasmarote mientras cabe la posibilidad de que mi compañero mate a un desgraciado en un momento de ira justificable. Eres un agente federal, no un poli en un pueblo de mala muerte.

– Los chicos se han calentado un poco.

Oso propinó un fuerte golpe al volante con la palma de ambas manos, un gesto de ira muy poco habitual en él.

– Son unos gilipollas. -Tenía las mejillas húmedas-. Vaya pandilla de gilipollas. No tendrían que haberte metido en algo así. No deberían haber puesto en peligro la investigación.