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Mamá sacó el tapón del bidet y forcejeó con las canillas.

– No pude cerrarlas -lloriqueó Tom.

Para mamá tampoco era fácil. Habían sido abiertas hasta su punto máximo y giraban en falso. Después de varios intentos lo consiguió. Sonó el teléfono. Mamá se obligó a quedarse en el baño hasta ver el bidet vacío y asegurarse de que no salía más agua. Después fue a atender.

Al levantar el tubo escuchó el característico sonido que precedía las comunicaciones de larga distancia.

– Es llamado de afuera, chicos, ¡es papito! -gritó, feliz.

Soledad salió de la pieza arrastrando la cuna donde el bebé lloraba.

– ¡Mamá! -gritó-. Tom lo quiere matar al bebé pero no sin querer. ¡Lo quiere matar a propósito!

– ¡Mentira! -gritó Tom, que venía detrás-. Sos un culo cagado con olor a culo cagado Soledad, ¡caca caca caca con olor!

– ¡Lo odio! -gritó Soledad-. Quiero que no exista más, mamá, por qué tengo que soportarlo. ¡Hijo de culo! ¡Hijo de mierda! ¡Ano con pelos!

– Cállense -pidió mamá-. ¡No oigo nada! ¡Hagan lo que quieran pero cállense! Soledad apaga la tele, es papito de afuera y no oigo nada.

– Mamá dijo hagan lo que quieran -le dijo Soledad a Tom, que sonrió y dejó de gritar. Empujando la cuna se fueron a la cocina.

Mamá volvió a prestar atención a la voz lejana, con ecos, que venía desde el tubo del teléfono. Entregaba una atención absoluta, concentrada. Al principio sonreía. Después dejó de sonreír. Después habló mucho más alto de lo necesario para ser oída. Después hizo gestos que eran inútiles, porque su interlocutor no los podía ver. Después cortó y sintió que tenía ganas de llorar y que quería estar sola. Después escuchó un ruido largo, complejo y violento. Tom gritó. Mamá corrió a la cocina.

Parado sobre la mesada, entre lechugas y berenjenas, Tom gritaba asustado. Soledad trataba de no llorar, milagrosamente entera en medio de una pila de escombros: restos de platos y vasos rotos. Tom se había trepado a la mesada para alcanzar los frascos de mermelada del estante y, apoyándose con todas sus fuerzas, lo había hecho caer. El bebé estaba bien. Habían volcado deliberadamente la azucarera sobre la cuna para mantenerlo entretenido. Lamía el azúcar con placer y agitaba los brazos y las piernas emitiendo sonidos de alegría. En la batita y en el pelo también tenía azúcar. Mamá miró los restos de un plato azul, de loza, con el dibujo de un perrito en relieve, un plato que había pertenecido a su propia madre. Nadie que no tuviera ese platito azul en un estante de la alacena podría llegar a ser una buena madre. Tuvo más ganas de llorar.

Tom y Soledad habían estado jugando al picnic en el suelo de la cocina, sobre el mejor mantel blanco, el de las cenas con invitados. Habían sacado pan, queso, mostaza, ketchup y Coca de la heladera y habían usado algunas de las frutas y verduras que estaban todavía sobre la mesada. En el mantel había dos tomates y una manzana mordisqueados, unas papas sucias y manchas de mostaza.

Mamá quería estar sola y quería llorar. Pensar en lo que le estaba pasando. También quería pegarles muy fuerte a Tom y a Soledad. Pero antes tenía que sacar al bebé de ahí para que el azúcar no le provocara gases, tenía que asegurarse de que los tres estuvieran bien y barrer los restos peligrosos de la cocina. Alzó a Tom, que estaba descalzo, y lo llevó a su pieza.

– Ándate de acá, Soledad, salí que voy a barrer -dijo con voz controlada, contenida.

– Vos dijiste hagan lo que quieran.

– Soledad no te estoy retando ahora, solamente te dije que salgas.

– El estante lo tiró Tom -dijo Soledad.

– ¡Porque vos me mandaste a buscar la mermelada! -gritó Tom, que había vuelto a acercarse, todavía descalzo, a la puerta de la cocina-. ¡Sos una acusadora y una basura con ano y porquería cagada!

– ¡Basta! -gritó mamá. Y ella misma se asustó al notar la carga de furia en su grito-. Basta basta basta, no aguanto más gritos, hiciste un desastre y encima gritas gritas gritas.

Atrapó a Tom de un brazo y le dio un chirlo en la cola sabiendo que estaba siendo injusta, que Soledad había sido tan culpable como él o más. El bebé lloraba ahora y también Tom. Soledad le dio un empujón a mamá con bastante fuerza como para hacerla caer de rodillas, con las manos hacia adelante. Sintió un dolor afilado en la palma de la mano derecha.

– ¡No le vas a pegar a mi hermanito!

– ¡Mamá es un dedo en la nariz! -gritó Tom.

Mamá había caído sobre un vidrio roto. Se miró la mano lastimada. El tajo era profundo y sangraba.

– Mamá, ¿por qué la sangre es colorada? -preguntó Tom.

– Mira lo que le hiciste a mamá, Soledad -dijo mamá, mostrándole la herida.

Pero después vio la carita asustada, los ojos grandes de Soledad, y pensó que había sido cruel. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, no los carga de innecesaria culpa.

– No es nada, linda, no te asustes, ya sé que fue sin querer, ahora me pongo agua oxigenada y una curita y ya está -agradecía casi el dolor físico que le permitía evitar las sonrisas, hasta llorar un poco. Levantó la mano por encima del corazón para parar la sangre.

– Mamá, ¿por qué la sangre es colorada? -preguntó Tom.

– Porque sí -dijo mamá distraída, apretándose la mano con un repasador. Tenía que barrer y sacar al bebé. ¿Qué primero? Organizarse.

– Soledad, haceme un favor, levanta un minutito al bebé mientras yo me voy a poner una venda.

– Pero yo también quiero ver cómo te curas.

– Sí, levántalo al bebé y vení con él al baño y ves todo.

– Mamá, ¿por qué la sangre es colorada?, porque sí no me digas -dijo Tom.

– No quiero levantar al bebé porque está sin pañales -dijo Soledad-. Me va a cagar y mear toda.

– ¡Soledad cagada y meada! -gritó gloriosamente Tom.

Mamá terminó de atarse torpemente el repasador con ayuda de los dientes. Necesitaba estar un momento, nada más que un momento, sola. Y en silencio. Pensar en la voz lejana, con ecos. Y llorar. Levantó al bebé y mientras lo sostenía con el brazo izquierdo usó la mano herida para inclinar la cunita y tratar de sacudir el grueso del azúcar. Acostó al bebé y empezó a barrer los restos de vidrios y loza. La tarea hizo que se aflojara el repasador mal anudado y la mano herida volvió a sangrar. Dolía mucho. Juntó lo que pudo con la pala. Levantó al bebé y lo llevó a la pieza para ponerle un pañal limpio. En el camino, el bebé regurgitó una bocanada de leche semidigerida sobre su ropa.

– Mamá, por qué la sangre es colorada, porque sí no me digas -preguntó Tom.

– Porque está compuesta por glóbulos rojos -dijo mamá mientras le ponía el pañal al bebé y le limpiaba la boca con un trapito. Tom se quedó desconcertado por unos segundos, pero Soledad estaba atenta.

– ¿Por qué son rojos los glóbulos de la sangre? -preguntó.

– Porque el libro del porqué tiene muchas hojas -contestó mamá.

Puso una sábana limpia sobre la cuna y unos cuantos chiches de goma. Todo lo que tocaba se ensuciaba con manchitas de sangre. El bebé se largó a llorar en cuanto lo puso boca abajo. Pero esta vez mamá estaba decidida a curarse la mano. También quería estar sola. Soledad la siguió al baño para ver cómo se vendaba.

– ¿Ves lo que hace mamita? Así también tenes que hacer vos cuando te lastimas. Primero lavarse bien a fondo con agua y jabón.

El baño seguía encharcado de agua jabonosa. Levantó los cosméticos mojados. Tendría que secarlo enseguida antes de que alguien se resbalara. En el botiquín encontró agua oxigenada, vendas, tela adhesiva. Iba a necesitar ayuda. Vertió el agua oxigenada sobre la herida, que tenía los bordes separados. Probablemente necesitara unas puntadas pero se sentía incapaz de llegar con los tres chicos hasta el hospital. Apretó una compresa de gasa con mucha fuerza contra la herida, para parar la hemorragia. Después se puso otra gasa limpia y, con ayuda de Soledad, la tela adhesiva. Entonces percibió el silencio. El bebé había dejado de llorar.

– Soledad, anda a ver qué pasa con Tom y el bebé.

A Soledad le gustaba proteger al bebé casi tanto como pegarle a Tom. Apenas había salido cuando se escuchó su desesperado aullido de socorro.