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Pero si en el primer viaje hay todavía una esperanza, si la llama de la ilusión no ha muerto, si se ha soportado la náusea y esa sensación espesa de la sangre que pugna por escaparse del cuerpo, las contracciones de los poros ansiando vomitarla, la súbita descarga de los intestinos que absorben las paredes del compartimento mientras emiten un olor a lluvia y a tierra mojada (pero se sabe que no hay tierra ni lluvia sino negros agujeros del espacio) y los ojos giran enloquecidamente en sus órbitas y los huesos parecen clamar por desprenderse de su envoltura de carne, si se ha soportado el servilismo de los tripulantes, los camareros de Slolub, ese planeta casi tan superpoblado y miserable como la Tierra misma, es más doloroso todavía el regreso, la carga de recuerdos en forma de objetos o imágenes que lo acompaña.

Hay los relatos, es cierto, hay la posibilidad de contar, distraer a la muerte con relatos, describir para los amigos levemente envidiosos las historias de Nueva New York, donde las células terrestres son lo bastante valiosas como para que una nube de chicos nativos semidesnudos y hambrientos siga a los turistas con la esperanza de obtener sus esputos, un trocito de uñas o de pelo, donde los hoteles son gratis a condición de que los huéspedes se dignen a depositar sus excrementos en esas cajas redondas, herméticas, que los camareros rondan con miradas ansiosas. Y están, claro, esos otros amigos que también han viajado y se empeñan en corregirnos los recuerdos, en negar o en cambiar de hemisferio las tormentas de basura de Hybris, en asombrarse de que hayamos percibido corrupción y tristeza en Littil, donde los distintos Estados guerrean permanentemente por la posesión del pequeño continente rodeado de mares sin término.

Y entonces, si uno no se llama Marga Lowental Sub-Saporiti, entiende por fin que es mejor quedarse, renunciar a los viajes, permanecer para siempre en su propio microcosmos donde una mirada inteligente puede encontrarlo todo, en ese castillo de cristal que es Buenos Aires, marcados sus límites definitivos por muchedumbres miserables, hombres y mujeres que lo han perdido todo menos ese impulso fantástico que los ha llevado a arrastrarse a través de los breves campos y las anchas ciudades para terminar amontonándose allí, en el borde de la ciudad grande, de la ciudad-mito, aplastando sus narices contra los confines como si pudieran sentir a través de las barreras el olor mágico de la prosperidad y las barrigas llenas de sus habitantes, hombres y mujeres y chicos que luchan y se destrozan para acercarse a las fronteras, la ñata contra el vidrio, agonizantes.

Pero Marga Lowental Sub-Saporiti no. Marga estaba dispuesta a seguir, a intentarlo una y otra vez, sin esperanzas, llevada por la inercia de ese movimiento que había comenzado hacía tantos años y que seguía obligándola a partir, a regresar y partir hacia destinos que, a pesar de todo, insistía en imaginar más asombrosos, más diferentes de lo que finalmente eran, de lo que su propia capacidad de percepción estaba capacitada para aprehender.

Porque después de todo, en los viajes, decía Marga a quienes inquirían sin comprender las causas que la llevaban a atravesar una y otra vez el negro punto que se extendía entre las estrellas, en los viajes se conoce gente. Y no se refería por cierto, Marga, al sórdido amor de los camareros de Slolub, cuyas funciones incluían introducirse desnudos en los cubículos de los pasajeros (y qué hábiles qué inteligentes profesionales eran) para provocar ese orgasmo que ayudaba a paliar las angustias del salto.

Se refería, por ejemplo, a esto, Marga, a este pasearse junto a Carlos entre las altas pilas de desechos estelares de Mieres, basurero del universo, el gran país continente que, desoyendo las súplicas o las órdenes del Consejo de Estados de su mundo, utilizaba su enorme extensión para almacenar la porquería con la que los otros mundos de su sistema no se atrevían a contaminar el espacio.

Y era un pasearse junto a Carlos sin tocarlo, cubiertos los dos con la delgada película protectora antirradiactiva, sabiendo que no se llamaba Carlos sino de alguna forma que la garganta humana no estaba en condiciones de pronunciar, sabiendo que Carlos, educado en las mejores instituciones de la Tierra, de su propia ciudad (y al que nunca en la Tie rra hubiera podido conocer), había adoptado la forma de un hombre para hacerse más agradable a sus ojos, tal como podría haber adoptado cualquier otra, incluso su desconocida forma verdadera, infinitamente atractiva en su misterio (una maravilla, el misterio, a la que ningún modo de conocimiento podría acceder jamás). Y por eso le había prohibido él tocarlo, intentar percibirlo con otros sentidos que la vista y el oído, tanto más fáciles de engañar que el tacto, que el olfato (ese hedor incalificable que emergía de pronto entre las nubes de loción para después de afeitarse en las que Carlos se envolvía, se ocultaba).

El oído: privilegiado lugar de las alucinaciones.

Como creer hasta el fondo, por ejemplo, cuando Carlos abandonaba su español neutro, esas expresiones modeladas en los consejos internacionales, mezcla de mexicano, catalán y foguense, para entonar con voz demasiado grave y hermosa los tangos del Morocho, si hasta el mitológico funyi requintado se le formaba entonces sobre su cabeza, las botas de potro y boleadoras todavía un poco fantasmales, tomando cuerpo lentamente, percanta que me amuraste, cantaba Carlos, en lo mejor de la vida, tan porteño viejo, más Gardel que el mismo mudo, su tocayo, la felicida-a-a-a-a-a-ad, de sentir amo-o-o-o-or, hasta la pronunciación nasal sabía imitarle Carlos, qué loco, pensaba Marga, caminando a su lado, sin tocarlo, un poco enamorada.

Y andaban así, animadamente cantando, conversando, entre las pilas de estrellas de Salve gastadas y los despojos tornasolados de brintz que los hábiles mierenses habían logrado convertir en atracción turística, cuando Marga sintió que le tocaban el hombro y era una mano humana, era un hombre, uno de los humanos que regían el planeta, mierense acriollado, como los llamaba Carlos, apenas modificado por el ambiente después de varias generaciones de permanencia en el planeta. El hombre les guiñaba el ojo, guiñaba en realidad los dos ojos alternativamente, intentando imitar un gesto a cultura a la que suponía que ellos pertenecían, gesto de la Tierra, y lo lograba a medias, su cara se retorcía en una mueca que pretendía ser pícara, traviesa, y causaba una extraña impresión de locura.

Les habló en urdu, un urdu golpeado y roto, con un dejo de acento alemán que hacía todavía más difícil comprender sus palabras. Habló durante mucho tiempo, con giros metafóricos, barrocos, en los que Marga se extasió sin comprender hasta el final. Haciéndole preguntas y discutiendo entre ellos sus respuestas, Marga y Carlos entendieron por fin lo que deseaba, lo que ofrecía. Deseaba el anillo de cuarzo que usaba Marga en su pulgar derecho, les ofrecía un espectáculo asombroso, incomparable, prohibido, nunca visto por ojos terrestres, y cómo creerle, cómo impedir que el amargo deambular de una decepción a otra subiera hasta su boca, la de Marga, convertido en una semisonrisa irónica: el secreto acoplamiento de los vlotis, los seres más inteligentes del planeta, otra vez lo mismo, uno más de los tristes pornoshows del universo, pensó Marga.

Pero el hombre, el mierense, levantaba ahora su mano pintada, tres dedos de su mano, con las uñas largas y sucias, para ilustrar con más claridad sus palabras, tres sexos, les decía, los vlotis de tres sexos iban a acoplarse, maravilla de las maravillas, ante sus maravillados ojos, les decía, insistentemente redundaba, no para ser vistos, los vlotis, aclaraba, secretamente irían hacia sus selvas madrigueras, secretamente los verían, gozarían. Y en cada planeta, recordó Marga, en cada lugar donde la reproducción de los seres vivos tomaba la forma de una relación entre ejemplares de distintas características, aparecían estos hombres y mujeres furtivos, guiñadores, ofreciendo prohibidos asombros que por lo general podían verse en cualquiera de los teatros de la ciudad y a veces por las calles, tristes seres nativos subalimentados a los que se obligaba a vestir sus cuerpos inhumanos para poder mostrarlos arrancándose los trapos con sus tentáculos cansados, arrastrándose fatigosamente unos hacia otros en un pobre remedo del limitado erotismo de los humanos, esos humanos incapaces de entender, de contagiarse de una excitación distinta de la suya, incapaces de observar con otra mirada que la de una fría curiosidad científica las auténticas locuras amorosas que debían haber envuelto, antes de su llegada, a esas disparatadas anatomías. Pero Carlos parecía entusiasmado.