Выбрать главу

Pidió disculpas, después, Carlos, tan bien cortado el traje, tan caballero, alisando sus cabellos negros, envaselinados, en el viaje de vuelta pidió disculpas, mirándola de reojo dio explicaciones que Marga no le había pedido, que no le pediría, pero que escuchó con atención obligada, por la extraña, anticuada cortesía de Carlos, nuevamente tan hombre, tan hembra. Porque así le dijo, le explicó Carlos a Marga: hembra autofecundante era él, proteica, el buen amigo Carlos. Inconteniblemente arrastrado por el delirio (volvió a justificarse) que provoca el polvillo de los vlotis (se disculpó correcto), llevado sin fronteras hasta la imperdonable locura de haber depositado en ella, a través de su amable, de su delicioso ombligo (pero había sido al menos un buen amante, esperaba), la minúscula bolsita de huevos. Como un tordo, poéticamente explicó Carlos, de sus natales antiguamente extendidas pampas, poniendo sus huevecillos en nido ajeno para que otra hembra mejor que él, que ella, protegiera y alimentara su nidada. No podía, otra vez prefería no acariciarle la mano, Carlos, pero la miró con afecto, la ilusión óptica era perfecta, inolvidable la mirada de esos ojos negros.

Las consecuencias, entonces, quiso saber Marga, mordiéndose la lengua, avergonzada, arrepentida de las palabras que su lengua curiosa insistía en formar, que su aliento rebelde dejaba salir de su boca, nunca habrás, pensaba ella, de preguntar por las consecuencias del placer, gozarlo y olvidar, y sin embargo allí estaba ella, Marga Lowental Sub-Saporiti preguntándose, preguntándole qué iba a pasarle después. Y Carlos le contestó que nada, amor mío, que nada le pasaría hasta la primavera de su propio planeta, la de su natal hemisferio, así calculó el difícil tiempo entre las estrellas, su gentil Carlos.

Y era primavera en Buenos Aires, la ciudad grande, la ciudad-mito, cuando las larvas comenzaron a alimentarse, devastadoramente, y Marga pudo iniciar por fin el viaje verdadero, único, aquel viaje del cual los otros no habían sido más que inútiles remedos, imitaciones desprolijas, un viaje del que no regresaría jamás decepcionada, del que no regresaría jamás, la esencia, la médula misma del turismo.

La columna vertebral

Mientras buscaba un caramelo en la cartera escuchó la voz del doctor Rosenfeld diciendo que la conferencia había terminado y proponiendo disfrutar del video. Cuando levantó la vista, el médico estaba exactamente en la postura que ella había imaginado, casi recostado, de brazos cruzados, con las piernas muy largas estiradas en una actitud relajada, tan cómodo como la silla se lo permitía. Stella volvió a colocarse los auriculares para la traducción simultánea.

La primera parte de la grabación era repugnante y sangrienta. En ningún momento se mostraba la cara del paciente. No sólo estaba cubierta la zona que delimitaba el campo operatorio sino todo el cuerpo tendido boca arriba. Acceder a la columna vertebral desde un abordaje anterior, entrando por los costados del vientre, exigía cortar una cantidad importante de tejido. No hacía falta ver la cara o el cuerpo del paciente para saber que era muy gordo. La gruesa capa de grasa amarillenta también sangraba. En una segunda etapa se introdujo en el cuerpo un globo que al inflarse servía para mantener apartadas las vísceras y capas musculares. Stella desvió la vista. Como kinesióloga, esa parte de la operación no le interesaba. Sintió una ola de calor que subía desde la espalda cubriéndole la cara con un sudor espeso, y recordó que el doctor Rosenfeld había usado la palabra disfrutar. En su país ningún traumatólogo habría aceptado intervenir a un hombre tan gordo. Buena parte de los efectos positivos de la operación serían anulados por el peso que el paciente cargaba sin piedad sobre su espinazo. Tal vez los médicos yanquis no pudieran permitirse elegir, considerando la creciente obesidad de su población.

Pero cuando el laparoscopio llegó por fin a la columna, el trabajo de los instrumentos en las vértebras le resultó fascinante y empezó a disfrutar ella también. La voz del relator recordaba que no existía todavía un material sintético tan flexible y al mismo tiempo tan resistente como el cartílago humano, capaz de soportar la fuerza de gravedad y el movimiento natural de la columna vertebral. La técnica de Rosenfeld consistía en retirar el disco herniado, reemplazarlo por una jaulita rellena de material esponjoso ("cages", que el intérprete simultáneo traducía equivocadamente como "cajas") y fijar las vértebras correspondientes atando las apófisis dorsales con alambre de platino. Al eliminar el juego entre las vértebras transformándolas en una estructura rígida, la columna perdía posibilidades de movimiento pero en cambio se alejaba el peligro de ruptura o fisura.

Entrar al lugar donde se preparaba el café la devolvió a la sensación de malestar. Sobre una superficie metálica con muchas hornallas humeaban unas veinte cafeteras. Había café con sabor a avellana y café con sabor a vainilla, café con sabor a canela y café con sabor a almendra, café con sabor a jengibre y café con sabor a menta y probablemente hubiera también café con sabor a café pero Stella ya no estaba en condiciones de probarlo, asqueada por la mezcla de esencias artificiales que convertía el aire en una masa densa que ingresaba con dificultad a los pulmones. Se secó la transpiración de la cara con un pañuelo de papel. Por suerte no se había maquillado.

En la sala de descanso se sintió mejor. Como siempre, el congreso paralelo que se desarrollaba en los restoranes, en los pasillos, en las cafeterías de la universidad era más interesante que las ponencias. Se encontró con un traumatólogo argentino que trabajaba ahora en Holanda y con una colega colombiana. Pronto estuvo formando parte de un grupo que discutía con fervor sobre los resultados a largo plazo de ciertas soluciones quirúrgicas. Stella era una de las pocas especialistas de América Latina en deportología femenina. El silencio y la atención con que se la escuchaba siempre volvía a sorprenderla y a veces le resultaba incómodo, como si se esperaran de ella importantes revelaciones o palabras de sabiduría. Ya era una de las Ancianas de la Tribu, una de las más jóvenes, sin duda. La sensación de poder le resultaba agradable.

Desde el otro lado de la sala, un hombre de ojos claros la miraba fijamente. Aunque no lo conocía, Stella le sonrió y le hizo un gesto amistoso con la mano. El hombre usaba un inverosímil pantalón a cuadritos tan norteamericano como la pulcritud y la aséptica belleza de la universidad en la que se desarrollaba el congreso. Las alfombras espesas, acolchadas (cómodas pero dañinas para el arco del pie, decía su mirada profesional), las paredes impecables las oficinas con sus bibliotecas y su cuidadosa privacidad, en las que sin embargo ningún profesor se atrevía a cerrar la puerta cuando estaba con un estudiante para evitar acusaciones de acoso sexual, la biblioteca nutrida y bella, de grandes ventanales que daban sobre el campus, con una vista tan perfecta del césped y los árboles de hojas otoñales que por momentos parecía una foto pegada sobre el vidrio: todo parecía estar allí deliberadamente, como para resaltar la pobreza y el caos de las universidades estatales de las que provenían los pocos panelistas de América Latina.

Stella saludó al hombre que la observaba con tanta franqueza porque sabía que en Estados Unidos mirar a los ojos a una persona desconocida era una falta de cortesía. Aunque ella no recordaba su cara, era posible que él la hubiera reconocido y no quería que se sintiera incómodo. Los ojos celestes le resultaban familiares pero fuera de contexto. Nunca había sido buena para juntar caras con nombres pero en los últimos tiempos se encontraba muchas veces con personas a las que conocía bien y sin embargo no era sólo el nombre lo que parecía haber desaparecido de su mente sino toda información que pudiera servir para identificarlas: ¿un primo lejano, un quiosquero del barrio, el amigo de un amigo, un paciente, un ex compañero de trabajo? Había aprendido a disimular para no incomodar a los demás, que se ofendían o se avergonzaban de ser tan anónimos en su memoria. En cierto modo ese pequeño problema era un índice de la alta posición obtenida a lo largo de tantos años de trabajo en su especialidad. Conocía a mucha gente de distintos países del mundo, y más gente todavía la conocía a ella: el precio del éxito, un motivo más de orgullo. Napoleón y el nombre de sus soldados. ¿Cuál sería el truco?