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El período de descanso había terminado y parte de las personas que la rodeaban se estaba levantando para asistir a otras conferencias o mesas redondas. Muchos fingían estar interesados en algún tema que se exponía en otro edificio y con esa excusa se deslizaban fuera del campus para huir en taxi hacia la ciudad, donde hacían compras o descansaban en el hotel. Los más famosos, los más ignorados, no necesitaban ofrecer ningún tipo de espectáculo y se iban sin disimulo o se quedaban charlando allí mismo o en la cafetería, esperando a algún amigo. Algunos salían del recinto sólo para fumar, a pesar del frío.

En parte por solidaridad profesional, pero sobre todo por curiosidad, con ganas de saber si unos años en Holanda habían sido suficientes para transformar su estilo de charlatán de feria, Stella quería estar presente en la charla de su amigo traumatólogo. Cuando se levantaba de su asiento para acompañarlo a la sesión, el hombre de los ojos celestes que la había estado observando pasó al lado de ella, le sonrió y le dijo una palabra en un idioma desconocido.

Su viejo amigo seguía siendo el mismo viejo charlatán, por supuesto. Una prueba más del provincialismo de los argentinos, siempre dispuestos a creernos los peores del mundo, a imaginar que en un país de verdad -así se decía- ese tipo no podría engañar a nadie y sin embargo allí estaba, representando verborrágicamente a una prestigiosa institución holandesa, con la misma falta de seriedad que de costumbre y un envidiable dominio del inglés.

Distraída, entonces, Stella volvió a la imagen del hombre de los ojos claros, al que ahora fantaseaba interesado en su persona por motivos no profesionales, jugando Stella, halagada, con el posible significado de la palabra que él le había dicho al pasar. ¿Un saludo? ¿Un piropo? De pronto, en su cerebro, el ir y venir del pensamiento tomó un camino cerrado hacía tiempo, el curso de una vieja sinapsis tan inútil como el socavón abandonado de una mina en la que no queda ya la menor veta de oro; algo se movió y se unió y tomó forma y súbitamente entendió no el significado, porque no lo tenía, sino el sentido de la palabra. Una marca registrada que designaba en su país los rollos de viruta o lana de hierro que se usaban para fregar el fondo de las ollas.

El señor de los ojos celestes y los pantalones inverosímiles le había dicho Virulana.

Hacía casi veinticinco años que nadie le decía Virulana. La oleada de calor la obligó a separarse del tapizado del asiento, una resistencia al rojo contra la espalda. El apodo no hubiera tenido justificación ahora que usaba el pelo corto y lacio, en lugar de la cascada de rulos que la definía tantos siglos atrás.

Lo buscó con la mirada. Había entrado delante de ella en la misma sala. Ahora no sólo sabía de dónde venían esos ojos, sino que había entendido por qué la palabra Virulana le había sonado extranjera, era esa forma de hablar sin abrir la boca que tenía el Pampa y que sin embargo no hacía sus órdenes menos tajantes o menos respetables. Virulana miró al Pampa con una sonrisa enorme, aterrorizada. Y sin darse cuenta de lo que hacía, con un gesto que le salía de las tripas y de ciertas regiones del pasado, de cuartos deshabitados y obscuros que no visitaba con frecuencia, se tapó absurdamente con la mano el prendedor con la identificación del congreso que informaba a quien quisiera saberlo su verdadero nombre y apellido.

Salió del auditorio sabiendo que el Pampa la seguiría.

La cafetería estaba casi vacía.

– Qué alegría -dijo ella.

La emoción era verdadera, la alegría era difícil. Sobrevivientes de un naufragio, rescatados por barcos de países diferentes y remotos, sin saber cada uno si el otro había llegado alguna vez a tierra. Cargados de muertos. Stella volcó el vaso de Coca-Cola con un movimiento brusco. Trató torpemente de secar la mesa con servilletas de papel. El hombre le apoyó la mano en el hombro para tranquilizarla y le propuso mudarse de mesa.

– Te planchaste el pelo, Virulana -dijo él.

– No, al revés, antes usaba permanente -dijo ella.

Stella entrecerró los ojos por un segundo, tratando de recomponer sobre la cara amable y algo abotagada, con sonrientes arrugas alrededor de los ojos, la otra cara, delgada y ansiosa, que llevaba con ella.

– Qué raro -dijo él, rozando con un dedo el cartelito que ella llevaba prendido en la solapa-. Qué raro. Dossi. Siempre pensé que tendrías apellido judío.

Qué raro: haber conocido tanto de sus cuerpos y nada de sus nombres. Y como él no usaba la identificación del congreso, Stella empezó por el principio: por preguntarle cómo se llamaba, quién era, dónde vivía, como si nunca se hubieran besado, como si nunca hubieran estado abrazados, asustados, acostados en la cama de un hotel por horas, escuchando allí afuera pasos y sonidos que siempre les parecían amenazadores, policiales.

La mayor parte de la gente que ha compartido alguna vez, estrechamente, el mismo tiempo y espacio, trata de resumir, al encontrarse muchos años después, todo lo que sucedió durante el lapso transcurrido desde que dejaron de verse. A Virulana y el Pampa, en cambio, les interesaba mucho menos saber qué habían hecho después, por dónde y hasta dónde habían llegado, que enterarse de lo que estaban haciendo en aquel mismo momento en el que compartían riesgos esforzándose por saber cada uno, del otro, lo menos posible. Y por momentos era tan difícil, por momentos había que fingir que uno no conocía a un amigo de siempre más que por el nombre de guerra o, como en este caso, había que resistirse deliberadamente a seguir las múltiples pistas que podrían conducir a la verdadera identidad de la persona con la que uno se acostaba. Hablaron, entonces, en la cafetería de esa universidad norteamericana que los amparaba con su riqueza fácil y generosa, burlándose de ellos y de sus odios y sus esperanzas de veinticinco años atrás -evitando, mientras hablaban, todo recuerdo o mención de esos odios y esperanzas-t sobre sus trabajos y sus estudios y sus amigos y sus familias de aquella época. Intercambiaron sus verdaderas antiguas direcciones, en las que ya ninguno de los dos vivía. Hablaron de lo que hacían sus padres, de sus vidas cotidianas y secretas, paralelas a los encuentros en el local donde se reunían para hacer política barrial, para trabajar en la concientización de los vecinos, repartiendo volantes, colaborando en tareas comunitarias, tocando timbres casa por casa para conocer y conversar y persuadir a las señoras del barrio, participando en interminables reuniones políticas en las que discutían y analizaban las órdenes que bajaban desde las alturas a veces irreales en las que estaban situados sus dirigentes y que finalmente debían limitarse a obedecer, organizándose para marchar en las manifestaciones y aprendiendo a manejar, asustados y orgullosos, las armas que guardaban en el sótano. Sin tocar, todavía, sus recuerdos comunes, hablaron de esa otra zona de sus vidas que nunca habían compartido ni conocido, que en aquel momento debían mantener oculta como par-e de una militancia política que en cualquier momento podía volverse, como en efecto sucedió, prohibida y clandestina.

La cafetería se llenó de gente. Panelistas, espectadores, estudiantes cargaban sus bandejas con esa comida que a la licenciada Stella Maris Dossi, o Virulana, le resultaba entre insípida y repulsiva, a la que el Pampa, que ahora era también el doctor Alejandro Mallet, parecía estar acostumbrado después de vivir muchos años en Estados Unidos. Otros colegas pidieron permiso para compartir la mesa. El Pampa se sirvió una enorme porción de ensalada verde con fideos fríos a la que aderezó, usando un cucharón, con una sustancia blancuzca, espesa, mucilaginosa, en la que se veían algunos trocitos sólidos, y parecía hecha a base de algún derivado del petróleo.

– Blue cheese -comentó, con tono de disculpa-. Me encantan todos los dressings.

Y Virulana no era quién para discutir los beneficios o el sabor de los aderezos de ensalada yanquis con el responsable de su unidad básica. Antes le gustaba el contraste entre los ojos muy celestes y el pelo muy negro del Pampa; ahora el color se veía desvaído, parecía haberse atenuado en el juego con el pelo casi blanco. Stella comió poco. Las olas de calor parecían tener misteriosas relaciones con el funcionamiento de su aparato digestivo.

A la noche fueron a bailar con un grupo de colegas. Habían elegido una disco para gente grande, donde pasaban oldies de los sesenta. Stella se lució bailando Twist and Shouts en versión de Chubby Cheker con un neurólogo canadiense especialista en miogramas. Se sacó los zapatos para que las medias le permitieran resbalar mejor por el piso plastificado y consiguió, incluso, gracias a los ejercicios que hacía todos los días para fortalecer los cuadríceps, realizar esa compleja flexión que exigía el twist, bajar y subir lentamente en puntas de pie, con las piernas dobladas moviéndose a un lado y al otro, a pesar de su leve artrosis de rótula en la rodilla izquierda. Su compañero de baile la aplaudía pero no lo intentó.