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– Lo está matando, mamá mamá mamá, lo va a destrozar, mamá, mamá, ¡vení ahora! Lo está revoleando, ¡LO MATA, MAMÁ!

Mamá quiso correr a la velocidad que exigían los gritos enloquecidos de Soledad, se resbaló y se cayó torciéndose un tobillo de mala manera. Se levantó y siguió como pudo hasta la pieza donde el bebé dormía tranquilamente en su cuna mientras Tom revoleaba por el aire un perrito de paño relleno de mijo. El perrito ya estaba en parte roto y el mijo salía por el agujero, impulsado por la fuerza centrífuga, chocando contra las paredes, cayendo al suelo, sobre las camas, en la cuna. Soledad gritaba histéricamente. Mamá la hizo callar de una bofetada, le sacó a Tom el perrito de paño y se sentó sobre una de las camitas porque el tobillo lastimado ya no la sostenía. Vio sangre en la cara de Soledad y sintió un golpe en el corazón. Después se dio cuenta de que le había pegado con la mano herida, que volvía a sangrar. Vio el dibujo de globos y payasos que ella misma había elegido para la colcha y otra vez tuvo ganas de llorar.

– Traéme el costurero que voy a curar a tu perrito: lo voy a coser -le dijo a Soledad. El tobillo empezaba a hincharse.

– Traéme esto, traéme aquello, qué te crees que soy -dijo Soledad-. ¿Te crees que soy la Cenicienta de esta casa?

– Entonces no te coso nada el perrito y no me importa nada si se le sale todo el relleno -lloriqueó mamá. ¿Como una buena madre? ¿Lloriqueando?

– Quiero panqueques rellenos -dijo Tom-. Mamá le pegó a Soledad. Mamá es un ano con pelotudeces.

Mamá rengueó hasta su dormitorio. En el cajón de la cómoda encontró un pañuelo del tamaño adecuado para hacerse un vendaje en el tobillo. Un esguince, nada grave, si mañana empeoraba iría al médico. El pie ya no le cabía en el zapato. Trató de hacer el vendaje bien apretado (la mano herida no le facilitaba el trabajo) y se puso encima un zoquete de los que su marido odiaba y que ella usaba solamente para dormir. Sintió en el aire un olor a quemado y se acordó de la torta pascualina.

Caminando despacio (el tobillo latía dolorosamente) fue a la cocina. Se agachó para abrir la puerta del horno y vaya a saber por qué alcanzó a darse vuelta justo a tiempo para ver a Tom y Soledad ya definitivamente aliados (pero qué bueno que los hermanos sean unidos, que se ayuden entre ellos), sus cuatro manitas empujándola desde su inestable posición, en cuclillas, contra el horno caliente. Pudo moverse hacia un costado antes de caer, quemándose solamente el antebrazo izquierdo, que rozó la puerta abierta. Puteó de dolor y también de miedo. Sin decir nada, mirándolos fijamente, jadeando, puso la zona quemada debajo del chorro de agua fría. Eso la alivió enseguida.

– Mamá dijo una mala palabra -dijo Tom.

– De veras no sabíamos que el horno estaba caliente de verdad, mamita perdóname, queríamos jugar a Hansel y Gretel, de veras que no sabíamos.

– La bruja mala se quemó en el horno y se hizo de chocolate rico y se la comieron -dijo Tom-. Mamá dice malas palabras.

– De veras que no sabíamos -repitió Soledad, con cierta monotonía.

Mamita pensó que no le creía y también que estaba loca por no creerle. Sus hijos. Los quería. La querían. El amor más grande que se puede sentir en este mundo. El único amor para siempre, todo el tiempo.

El Amor Verdadero. Necesitaba estar un momento sola, pensar en la llamada, en la voz lejana, con ecos. Llorar. Ponerse Cicatul en la quemadura, que ardía ferozmente. Fue al baño. Una mujer organizada ya lo habría secado. El baño seguía mojado. Una buena madre. Tom la siguió.

– Tom, mi vida, mamita tiene que estar un momentito sola en el baño.

– ¿Para qué?

– ¡Para hacer CACA! A mamita le gusta estar sola cuando hace caca, ¿sabes?

– A mí no. A mí me gusta más que me hagan compañía cuando hago caca.

– Pero a mí me gusta estar sola.

– A mí también -intervino Soledad-. Porque yo ya soy grande. Tom es un bebé.

– Yo no soy ningún bebé -aulló Tom.

– Quiero ver cómo mamá se saca la bombacha. Quiero verte los pelitos de abajo -dijo Soledad.

– Yo también quiero ver la concha peluda de mamita -dijo Tom.

– Cuando yo sea grande voy a tener una concha peluda -dijo Soledad.

– ¡Pero nunca de nunca vas a tener un pito! -dijo Tom.

– ¡Y vos nunca de nunca vas a tener mis años! ¡Por más que cumplas y cumplas años nunca vas a tener mis años! -dijo Soledad.

– Quiero que se vayan -dijo mamá en voz muy baja, temblorosa, amenazadora.

– Y yo quiero verte las tetas -dijo Tom-. Al bebé lo dejas chupar y a mí no.

– Sí, sí, eso queremos, tetas tatas titas totas tetas tetas -canturreó Soledad.

Con todo su peso Soledad se abalanzó sobre mamita para desabrocharle la blusa, mientras Tom le metía las manitos por abajo. El ataque fue repentino, mamá no lo esperaba y su nuca golpeó fuerte contra los azulejos blancos y celestes, con motivos geométricos. El golpe la atontó y al mismo tiempo la hizo perder el control. Agarró a cada uno de un brazo, apretando con bastante fuerza como para dejarles marcadas las huellas de sus dedos. Casi no sentía dolor en la mano herida. Caminar, en cambio, era un puro esfuerzo de voluntad. Los arrastró fuera del baño, por el pasillo.

Cuando calculó que estaba lo bastante lejos los soltó de golpe, empujándolos para asegurarse de que se cayeran. Corrió hacia el baño apoyándose en las paredes, sintiendo que Tom y Soledad se levantaban, escuchando sus pasitos livianos y veloces otra vez hacia ella, alcanzó sin embargo a meterse en el baño y cerrar la puerta sobre un pie de Soledad, que no gritó. Empujó la puerta hasta que Soledad, jadeando de dolor pero todavía en silencio, tuvo que sacar el pie. Pudo cerrar la puerta y dar vuelta la llave.

Mamá se sentó en el inodoro, apoyó la cabeza en un toallón y se puso a llorar. Lloró y lloró, aliviándose, sintiendo que un sollozo provocaba al otro, lo buscaba. Lloró como quien vomita hasta escuchar, de pronto, a través de su propio llanto, otro llanto nítido, distinto, que se acompasaba extrañamente con el suyo. El bebé. Su bebé. Se acercó a la puerta, apoyó el oído. Se oían risitas ahogadas. Estaban allí. Ahora la tenían en sus manos, sin defensas. Un rehén. Rescatarlo.

Muy lentamente, tratando de no hacer ruido, dio vuelta la llave en la cerradura y abrió la puerta de golpe. Tom, que estaba del otro lado apoyándose con todo su peso, cayó sobre los mosaicos golpeándose la cabeza. Mamá rengueó hasta la pieza de los chicos. Soledad, sentada, sostenía al bebé sobre su falda. La golpeó en la cara con la mano abierta, arrancándole al bebé de los brazos. Soledad tropezó contra una sillita baja y eso le dio tiempo a mamá a adelantarse. Pronto estuvo otra vez en el baño con el bebé. Tom seguía en el suelo, gritando y pateando. Lo empujó afuera con el pie y volvió a cerrar con llave.

Su bebé. Chiquito. Indefenso. Suyo. Mamá lo abrazó, lo olió. La leche empezó a fluir otra vez, mansamente, de sus pechos. Se tocó la nuca. Apenas un chichón. Puso su cara contra la del bebé, tan suave, cubierta por un vello rubio casi invisible. Despedía calor, amor. Mamá lo acunó mientras cantaba una dulcísima melodía sin palabras. El bebé era todavía suyo, todo suyo, una parte de ella. Movía incontroladamente los bracitos como si quisiera acariciarla, jugar con su nariz. Tenía las uñitas largas. Demasiado largas, podía lastimarse la carita: una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, les corta las uñas más seguido. Algunos movimientos parecían completamente azarosos, otros eran casi deliberados, como si se propusieran algún fin. El índice de la mano derecha del bebé entró en el ojo de mamá provocándole una profunda lesión en la córnea. El bebé sonrió con su sonrisa desdentada.

Auténticos zombies antillanos

En un cuento de Andersen los zapatos de la Suer te cumplen los deseos de quien los lleve puestos y esa realización trae desdicha. Cuando alguien se atreve a desear, en forma simple y directa, ser feliz, recibe la muerte. No porque los zapatos mágicos hayan fallado, sino todo lo contrario: porque la felicidad exige la anulación de los deseos.

Disneyworld, para muchas familias latinoamericanas, es la representación misma del deseo y la ilusión. El viaje al Paraíso se ofrece como premio en infinitos (porque se reproducen y renuevan) concursos infantiles. Acceder al Paraíso es una exhibición de prosperidad, el resultado de un golpe de suerte, una promesa de parientes ricos, una fantasía imposible de los pobres.

En el mundo real, Disneyworld es un parque de diversiones grande y hermoso. Para quien no espera o imagina otra cosa, es un lugar de placer. Pero no es el Paraíso. Los adultos lo saben: los chicos no. Por eso, a partir de cierta edad, les resulta decepcionante.