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De golpe un hombre del público se puso de pie. También era negro y parecía brotar de su cuerpo un inmenso poder.

– Barón Samedí, Bokor, Sacerdote del Mal, te desafío -gritó-. Este hombre no era tuyo, no tenías derecho sobre él. Yo, Hungan, Sacerdote del Bien, te desafío.

– El Mal es el Bien, el Principio es el Fin -aulló el Barón Samedí, torturando los oídos del público gracias a los amplificadores.

– Si no sueltas a ese hombre, voy a encerrar tu Buen Alma en un frasco para toda la eternidad. ¡Te voy a convertir en un Cuerpo Cadáver!

Y nadie pudo entender bien lo que siguió porque ahora los rivales ya no hablaban inglés sino créole o francés, o algún idioma del África. Con las invocaciones a los dioses y las palabras mágicas, humos y nieblas de colores llenaron el local. Como todos lo esperaban, el chivo se transformó otra vez en hombre y volvió a la mesa, tambaleándose.

El telón cayó de golpe y el espectáculo se dio por terminado. Por supuesto, nadie estaba desilusionado; aunque por los comentarios que se escuchaban en la playa de estacionamiento, muchos pensaban que el show había sido demasiado violento para los niños, sobre todo por la mala idea de matar un cerdo en el escenario.

De vuelta en Santiago, Gonzalo habló más de Disneyworld que del espectáculo vudú, al que, sin embargo, recordaba siempre en sus pesadillas. Él y Ximena comentaban a veces entre ellos algunas de las cosas que habían visto y que no se atrevían a contarles a los demás porque parecían de veras increíbles.

Además (y esto sí que era un secreto), desde que había tomado el líquido verde y el líquido rojo, cada vez que se ponía de mal humor, el pie derecho de Gonzalo se transformaba en pezuña y le crecían muchos pelos largos y negros.

Porque ni siquiera un niño es del todo Inocente.

Los días de pesca

Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las rocas. Íbamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo "nos" pero el único que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de papá. En el muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros, aunque son chicos, tiran mucho y que a veces/ por la forma en que se dobla la caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande, ando alguno de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y vibraba, yo me acercaba y le decía: "Por ahí es un mero, nomás". Sabía también reconocer a los gatuzos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían manchas obscuras se llamaban "overos". A los gatuzos les sacaban el anzuelo y los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los chuchos, me decía papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo ventosa. Una vez papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de nailon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la noche después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan fuerte. Esa mañana, en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo y yo no sabía por qué. "Tuvo que dormir en el suelo toda la noche", me dijo mamá. "En la cama no podía ni darse vuelta". A la noche volvió cansado pero menos dolorido. "Levantarme del suelo me dio un trabajo bárbaro", me dijo. Había ido al médico esa tarde. "Hernia de disco" le diagnosticaron. "Tómese unos calmantes".

En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces papá me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarnaba él porque tenía miedo de que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme). El magrú tiene un olor fuerte y mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del auto. En ocasiones muy especiales papá compraba calamaretes y los ponía en el congelador: carnada de lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pulóver muy gordo de color amarillo mostaza que me había tejido mamá y jugaba a hacerme canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pulóver, que me quedaba grande, hasta que me tapaba completamente las piernas, enganchado en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle. Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento.

Con los mediomundos me entretenía tratando de adivinar, cada vez que los levantaban, cuántos cornalitos traían. Generalmente no traían ninguno. Había aprendido a agarrar los cornalitos, que me dejaban en la mano las escamas brillosas, y los ponía en la lata del pescador. Me gustaba el olor de la mezcla que los mediomunderos tiraban cada tanto al agua para atraer a los cornalitos. En el muelle lo único que sacábamos eran gatuzos.

En el Pozo de las Burriquetas teníamos más suerte. Había que bajar una especie de escalenta natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era una playita angosta y bastante larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que había entre las huellas de papá, setenta metros más o menos a lo largo de la playa. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

Los tirones los empezó a sentir después en la pierna derecha. Primero en el pie. Después en la pantorrilla. La columna no le dolía más. En ese momento había problemas financieros en la fábrica y tenía que andar mucho por el centro, de banco en banco. "Déjate de jorobar y anda a un médico como la gente" le decía mamá, que no es amiga de médicos. "Ese de la mutual no sabe nada". La verdad es que papá ya rengueaba bastante y el fin de semana de Reyes no había posición que le viniera bien. Mamá estaba en Mar del Plata con los abuelos y yo me sentía responsable de que papá estuviera lo más cómodo posible. El tirón lo sentía ahora en el muslo; comía medio recostado en el sillón del living.

Donde sí pescábamos de verdad era en lo que papá llamaba "El Pozo Pestilente". Íbamos poco porque estaba lejos. Es el lugar donde desagua la cloaca de Mar del Plata, y donde van a tirar los desechos las fábricas de pescado. Para ir al Pozo Pestilente había que levantarse temprano. El día anterior mamá nos preparaba los sandwiches y las bebidas. Se pescaba desde arriba del acantilado. El suelo estaba cubierto de huesitos de pescado y toda clase de porquerías. Había unas moscas verdes brillantes, o azules y pegajosas que zumbaban fuerte y volaban despacio. Moscas zonzas, les decía papá, por lo pesadas. Allí pescábamos bagres, unos bagres gordos, bigotudos y con feo olor. Papá les cortaba enseguida los bigotes, donde tienen un aguijón. Después, a la noche, protestando mucho, mamá preparaba los bagres en una mayonesa de pescado.

Mientras estábamos pescando no hablábamos casi. Había que estar callados para no espantar a los peces. Papá tenía la caña agarrada con las dos manos y entre el índice y el pulgar de la mano de arriba sostenía el nailon de la línea para sentir el pique. Cuando me dejaba tener la caña un ratito, a mí siempre me parecía que había pique y le hacía levantar enseguida. Teníamos dos problemas: los enganches Y las galletas. Cuando había un enganche papá dejaba la caña en el suelo y agarraba el nailon. Lo estiraba lo más que podía y después lo soltaba de golpe. Si no se desenganchaba, se cortaba la línea; pero daba mucho trabajo que pasara cualquiera de las dos cosas. Las galletas eran lo peor. Y a veces venían junto con los enganches. El hilo del ril se engalletaba de tal manera que teníamos que guardar todo y volver a casa para desenredarlo con paciencia. Una galleta brava podía llegar a suspendernos la pesca por toda la semana.