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Lo que más me gustaba era la parte de operar a los pescados. Papá los abría en canal con el cuchillo que guardaba en la caja verde y que también servía para cortarles los bigotes a los bagres y la cola a los chuchos. Les sacaba las tripas. Abríamos los intestinos para ver qué habían comido. Mientras lo estábamos haciendo yo me imaginaba que iban a aparecer allí toda clase de maravillas, como anillos mágicos o pedacitos de vidrio. Sin embargo, nunca me decepcionaba porque papá, examinando el picadillo, me daba una larga explicación sobre lo que habían comido los pescados. Además a veces encontrábamos caracoles o cangrejitos. Una vez pescamos una corvina negra con las huevas hinchadas de huevitos. Como era muy grande papá se sacó una foto con la corvina todavía enganchada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

Tuvo que volver mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera. Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. "Si no se opera, pierde el pie", le dijeron. Porque papá y mamá no querían. "Está pinzado el nervio ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?", le dijeron. Porque sabían que no le gustaría. "No hay alternativa", le dijeron. "Hay que operarse". Porque querían ver lo que tenía adentro.

Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue el día del cardumen. Era un día de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los nuditos de nailon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. "Un cardumen en el muelle", dice, y se va corriendo.

El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña.

La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada. Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había llevado la caña, pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que pescaban los demás. En a película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás, del otro lado de la cámara. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmáramos. Habían pasado tres días desde la operación. A papá le gustaba llevar el registro filmado de todos los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero papá se sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán.

A los pescados el anzuelo no siempre se les clavaba en la boca. A veces se lo tragaban y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso papá decía que el pescado era "robado". Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se corte la línea. Cuando parecía que había picado algo grande papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el pinche les salía bastante sangre.

Nunca se me ocurrió preguntarle a papá por qué se morían los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran respirar. A papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera contestar. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

"Me ahogo", me dijo mamá llorando que papá le dijo. Y cuando ella levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a respirar. "Hicimos todo lo que pudimos", me dijo mamá llorando. "Fue una embolia. Los pulmones".

Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.

Forastero en el sur

Cuando nuestros cuerpos humanos han llegado a cierta edad se insinúa (sutilmente se ordena) que aquellos de entre nosotros capaces de comunicarse con fluidez con los habitantes de este planeta que se llama a sí mismo la Tierra, aquellos capaces, repito, reitero (sinonimizo, neologizo: de mi dominio lenguaraz me jacto), deberían intentar relacionarse con hembras humanas.

Aunque luzca con aparente comodidad esta envoltura física, no soy ella sino que en ella estoy, mi cuerpo como una vestidura: nada de mí (creo y espero) es humano (quiero y deseo), salvo el jactarse: temo. Recibí la insinuación de aparearme, sutil orden, con lamentable angustia: he aquí que las hembras humanas provocaban en mí riesgoso, desobediente desagrado.

Quizás, razoné, nosotros-yo (ay del razonar con este primitivo equipo de células pensantes, puentes axón-dendrita tan angostos para la anchura total de un pensamiento), quizás una muestra verbal de aquello que un varón humano encuentra atractivo en una hembra podría volverlas más atrayentes para mí, por el envolverlas en esto que de los humanos amo tanto, el orgásmico goce del idioma.

Solicité entonces la ayuda de uno de ellos, un Traidor-Informante que había colaborado otras veces conmigo: en su oficio de taxista, me había hecho conocer la ciudad en todos los recovecos de su habla Y en nuestros viajes de lengua (conozco juegos: digo aquí lengua únicamente por idioma) ya me había mostrado su interés general, heteróclito y confuso por toda hembra.

Para iniciar mi aprendizaje optó el Informante por recortar campo tan vasto. Nos limitamos, entonces, en la primera lección, a las glándulas mamarias.

Observamos una mujer al azar, mujer que vestía blusa o camisa sin apreciable escote pero (hízome notar el Traidor) resultaba esa prenda algo pequeña. Por lo que arrugas, o naturales alforzas, marcaban el presionar de sus glándulas contra la tela, rayos de un sol cuyo centro fuera el pezón. No joven, no bella mujer: pero para qué le vas a mirar la cara, insistió el Traidor. Como si fuera a rasgarse, la tela, como si fuera a reventar, rotos los hilos de su trama por el impulso de esas glándulas enérgicas, afirmativas.

Pero eso fue fáciclass="underline" desafiante, me pidió el Traidor (en jactanciosa exhibición de verba) que eligiera hembra no por completo marchita a la que considerara yo de difícil elogio.

Elegí un ejemplar anodino, hembra insignificante más que fea, mujer de zapatos viejos y falda a media pierna, encaminándose, por su edad avanzada, hacia su propio personal crepúsculo.

Ésas, me dijo el traidor, al final resultan las más putas.

¡Oh Traidor! ¡Oh efectista simpleza de tu lengua! Tetas flojas, abundó mi Informante, me juego las bolas que estrías no les faltan. Como bolsitas vacías, abundó aun, pezón peligrosamente acercándose al ombligo y sin embargo. Y sin embargo, ya ves, particular placer puede obtenerse de semejantes agotadas glándulas, elásticas, adaptables, capaces de rodear, hábilmente manipuladas, en circular abrazo el instrumento masculino.