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—Estás muy callado, viejo amigo —dijo Maximiliano—. ¿Te he preocupado gritando y provocando la reyerta de antes?

—Un poco, pero eso ya ha pasado.

—¿Qué ocurre entonces?

—Estaba pensando. Un pasatiempo pernicioso que lamento. —Fausto inclinó la copa y contempló absorto y entristecido su interior más profundo—. Henos aquí —dijo—, en las entrañas de la ciudad, en este lugar extraño y sucio. Siempre he pensado que todo parece irreal aquí abajo, que todo es una especie de escenario.Y sin embargo, ahora mismo, tengo la impresión de que es, con diferencia, mucho más real que cualquier otra cosa del mundo de ahí arriba. Aquí, al menos, no hay fingimientos. Entre la fantasía y lo grotesco, cada uno es quien es. Nadie finge ser otro. Sabemos por qué estamos aquí y lo que debemos hacer. —A continuación, señaló hacia arriba, el mundo por encima de ellos—: Allí arriba, sin embargo, la locura reina hegemónica. Creemos que ése es el mundo de la dura realidad, el mundo del poder imperial y el poder comercial romanos, pero de hecho no hay nadie que se comporte como si nada de eso debiera tomarse en serio. Escondemos la cabeza en la arena, como los grandes pájaros africanos. Los bárbaros se acercan, pero no estamos haciendo nada para frenarlos. Y esta vez los bárbaros nos engullirán. Acabarán irrumpiendo estruendosamente en la ciudad de mármol que tenemos encima de nuestras cabezas, la saquearán y le prenderán fuego. Al final, de Roma no quedará nada más que este oscuro, frío, húmedo, escondido y eternamente misterioso mundo subterráneo de dioses extraños y horrendas monstruosidades. El que yo supongo que es la verdadera Roma, la eterna ciudad de las sombras.

—Estás borracho —dijo Maximiliano.

—¿De veras?

—Como sabes muy bien, Fausto, este lugar de aquí abajo es un mero mundo de fantasía. Es un lugar sin significado. —El príncipe señaló hacia arriba, como Fausto había hecho antes—. La verdadera Roma de la que estás hablando está ahí. Siempre lo estuvo y siempre lo estará. Los palacios, los templos, el Capitolio, las murallas. Sólida, indestructible, imperecedera. La ciudad eterna, sí.Y los bárbaros nunca la engullirán. Nunca. Nunca.

También ése era un tono de voz que nunca antes Fausto había oído en el príncipe. Era la segunda vez en menos de una hora que no reconocía su voz. En esta ocasión era dura, clara, apasionada. De nuevo su mirada traslucía una inédita y extraña intensidad, la misma que Fausto había percibido el día antes, cuando el príncipe habló de los emperadores como si se tratase de monstruos y fenómenos de feria. Era como si algo nuevo estuviera bullendo por liberarse en el interior del cesar durante estos días.Y ahora debía de estar muy cerca ya de la superficie. «¿Qué nos sucederá cuando finalmente se libere?»

Cerró los ojos por un instante, asintió con la cabeza, sonrió. «Dejemos que salga lo que tenga que salir —pensó—. Sea lo que sea.»

Acabaron su jornada en el mundo subterráneo poco después. El salvaje estallido de Maximiliano en la sala de los adivinos parecía haberles aguado la fiesta, incluso el deseo antes insaciable de Menandros por explorar los infinitos recovecos de las catacumbas se había apagado.

Faltaba poco para la puesta de sol cuando Fausto llegó a sus dependencias; le había prometido a Menandros que cenaría con él más tarde, en el alojamiento del embajador, en el Palacio Severino. Le aguardaba una sorpresa. El príncipe Heraclio se había marchado realmente a su refugio de caza y no a la frontera; de modo que había recibido el mensaje que Fausto le envió y se encontraba ya de regreso a Roma. Llegaría aquella misma noche y deseaba encontrarse con el emisario de Justiniano tan pronto como fuera posible.

Con premura, Fausto se dio un baño y se vistió formalmente. La muchacha numidia ya estaba preparada y esperándolo, pero Fausto la despidió y anunció a su secretario privado que tampoco necesitaría por esa noche sus servicios.

—Un curioso día —dijo Menandros cuando Fausto llegó.

—Sí lo ha sido —convino Fausto.

—A tu amigo el cesar le afectó mucho toda la monserga de aquel hombre diciendo que se convertiría algún día en emperador. ¿Tanto le desagrada la idea?

—Es algo en lo que nunca ha pensado. Heraclio será el emperador. Eso nunca se ha puesto en duda. Él es seis años mayor. Era ya el sucesor de su padre cuando Maximiliano nació, y todo el mundo lo ha tratado siempre como tal. Maximiliano no ve para sí mismo un futuro distinto a la vida que ahora está llevando. Nunca se ha considerado como un soberano en potencia.

—Sin embargo, el Senado podría nombrar emperador a cualquiera de los dos, ¿no es así?

—El Senado podría nombrarme a mí, si ésa fuera su voluntad. O incluso a ti. En teoría, como seguramente sabes, no hay imposición hereditaria. En la práctica, las cosas son diferentes. La llegada de Heraclio al trono no se cuestiona. Además, Maximiliano no quiere ser emperador. Serlo es una tarea dura y Maximiliano no se ha esforzado por nada en toda su vida. Creo que eso es lo que tanto lo ha irritado hoy, el mero hecho de que algún día pudiera ser emperador.

A esas alturas, Fausto conocía lo bastante bien a Menandros como para detectar el desprecio apenas disimulado que estas palabras le habían producido. El embajador tenía muy claro el concepto de emperador: un hombre severo e implacable como Justiniano, que ejercía el dominio desde Dacia yTracia hasta las fronteras con Persia y desde los helados límites al norte, en el mar Póntico hasta algún lejano lugar en el sur en la tórrida África, mandando sobre todo y sobre todos, sobre el complicado mosaico que era el Imperio Oriental, con un simple pestañeo. Mientras, allí, en el siempre más blando Occidente (el cual estaba a punto de pedirle ayuda a Justiniano para combatir a sus propios enemigos de toda la vida), el emperador reinante estaba en aquellos momentos enfermo e invisible, el proceder del heredero al trono era tan extraño que era capaz de escabullirse de la ciudad en el preciso momento en que el embajador de Justiniano llegaba para discutir los términos de esa alianza que Occidente tan urgentemente necesitaba, y al segundo en la sucesión al Imperio le interesaba tan poco la perspectiva de alcanzar la grandeza imperial que le había propinado una soberana paliza a un inofensivo hombrecillo que había osado sugerirle tal posibilidad.

«Nos tiene que considerar poco menos que despreciables —pensó Fausto—.Y quizá tenga razón.»

Era mejor que la conversación no siguiera por aquellos derroteros. Fausto la atajó comunicándole que el príncipe Heraclio regresaría esa misma noche.

—Ah, así pues —dijo Menandros— las cosas deben de estar ya en orden en vuestra frontera norte. Bien.

Fausto no creyó que fuera su obligación explicarle que era absolutamente imposible que el cesar hubiera hecho el viaje de ida y vuelta hasta la frontera en tan pocos días y que, de hecho, se había marchado simplemente a su refugio de caza en el campo. Heraclio era absolutamente capaz de quitarle importancia al asunto por sí mismo y sin la ayuda de Fausto. De manera que Fausto dio instrucciones para que se sirviera la cena.

Justo estaban ya en el último plato, con las frutas y los sorbetes, cuando llegó un mensajero con la noticia de que el príncipe Heraclio se encontraba ya en Roma y esperaba que el embajador de Constantinopla se personase en el salón de Marco Anastasio, en el Palacio Imperial.

La parte más cercana de ese grupo de construcciones de quinientos años de antigüedad que constituía el complejo imperial se hallaba a no más de diez minutos caminando desde donde se encontraban Fausto y el emperador, pero Heraclio, con su habitual inoportunidad, había elegido como lugar de la audiencia no sus propias y relativamente próximas dependencias residenciales, sino la enorme sala llena de reverberaciones donde solía reunirse el Gran Consejo del Estado, bastante alejada, en el lado norte del palacio, en la misma cima de la colina Palatina. Fausto había solicitado dos literas para llevarlos hasta allí.