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El príncipe estaba ostentosamente instalado en el asiento en forma de trono del extremo norte de la sala, donde el emperador solía sentarse durante sus reuniones con el Consejo. Allí estaba ahora él, altanero, aguardando en silencio, mientras Menandros atravesaba la interminable y gigantesca sala, acompañado por el corpulento e irritado Fausto. Por un instante, éste se preguntó si el viejo emperador habría muerto durante ese día sin que él se hubiera enterado, y era ésa la razón por la que Heraclio estaba en Roma; que se hubiese apresurado a volver para ocupar el puesto de su padre. Pero en tal caso, con toda seguridad alguien le habría informado, pensó Fausto.

Menandros conocía bien su trabajo. Se arrodilló ante el príncipe y llevó a cabo la adecuada gesticulación. Cuando se alzó, también Heraclio estaba en pie, y mantenía la mano extendida al frente, presentándole un enorme anillo de calcedonia, para que se lo besara. Menandros besó el anillo y pronunció un breve y elegante discurso expresándole los saludos y los mejores deseos del emperador Justiniano respecto a la buena salud de su colega real, el emperador Maximiliano, así como para su hijo real, el cesar Heraclio, y agradeció la hospitalidad con la que había sido acogido hasta entonces. Ponderó amablemente las cualidades de Fausto pero —con bastante astucia, pensó Fausto—, no mencionó en absoluto el papel del príncipe Maximiliano.

Heraclio escuchaba impertérrito. Parecía ausente y nervioso, más incluso de lo que lo estaba habitualmente.

Fausto nunca había sentido ningún afecto por el heredero imperial. Heraclio era una persona rígida, tensa, propensa a contraer enfermedades. Era menudo, bajo, anodino, sin nada de la natural complexión atlética de su hermano. Tenía asimismo una mirada fría, labios finos, y carecía de sentido del humor. No era fácil verlo como hijo de su padre. El emperador Maximiliano, en sus años jóvenes, se parecía mucho al príncipe que llevaba su mismo nombre: era un hombre apuesto, alto y delgado, con destellos rojizos en el cabello, de ojos azules y expresión sonriente. Heraclio, sin embargo, era moreno donde aún le quedaba cabello, sus ojos eran negros como el carbón y su hosquedad resaltaba bajo las pobladas cejas, en un rostro pálido e inexpresivo.

La reunión no fue productiva. Tanto el príncipe como el embajador comprendieron que aquel primer encuentro no era el momento para iniciar una conversación sobre el matrimonio real o la proposición de la alianza militar este-oeste, pero incluso Fausto quedó impresionado por la absoluta vacuidad de la entrevista. Heraclio le preguntó a Menandros si estaba interesado en asistir a los juegos de gladiadores la próxima semana, dijo una o dos vaguedades sobre sus antepasados etruscos y sus creencias religiosas, de las que se declaró un estudioso, si se le podía llamar así, y mencionó sucintamente un estúpido juego griego que se había presentado en el Odeón de Agripa Ligurino la semana anterior. No dijo absolutamente nada de los bárbaros que se estaban concentrando en la frontera. Nada tampoco de la grave enfermedad de su padre, ni de su esperanza de entablar una estrecha amistad con Justiniano. Habría dado lo mismo si se hubiera limitado a hablar del tiempo. Menandros respondía solemnemente a sus naderías con otras irrelevancias. No podía hacer nada más, comprendió Fausto. Era preciso ceder la iniciativa al cesar Heraclio.

Y entonces, de repente, Heraclio puso fin a todo aquello.

—Espero que tengamos oportunidad de encontrarnos muy pronto —dijo el príncipe, concluyendo de una manera tan arbitraria y súbita, que incluso el hábil Menandros fue sorprendido con la guardia baja por tan brusca despedida; Fausto pudo oír cómo soltaba un casi imperceptible bufido reprimido.

—Lamentándolo mucho, he de volver a abandonar la ciudad mañana. Pero a mi regreso, a la primera oportunidad… —dijo Heraclio, y le alargó la mano con el anillo para que lo besara de nuevo.

Una vez fuera, mientras esperaban que les trajeran sus literas, Menandros dijo:

—¿Podemos hablar con franqueza, amigo mío?

Fausto se rió entre dientes.

—Déjame adivinar. No has encontrado al cesar precisamente encantador.

—Podría decirse en esos términos, sí. ¿Siempre es así?

—Oh, no —contestó Fausto—, habitualmente es mucho peor. Te ha reservado su mejor actitud, diría yo.

—¿En serio? Muy interesante. Y éste es el que será emperador del oeste. La verdad es que a Constantinopla habían llegado informaciones acerca de que el príncipe Heraclio no era, bueno…, precisamente fascinante. Pero incluso así… no estaba preparado para esto.

—¿Te ha importado besarle el anillo?

—Oh, no, en absoluto. Uno sabe, como embajador, que su deber es mostrar cierta deferencia, al menos al emperador.Y a su hijo, supongo, si así lo requiere. No, Fausto, lo que me ha llamado la atención… ¿Cómo podría decirlo? Déjame pensar un momento… —Menandros hizo una pausa. Dirigió su mirada, en la profundidad de la noche, hacia el Foro y el Capitolio, a lo lejos, al otro lado del valle—. ¿Sabes? —dijo por fin—, soy un hombre relativamente joven, pero he estudiado bastante la historia imperial, tanto de Occidente como de Oriente, y creo saber lo que se necesita para ser un buen emperador. Nosotros tenemos una palabra griega que describe la cualidad precisa. Se trata de «charisma», ¿la conoces?; es similar a otra palabra latina vuestra, «virtus», aunque no son exactamente iguales. Hay muchos tipos de carisma. Se puede gobernar con la pura fuerza de la personalidad, mediante el sobrecogimiento, el miedo y el respeto que uno genera. Justiniano es un buen ejemplo de ello, o Vespasiano, en la antigüedad, o Tito Galio. Se puede gobernar mediante una combinación de gran determinación y astucia personal, como lo hicieron el gran Augusto y Diocleciano. Uno puede ser un individuo de elegancia y profunda sabiduría (como Adriano o Marco Aurelio). Se puede conquistar el favor popular mediante un gran valor militar: ahora podría pensar en Trajano y Cayo Marcio, y en vuestros dos emperadores que llevaron el nombre de Maximiliano. Sin embargo… —Y de nuevo Menandros se detuvo. Esta vez respiró profundamente antes de continuar—. Si no se posee ni elegancia, ni sabiduría, ni valor, ni astucia, ni la capacidad de provocar miedo y respeto…

—Yo creo que Heraclio será capaz de provocar miedo —dijo Fausto.

—Quizá sí. Cualquier emperador puede hacerlo, al menos durante un tiempo. Como Calígula, ¿no? O Nerón, o Domiciano o Cómodo.

—Los cuatro que has nombrado fueron todos finalmente asesinados, creo —dijo Fausto.

—Sí. Así es, en efecto.

Ya estaban llegando las dos literas. Menandros se volvió a Fausto y le sonrió serenamente, de manera casi idealista.

—¿Qué extraño, verdad Fausto, que los dos hermanos de sangre real sean tan diferentes y que el que tiene carisma esté tan poco interesado en servir a su Imperio como gobernante mientras que el que está destinado a subir al trono tenga tan poco carisma? Qué lamentable. Para ellos, para ti, quizá incluso para el mundo. Esta es una de las pequeñas jugarretas que a los dioses les gusta gastarnos, ¿eh, amigo mío? Pero a veces, lo que a los dioses les resulta divertido, no lo es tanto para nosotros.

Al día siguiente, no hubo visita a las catacumbas. Menandros envió un mensaje anunciando que permanecería todo el día en sus dependencias, preparando despachos para enviar a Constantinopla. Por su parte, el cesar Maximiliano le comunicó a Fausto que su presencia no iba a ser requerida aquel día, de modo que Fausto pasó la jornada gestionando la ingente profusión de documentos rutinarios que su propio despacho generaba de manera incesante, celebrando su habitual reunión de mediados de semana con los demás funcionarios de la cancillería, poniéndose a remojo durante varias horas en los baños públicos y cenando con la pequeña numidia de ojos vivarachos, que lo observó desde el otro extremo de la mesa sin decir nada durante una hora y media, comiendo muy poco (tenía el apetito de un pajarillo), y siguiéndolo hasta el lecho cuando acabaron de comer. Después de que ella se marchara, Fausto permaneció tendido en la cama, leyendo pasajes al azar de una de las obras de Séneca, la sangrienta Tiestes, hasta que se encontró con un fragmento que hubiese preferido no leer aquel día: «Vivo aterrado ante la posibilidad de que el universo entero estalle en un millar de fragmentos devastándolo todo, de que regrese el caos amorfo venciendo a dioses y hombres, de que la tierra y los océanos sean tragados por los planetas que vagan por el firmamento». Fausto se quedó contemplando aquellas palabras hasta que empezaron a bailar ante sus ojos. Prosiguió leyendo, las líneas siguientes: «De todas las generaciones, la nuestra es la escogida como merecedora del amargo destino de ser aplastada bajo los fragmentos precipitados del firmamento que se derrumba». No era una bonita lectura para dormir. Dejó el pergamino y cerró los ojos.