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Fausto dio unas teatrales palmadas.

—¡Cómo te envidio, amigo Menandros! ¡Contemplar la ciudad de Roma en todo su esplendor por primera vez! ¡Qué inolvidable experiencia será para ti! Los que hemos nacido aquí, los que consideramos todo esto normal no sabemos apreciar las cosas en su justo valor, como lo harás tú. La grandeza. La magnificencia.

«Sí, eso es —pensaba Fausto—. Dejemos que Maximiliano le lleve a recorrer la ciudad de punta a punta hasta que regrese Heraclio. Le deslumhraremos con nuestras maravillas y, después de un tiempo, se olvidará de cuan descortésmente le ha tratado Heraclio».

—Mientras aguardas el regreso del cesar, te organizaremos los mejores y más completos itinerarios. Los baños… el Foro… el Congreso… los palacios… los maravillosos jardines…

—Las grutas de Tito Galio —apuntó Menandros inesperadamente—. Los templos y sepulcros subterráneos. El mercado de los hechiceros. Las catacumbas de las sagradas rameras caldeas. La pila de los baptai.[1] El laberinto de las ménades. Las grutas de las brujas.

—Ah, ¿de manera que también conoces todos esos lugares?

—¿Quién no ha oído hablar del mundo subterráneo de la urbe de Roma? Se habla de ello en todo el Imperio.

Y en un instante, aquella brillante apariencia acorazada pareció desvanecerse, así como todo su inquietante aplomo. En los ojos de Menandros podía apreciarse ahora algo bastante diferente, una avidez completamente fuera de toda previsión, un abierto entusiasmo propio de un muchacho.Y también cierta picardía, una insinuación de apetitos bajos y ordinarios que contradecían su pátina urbana. Con tono suave y confidencial, añadió:

—¿Puedo confesarte algo, Fausto? La magnificencia me aburre. Tengo cierta inclinación por la vida mundana. Todos esos chismes por los que Roma es tan famosa, las oscuras y sórdidas entrañas de la ciudad, las rameras y los magos, las orgías y los espectáculos insólitos, los mercados de ladrones, los santuarios misteriosos de vuestros extraños cultos… ¿Te escandalizo, Fausto? ¿Estoy siendo muy poco diplomático al admitir esto? No necesito una gira por los templos, pero mientras disponemos de algunos días antes de ponernos a trabajar en asuntos serios, lo que quiero ver es la otra cara de Roma, su lado secreto y oscuro. Nosotros tenemos ya suficientes templos y palacios en Constantinopla, y baños y todas esas cosas. Millas y millas de glorioso mármol brillante hasta caer de rodillas pidiendo clemencia. Sin embargo, los verdaderos misterios subterráneos, las cosas mundanas, sucias, malolientes que se esconden bajo la superficie, ah…, no, y, Fausto, ésas son las que de verdad me interesan. Nosotros, en Constantinopla, las hemos erradicado todas. Allí se las considera cosas peligrosas y decadentes.

—Sí, aquí también —dijo Fausto tranquilo.

—¡Sí, pero vosotros las consentís! ¡Incluso os deleitáis con ellas! O así se me ha dicho, de fuentes muy bien acreditadas. Te acabo de decir que anteriormente he estado destinado en AEgyptus y Siria. En el antiguo Oriente, que tiene miles de siglos más de antigüedad que Roma o Constantinopla. Como sabes, la mayoría de los cultos extraños se originaron allí y allí fue donde se despertó mi interés por ellos. Y las cosas que he visto, he oído y he hecho en lugares como Damasco, Alejandría y Antioquia…, sin embargo actualmente, la ciudad de Roma es el centro de todos estos temas, ¡la capital de las maravillas! Y te confieso, Fausto, que lo que de verdad me muero de ganas por experimentar es…

Se detuvo a mitad de la frase, algo aturdido y con la tez un poco sonrojada.

—Este vino —dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza—. Creo que lo he bebido muy aprisa. Debe de ser más fuerte de lo que creía.

Fausto se acercó a él y apoyó suavemente la mano sobre la muñeca del joven.

—No temas, amigo mío. Estas revelaciones tuyas no me escandalizan lo más mínimo. No soy ajeno a este mundo oculto, ni tampoco lo es el príncipe Maximiliano. Y mientras esperamos el regreso del príncipe Heraclio, él y yo te mostraremos todo lo que desees.

Fausto se levantó, dando un par de pasos hacia atrás para que no pareciera que estaba apabullando físicamente al recostado embajador. Después de empezar con mal pie, había recuperado alguna ventaja y no quiso explotarla demasiado.

—Te dejaré ahora. Has hecho un largo viaje y querrás descansar. Te enviaré a tus sirvientes y, además de los que te han acompañado desde Constantinopla, estos hombres y mujeres —y Fausto señaló los esclavos que permanecían en formación en las sombras alrededor de la sala— quedan a tus órdenes día y noche. Son tuyos. Pídeles cualquier cosa. Lo que sea, mi señor Menandros.

Su palanquín y sus porteadores le esperaban en el exterior.

—Llevadme a los aposentos del cesar —dijo resueltamente Fausto, y se encaramó en el palanquín con dificultad.

Ellos sabían a qué cesar se refería. En Roma, este nombre podía aplicarse a numerosas personas de alto abolengo, desde el emperador para abajo (el propio Fausto tenía cierto derecho a usarlo), pero como regla, en esa época era una denominación empleada únicamente para referirse a los dos hijos del emperador Maximiliano II. Y en caso de que los porteadores no estuvieran al corriente de que el hijo mayor se hallaba fuera de la ciudad, eran lo suficientemente inteligentes como para comprender que su amo, con toda probabilidad, no les iba a pedir ser conducido a las estancias del austero y aburrido príncipe Heraclio. No, no. Se trataba del hermano menor, el disoluto Maximiliano César, cuyos aposentos eran, con seguridad, el destino indicado: el príncipe Maximiliano, el camarada, el aliado, el amigo y compañero más querido y especial y, a efectos prácticos en esos momentos, el único amigo y compañero verdadero de aquel ajado y siempre solitario funcionario de segunda de la corte imperial, Fausto Flavio Constantino César.

Maximiliano vivía más allá del otro extremo del Palatino, en un bonito palacio de mármol rosado de tamaño relativamente modesto que había sido ocupado por los hijos menores del emperador durante la última media docena de reinados más o menos. El príncipe, un hombre de ojos azules, cabello rojizo y largas extremidades, tenía la misma altura que Fausto, pero sin embargo era delgado y larguirucho mientras que Fausto era corpulento y pesado. Se despegó del diván en cuanto entró el funcionario, le saludó con un afectuoso abrazo y le ofreció una gran copa de vino blanco helado. El hecho de que Fausto hubiera estado bebiendo vino tinto durante la pasada hora y media ahora no hace al caso. Maximiliano, en su potestad como príncipe de sangre real, tenía acceso a las mejores cubas de las bodegas imperiales, y los caldos que el príncipe degustaba con mayor placer eran los excepcionales vinos blancos de los montes Albanos. Cuanto más añejos, dulces y fríos, mejor. Cuando Fausto estaba con él, bebía los vinos blancos de los montes Albanos.

—Fíjate —dijo Maximiliano, antes de que Fausto tuviera oportunidad de decir nada que no fuera un elogio del vino.

El príncipe extrajo una larga y abultada bolsa de terciopelo púrpura y, con un gesto grandilocuente, derramó un resplandeciente tesoro de alhajas sobre la mesa: una maraña de collares, pendientes, anillos y colgantes, todos ellos hechos evidentemente con ópalos, engastados en filigranas de oro. Ópalos de todos los tonos y clases, rosados, lechosos, verde reluciente, oscuros como la medianoche, color rojo encendido. Maximiliano se llenó exultantemente ambas manos con ellos y los dejó caer entre sus dedos. Los ojos le brillaban. Estaba embelesado con aquel reluciente despliegue.

Fausto contempló desconcertado aquella exhibición de deslumbrante pedrería. Eran joyas hermosas en extremo, sí, pero el grado de excitación de Maximiliano por ellas parecía desproporcionado. ¿Por qué se sentía el príncipe tan fascinado?

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1

Originalmente, los seguidores de ciertos ritos tracios se denominaban «baptai». Llevaban a cabo peculiares ceremonias bautismales. Entre algunos romanos homófobos, el término llegó a poseer connotaciones de afemina-miento y vida disipada. (N. del t.)