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Y después de Maximiliano II, ¿qué? El príncipe Heraclio subiría al trono, sí. Pero no había razón para el optimismo acerca del tipo de emperador que sería. Fausto era capaz de imaginarse muy bien el curso de los acontecimientos. Los godos, imparables, penetran por el norte e invaden la península, saquean la ciudad, masacran a la aristocracia y proclaman a uno de sus reyes como monarca de Roma. Mientras tanto, en el oeste, los vándalos o alguna otra tribu de parecida ralea, reivindican las ricas provincias de la Galia e Hispania, que se convierten así en reinos independientes, y el Imperio se disuelve.

«La mejor y, de hecho, nuestra única esperanza —había oído decir Fausto al canciller imperial Licinio Obsecuente un mes antes—, es el matrimonio real. Justiniano, para salvar el trono de su cuñado, pero también porque no le interesa que un grupo de reinos bárbaros rebeldes se esparza a lo largo de las propias fronteras del Imperio Oriental, envía un ejército para apoyar al nuestro y, con la ayuda de algunos competentes generales griegos, los godos son, finalmente, despachados. Pero ni siquiera tal solución resuelve nada para nosotros. Es fácil imaginar a uno de los generales de Justiniano ofrecerse a seguir aquí como «consejero» de nuestro joven emperador Heraclio. El siguiente capítulo es que Heraclio aparece envenenado y el general nos hace saber que, gentilmente, él mismo aceptaría la invitación del Senado para asumir el trono, y de aquí en adelante, el Imperio Occidental acaba completamente bajo la dominación del este y todo el volumen de nuestros tributos empieza a desviarse hacia Constantinopla y Justiniano acaba gobernando el mundo.»

«Nuestra mejor y, de hecho, nuestra única esperanza. La verdad es que debiera cortarme las venas —pensaba Fausto—. Encontrar una vía de escape racional en vista de las insuperables circunstancias, como muchos héroes romanos lo han hecho antes que yo.

Ciertamente, los precedentes abundan. Pensó en Lucano, quien murió recitando serenamente sus propias poesías. En Petronio Arbitro, que hizo lo mismo. En Marco Coceyo Nerva, quien se dejó morir de inanición para manifestar su oposición por las acciones de Tiberio. «La peor muerte es preferible a la mejor esclavitud», dijo Séneca. Muy cierto, pero quizá yo no soy un verdadero héroe romano.»

Se levantó del baño. Dos esclavos se apresuraron a envolverlo con mullidas toallas.

—Traedme a la muchacha numidia —ordenó dirigiéndose a su dormitorio.

—Entraremos —explicaba Daniel bar-Heap— por la puerta de Tito Galio, que es el acceso más famoso al mundo subterráneo. Hay otros muchos, pero ése es el más impresionante.

Era media mañana. Demasiado temprano quizá para descender a los avernos, demasiado temprano sin duda para que el trasnochador príncipe Maximiliano estuviese ya en pie. Pero Fausto quería emprender la excursión tan pronto como fuera posible. Su principal prioridad en aquellos momentos era mantener entretenido al embajador.

El hebreo se había hecho cargo de la aventura con mucha soltura, ocupándose de toda la planificación y de la mayor parte de las explicaciones. Era uno de los compañeros más apreciados por el príncipe. Fausto ya lo había visto en más de una ocasión. Era un individuo grandote de anchos hombros y voz profunda, con pómulos sobresalientes y un gran pico triangular por nariz. Su oscura cabellera, casi negra azulada, estaba formada por tirabuzones prietamente trenzados. Aunque, durante muchos años, la moda masculina en Roma prescribía el afeitado escrupuloso, bar-Heap lucía una llamativa barba, abundante y tupida, que colgaba en densas volutas por su barbilla y mandíbulas. En lugar de toga vestía una túnica de basto lino blanco que le llegaba hasta las rodillas y que en sus márgenes llevaba grabados, bien visibles, dibujos de rayos hechos con hilo verde brillante.

El embajador Menandros, aun siendo oriental, parecía no haberse encontrado nunca antes con un hebreo, y necesitó que le explicaran el origen de bar-Heap.

—Son una pequeña tribu de gentes del desierto que se establecieron en AEgyptus hace mucho tiempo —le contó Fausto—. Ahora viven desperdigados por todo el Imperio. Me atrevería a decir, que incluso podrías encontrar algunos en Constantinopla. Son un pueblo astuto, decidido, bastante amigo de las discusiones y que no siempre guarda un respeto escrupuloso hacia la ley, con la excepción de las leyes de su propia tribu, que acatan bajo cualquier circunstancia y de la forma más fanática. Creo que no creen en dioses, por ejemplo, y tan sólo dedican al emperador una lealtad muy reticente.

—¿Que no creen en dioses? —inquirió Menandros—. ¿En ninguno?

—No que yo sepa —respondió Fausto.

—Bueno, tienen su propio dios —intervino Maximiliano—. Pero nadie lo ha visto nunca, ni hacen estatuas de él, aunque sí dejó un buen montón de absurdas leyes acerca de lo que pueden comer y cosas por el estilo. Bar-Heap probablemente te contará los detalles si le preguntas. O quizá no. Como todos los de su raza es quisquilloso e impredecible.

Fausto había aconsejado al embajador que sería preferible que, para la excursión, vistieran con sencillez, sin nada que delatara su rango. Naturalmente, el vestuario de Menandros se componía exclusivamente de espléndidas y lujosas vestiduras de seda y otras tantas maravillas orientales, así que Fausto le proporcionó una sencilla toga de lana sin distintivo alguno de rango. Menandros dio la impresión de saber vestirla con soltura. Maximiliano César, quien, como hijo del emperador reinante, tenía derecho a llevar una toga con borde púrpura y hebras de hilo dorado, también vestía de manera que le haría pasar desapercibido. Y lo mismo hizo Fausto, a quien, por ser asimismo descendiente de emperador, le estaba permitido lucir la tira púrpura. Pero a pesar de todo, era improbable que algún transeúnte de las catacumbas se equivocase al tomarlos por otra cosa que lo que en realidad eran, romanos de clase alta. No obstante, no hubiera sido una buena idea hacer ostentación de aires patricios en el mundo subterráneo de Roma.

La entrada que el hebreo había escogido para ellos estaba en el extremo del abarrotado barrio conocido como la Subura, que se hallaba al este del Foro, entre las colinas Viminal y Esquilina. Se trataba de un distrito caracterizado por la fetidez, la miseria y el barullo ensordecedor, donde las gentes vivían hacinadas de mala manera en precarias construcciones de cuatro y cinco pisos, y carretas chirriantes maniobraban con extrema dificultad a través de las estrechas y retorcidas calles. Allí, el emperador Tito Galio había empezado a construir un refugio subterráneo allá por el año 980, en el que los ciudadanos romanos pudieran protegerse en caso de que los rebeldes godos, concentrados entonces en el norte, rompieran las defensas de Roma y penetraran en la ciudad.

Pero los godos, como es sabido, fueron rechazados mucho antes de que pudieran llegar a cualquier parte cercana a la capital. Sin embargo, por aquel entonces, Tito Galio ya había hecho construir un complejo entramado de pasadizos bajo la Subura y él y sus sucesores lo fueron ampliando durante décadas, extendiendo tentáculos en todas direcciones, creando conexiones con la ya existente cadena laberíntica de galerías, cámaras y túneles subterráneos que los romanos habían ido excavando aquí y allá por la ciudad a lo largo de un millar de años.

Ahora, aquel mundo subterráneo se había convertido en una ciudad bajo la ciudad, una entidad en sí misma, en la fría y húmeda oscuridad. Ante ellos tenían los portales de Tito Galio; dos elaborados arcos de piedra, como las mandíbulas abiertas de una boca gigantesca, que se elevaban en medio de la calle donde las fuerzas imperiales, siglos atrás, habían derribado una manzana de antiguas casuchas a ambos lados con el fin de despejar el terreno para abrir la entrada. El acceso al mundo subterráneo era lo suficientemente ancho como para que cupieran tres carromatos al mismo tiempo. Una rampa de ladrillo muy desgastado los condujo hacia las profundidades.