– Dime, Lukás, ¿desde cuándo decides tú lo que han de hacer mis hombres?
Al principio no comprende de qué le hablo.
– ¿Qué hombres?
– Vlasópulos y Dermitzakis. Les has dicho que no hacía falta que vinieran.
– Tampoco hacía falta que vinieras tú -contesta con arrogancia mientras Sgurós opta por alejarse discretamente.
– Es Guikas quien decide lo que hace falta y lo que no. Y en mis investigaciones, soy yo quien decide, ¿estamos?
Lo dejo para ir en busca de Dimitriu, de la Científica; quizá él pueda darme alguna información. Está inspeccionando unos armarios en la segunda planta.
– ¿Sabes ya cómo entró el asesino?
– Seguramente, por la puerta trasera. La alarma estaba desactivada.
– ¿No tienen guardias de seguridad?
– No, sólo una alarma. Tampoco hay puertas con cámaras, de esas que fotografían a los que las cruzan. La tacañería de los ingleses… Nosotros, al menos, nos hemos ido a pique por derrochadores, pero ellos, con lo míseros que son, ¿cómo demonios han podido irse a pique?
– Echemos un vistazo.
Bajamos a la planta baja y atravesamos la gran sala abierta al público. Dimitriu me conduce a través de una puerta que hay detrás de las dos cajas. Entramos en una especie de cuartito lleno de estantes. Da la impresión de que ahí se guardan los impresos del banco. Dimitriu abre otra puerta, al fondo del cuartito, y salimos a un callejón.
– Es la calle Petrakis. De noche por aquí apenas pasa un alma -dice-. El asesino debió de desactivar la alarma con toda tranquilidad, después se escondió en el cuartito y esperó hasta la mañana.
Está tan claro que no hacen falta más explicaciones.
– ¿Dónde está el personal del banco?
– Stazakos los ha encerrado en la cantina del sótano, para interrogarles.
Volvemos a entrar en el banco y bajo una escalera de caracol que conduce al sótano. El «prohibido fumar» que impera en los espacios públicos ha quedado derogado por razones de fuerza mayor. Todos fuman y hablan a voces. Las discusiones se interrumpen en seco en cuanto entro en el bar.
– Sé que están conmocionados y no les cansaré con mis preguntas -digo a todos y a nadie en particular-. Les tomaremos declaración más tarde, pero de momento me gustaría hablar con la secretaria de Richard Robinson.
– Soy yo. Fedra Daskalaki -dice una cincuentona sin maquillar y que luce sus primeras canas.
– ¿A qué hora solía venir al despacho Robinson por la mañana?
– Normalmente, hacia las siete; a veces a las seis y media. Le gustaba ser el primero en llegar, repasar los documentos pendientes de trámite y ver cómo iban las bolsas. A esas horas no hay llamadas ni reuniones y podía concentrarse en su trabajo sin que nadie le molestara.
– ¿Seguía el mismo horario todos los días?
– Sí, excepto cuando estaba de viaje.
Eso quiere decir que los empleados del banco, e incluso tal vez algún cliente, sabían su horario. Eso, sin embargo, no descarta que alguien ajeno al banco conociera las costumbres de Robinson.
– ¿A qué hora se iba por la tarde?
– En torno a las seis. Solíamos marcharnos al mismo tiempo, porque prefería que yo estuviera en el despacho mientras él trabajaba.
– ¿Quién activaba la alarma?
– Se activaba automáticamente.
– ¿Cuántas personas conocían el código?
– Sólo el señor Robinson y yo. Y la empresa de seguridad, claro está. -Pese a su agitación, sus respuestas son claras y concisas.
– ¿Puede darme la dirección del domicilio del señor Robinson?
– Vivía en Psijikó, en la calle Malakasi, número 5. Junto al parque -contesta la secretaria.
– ¿Quién es el responsable de las cuentas de clientes?
Un cuarentón rapado casi al cero y vestido de punta en blanco se levanta de una mesa, al fondo de la cantina. Me mira sin presentarse, lo que me obliga a preguntarle su nombre.
– Manos Kastanás.
– Señor Kastanás, quiero que entregue a mis ayudantes una copia de su cartera de clientes.
Tras mirarme con ironía, dice:
– Lo que me pide viola el secreto bancario, señor comisario.
– No le pido números ni que me enseñe sus cuentas. Sólo quiero los nombres de los titulares. Es posible que tengamos que interrogar a algunos de sus clientes. Si fuera necesario ver las cuentas, vendré con una orden judicial. Mis ayudantes llegarán en cualquier momento.
Por lo general, no me gustan los interrogatorios en grupo, así que pongo fin a las preguntas. En el momento en que vuelvo a poner el pie en la planta baja, veo entrar en el banco a mis dos ayudantes. Mando a Vlasópulos a la cantina para que concluya el interrogatorio, ya que tiene un instinto especial para detectar a los que se van fácilmente de la lengua.
– ¿Qué hago yo? -pregunta Dermitzakis, siempre receloso de que encargue a Vlasópulos las tareas suculentas y le deje a él los huesos.
– Tú recorrerás una por una las tiendas de la calle Petrakis, por si alguien ha visto a un individuo sospechoso observando el banco estos últimos días.
Ya sé que no averiguará nada, porque las tiendas están cerradas a la hora en que Robinson llegaba a su despacho. Pero nunca se sabe. En cualquier caso, no podemos dejar ningún resquicio.
Apenas se va Dermitzakis, veo que Stazakos sale del ascensor acompañado de su segundo. Le informo de lo que he averiguado acerca de los horarios de Robinson.
– Esto significa que un montón de personas sabían que entraba siempre temprano -comenta él.
– Exacto. Los empleados y, posiblemente, algunos clientes.
Después le informo de que he pedido la cartera de clientes y recibo sus generosos elogios. Me guardo para mí la dirección de Robinson, porque quiero ser el primero en llegar. No porque me importe ser el primero, sino porque estoy casi convencido de que, si el asesino le seguía, empezaba a hacerlo desde su casa. Además, no tengo por qué ayudar a Stazakos más allá de lo estrictamente necesario.
12
Llamo al timbre del interfono donde reza «RICHARD ROBINSON», en el bloque de pisos de la calle Malakasi, y una voz pregunta enseguida:
– Yes?
Contesto con un autoritario Pólice y la puerta se abre de inmediato.
El timbre no indica en qué planta está el piso de Robinson, pero doy por sentado que un alto ejecutivo de un banco extranjero no puede vivir más que en el ático. Subo a la quinta planta y doy en el clavo. Ya me espera en la puerta una mujer de origen asiático, estatura media y edad indeterminada.
– Soy el comisario Jaritos -me presento en griego.
– Sorry, I don't speak Greek.
Qué bien, me digo, los extranjeros que vienen a vivir en Grecia se traen consigo sus muebles y a sus propios inmigrantes. Los nuestros no acaban de convencerles.
– I want to see the house and to ask some questions.
Me da la espalda y toma la delantera, para enseñarme la casa. Primero me hace pasar a un salón gigantesco decorado en plan moderno, es decir: cuatro muebles en las esquinas y el resto, un descampado. Con excepción de un equipo estereofónico con dos altavoces enormes y un televisor de tamaño mediano, el espacio resulta totalmente neutro. No hay escritorio ni biblioteca para que me tome la molestia de inspeccionarlos. Abro una puerta ventana de doble hoja y salgo a la terraza. Es inmensa como un jardín y está a rebosar de plantas y arbustos. En el centro hay un banco de hierro, un columpio y una mesa con cuatro sillas. La terraza da al parque de Psijikó y su vegetación exuberante crea la ilusión de ser la continuación de aquél.