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Nadie opone objeciones. Ni el agente de inteligencia, porque ya había optado por dejarle la iniciativa, ni yo porque estoy resignado a escuchar el sermón. El único que expresa ciertas reservas es Guikas.

– Ciertamente. Sin embargo, la nueva generación de terroristas prefiere los ataques indiscriminados -dice en un inglés que no pasa del nivel amateur, como el mío. A continuación le pasa la pelota a Stazakos-: ¿No es cierto?

– Yes, itis true -masculla éste con desgana.

Connolly, sin embargo, razona que podría tratarse de un nuevo grupo que emplea el mismo modus operandi que la organización 17 de Noviembre. Su argumento principal es que todavía nadie ha reivindicado la autoría.

– Es posible que la D que encontramos sobre el pecho de las víctimas sea una reivindicación -apunta Stazakos.

– It's possible -apunta Connolly.

– ¿Y qué podría significar esa D? -pregunto en mi inglés deficiente.

– Anything: death, destruction, delete… Anything. Muerte. Destrucción. Suprimir. Me parece cogido por los pelos.

– Si fuera una reivindicación, lo entendería. Pero sólo se trata de una letra enganchada al pecho de las víctimas. Podría ser la firma de cualquier psicópata.

Connolly no se digna responderme. Benson, el agente del MI5, interviene por primera vez en la conversación.

– You can't imagine what terrorists are capable of doing these days -dice. No se imagina de qué son capaces los terroristas hoy en día.

Stazakos me lanza otra mirada llena de ironía mientras que el jefe y el ministro me observan disgustados, porque interfiero en una reunión muy importante. Decido callarme.

El segundo argumento de Connolly es que el ejecutor procede sin duda de otro país. Está convencidísimo de que se trata de un extranjero. El uso de la espada no es propio de los griegos, sino de asesinos procedentes de países tercermundistas. Y hay muchos inmigrantes provenientes del Tercer Mundo en Grecia, como en toda Europa.

Guikas es el único que sigue interrumpiendo la catequesis de Connolly.

– Hasta ahora sólo nos hemos enfrentado a terroristas griegos -dice en su inglés macarrónico-. En Grecia nunca han actuado terroristas de otros países.

– There is only international terrorism. Local terrorism is dead -declara Benson.

Puede que los terrorismos locales estén muertos y sólo exista el terrorismo internacional, como afirma Benson, pero los terroristas internacionales matan con bombas, con Kalashnikovs, con Magnums y hasta con Berettas. La idea de un terrorista internacional que mata con espada no se la traga ni la periodista rubia.

– Es decir, que descartamos la posibilidad de que sea un simple asesinato y nos centramos en el atentado terrorista. -Guikas se dirige al ministro, hablándole en griego.

– No descartamos nada -responde el ministro en tono categórico-, aunque damos más crédito a la hipótesis del atentado.

Y con esta aclaración del ministro, que otorga a Stazakos el papel protagonista y a mí el de reparto, concluye la reunión. Dejamos a Stazakos allí, para que siga informando a los británicos, y volvemos a la avenida Alexandras en el coche de Guikas.

– ¿De verdad cree que los asesinatos han podido ser obra de un terrorista? -pregunto mientras bajamos la calle Katejaki.

– No, pero si utilizas el terrorismo como señuelo te dejan tranquilo. Es lo que hace el ministro. Además, ya te lo ha dicho el inglés. El único terrorismo que existe es el internacional, los locales han desaparecido. Nos hemos convertido en otra especie de OTAN: todos colaboramos en concordia y los yanquis toman las decisiones.

– ¿Y qué hago yo mientras deciden los yanquis?

– Seguir investigando. Yo sólo pretendía conseguir que el atentado no fuera la única vía. Y procura evitar los enfrentamientos con Stazakos -añade, como si quisiera recordarme quién es aquí el niño mimado.

La certeza de poder seguir adelante con la investigación, siquiera como actor secundario, me da alas y decido ponerme manos a la obra.

Cuando careces por completo de pistas empiezas a buscar a ciegas, así que llamo a mis dos ayudantes.

– Peinad los lugares que frecuentan los inmigrantes asiáticos y africanos, y traedme a los que creéis que tienen información sobre compatriotas suyos que saben manejar la espada.

Ellos intercambian incómodas miradas.

– O sea, que echemos el anzuelo a ver si pescamos algo -dice Vlasópulos.

– ¿Se te ocurre alguna solución mejor? -le pregunto.

Él se encoge de hombros y masculla un «no» poco audible.

– De acuerdo. Poneos en marcha, quiero tener a los inmigrantes aquí a primera hora de la mañana.

A continuación, hago lo que los enfermos cuando no los curan los médicos ni los medicamentos: recurro a los curanderos y a los brebajes. Llamo a Fanis para pedirle el teléfono de Tsolakis.

– Si quieres te lo doy, pero no lo encontrarás en casa -contesta-. Está aquí, en el hospital.

– ¿Es grave? -pregunto, porque Tsolakis me cae simpático pero también porque no quiero perder mi única fuente de información fiable hasta el momento.

– Siempre es grave, pero está fuera de peligro -responde y añade a regañadientes-: De momento.

– ¿Puedo hablar con él?

– Desde luego. Se alegrará, porque se aburre cuando está hospitalizado.

Cuelgo el teléfono y voy enseguida hacia el Hospital General.

15

Me unen a este hospital una vieja relación y muchos recuerdos. Allí me llevaron cuando sufrí el infarto. Allí conocí a Fanis, mi yerno, ya que mi hija no perdió el tiempo y se lió con mi médico a mis espaldas. Cuando me enteré, me puse furioso y, como resultado, mi relación con Fanis se enfrió durante un tiempo. Nunca hemos hablado del tema, pero no por discreción, sino porque ahora todos queremos a Fanis y no ha sido necesario.

Dejo el coche en el aparcamiento del hospital y subo a la cuarta planta, al despacho de mi yerno. Está vacío.

– Buenos días, señor comisario -me saluda amablemente la enfermera jefe-. El doctor está en la habitación del señor Tsolakis. Ha dicho que vaya usted también. Es la última habitación a la derecha, al fondo del pasillo.

Sigo las instrucciones hasta llegar a una habitación custodiada por una enfermera privada.

– ¿Adónde va? -inquiere.

– El doctor Usunidis y el señor Tsolakis me esperan.

Me deja pasar a una pequeña habitación individual. Tsolakis está sentado en la cama, con la espalda apoyada en varias almohadas y un ordenador portátil en el regazo. En el brazo derecho tiene conectado un gotero, pero el tubo es largo y le deja libertad de movimientos. Lo encuentro delgado y abatido, el semblante aún más pálido que cuando nos vimos en su casa. Su mirada, sin embargo, es vivaz y sonríe al verme llegar. Fanis está hablándole inclinado sobre él.

– Os dejo a solas -me dice y agrega-: No le canses demasiado.

Lo dice con una sonrisa pero, al pasar junto a mí, leo en sus ojos hasta qué punto el estado de Tsolakis es grave. Me siento en la única silla de la habitación, junto a la cama.

– ¿Cómo se encuentra? -pregunto para iniciar la conversación.

– Estoy ganando tiempo -responde sin perder la sonrisa-. Siempre he sabido hacerlo, cuando me dedicaba al atletismo y también ahora. Aunque, como atleta, luchaba por acortarlo y ahora lucho por prolongarlo. -Cuando ve que no sé qué decirle, añade-: Pero le agradezco que haya venido.