– No he venido sólo para verle. También quería pedirle ayuda.
– Me lo imaginaba. Quiere preguntarme si sé algo sobre Richard Robinson, ¿me equivoco?
– No se equivoca.
– ¿Sabe qué son los hedge funds, señor comisario?
– Los he oído nombrar, como todos los griegos últimamente, pero no sé qué son.
– Imagínese que unas personas echan dinero dentro de una tinaja. Otras personas se encargan de administrar el dinero que hay allí dentro. Los administradores llaman a eso inversión, pero no lo es.
– ¿Y qué es?
– Un juego de azar, señor comisario. Un juego para jugadores muy ricos. Para jugar a los hedge funds, has de tener una gran fortuna para invertir, treinta millones de dólares como mínimo. Los hedge funds funcionan como fondos de inversión aunque con un riesgo mucho mayor, porque les está permitido invertir en derivados, algo que los fondos de inversión tienen prohibido.
Dejo que Tsolakis siga hablando, aunque los fondos de inversión me resultan tan desconocidos como los hedge funds.
– El capital total administrado por los hedge funds en 2008 ascendió a dos billones y medio de dólares -continúa Tsolakis-. Entonces a todos se les abrió el apetito. Lo mismo ocurrió aquí, en nuestra Bolsa, a principios del año 2000, ¿se acuerda? Hubo gente que pidió créditos para invertir en Bolsa. Lo mismo pasó con los hedge funds. Entraron en el juego pequeños inversores, hasta con cinco mil dólares solamente, y también bancos, aseguradoras, e incluso mutuas sanitarias. Y se desató la locura. Porque el sistema empezó a invertir en derivados, que al principio operaban como válvula de seguridad, para que los inversores no perdieran su dinero. Se crearon hedge funds de los hedge funds. Los administradores de los hedge funds empezaron a recurrir a capitales prestados para incrementar la rentabilidad. Como era de esperar, los hedge funds perdieron sus válvulas de seguridad, se convirtieron en puro juego de azar y un buen día se vinieron abajo. -Respira profundamente para recobrar fuerzas y continúa-: Es como el dopaje en el atletismo. Los deportistas, cuando empiezan a tomar anabolizantes, ya no pueden parar. Marcan un nuevo récord y necesitan tomar anabolizantes cada vez más eficaces para volver a batir un récord, y otro, y otro. Y el riesgo va aumentando; no sólo el riesgo de que te pillen, sino también el riesgo de que te afecte a tu salud. Tú, sin embargo, siempre esperas que caiga otro, no tú. Esto es, más o menos, lo que pensaban los inversores y los administradores de los hedge funds. -Calla por un instante antes de añadir en el mismo tono-: Se lo dice alguien que vivió la experiencia del dopaje y se vino abajo, señor comisario.
– Pero, bueno, los que invierten su dinero, ¿no tienen miedo de perderlo? Si poseen grandes fortunas, puedo entender que se arriesguen a perderlo. Pero ¿y los pequeños inversores?
Tsolakis menea la cabeza con resignación.
– Cuando yo le preguntaba a mi entrenador qué eran aquellas pastillas que me suministraba, él respondía: «No preguntes, son vitaminas». Yo sabía que no eran vitaminas, pero a pesar de todo las tomaba. Lo mismo hacen los administradores de los hedge funds. Si les preguntas, te contestan que las inversiones son del todo seguras. Tú sabes que no lo son, pero optas por creerles. Porque el dinero es dulce, señor comisario, igual que las medallas. -Hace una nueva pausa antes de proseguir-: La diferencia es que con el dopaje sólo te destruyes a ti mismo. Con los hedge funds, se destruyen muchas más personas que no tienen ninguna culpa y que nunca han obtenido ningún beneficio.
– ¿Qué tenía que ver Robinson con todo esto?
– Robinson no era banquero, sino administrador de hedge funds. Los administradores de hedge funds ganan mucho dinero, señor comisario. Suelen llevarse el veinte por ciento de los beneficios de cada operación, además de sus honorarios. Cuando el sistema se desplomó, Robinson se atrajo la ira de muchos en Inglaterra y Estados Unidos. El First British Bank contaba con él, no obstante, porque confiaba en sus aptitudes. Así que le propusieron asumir la dirección del banco en Atenas. Para Robinson, eso suponía la oportunidad de empezar una nueva carrera. Además, ya sabía que no se quedaría aquí. Atenas no era más que un trampolín para llegar aún más alto.
– Por eso prefirió el puesto a su mujer y a su hija.
Tsolakis me mira sorprendido y yo me alegro de haber descubierto algo que él todavía no sabe.
– ¿Qué tiene que ver su mujer con todo esto? -pregunta desconcertado.
– Su mujer insistía en que volvieran a Londres. Robinson no cedió y ella se marchó con su hija. Tsolakis sonríe.
– A usted esto le resulta incomprensible, ¿no es cierto?
– No es fácil comprender una cosa que no tiene nada que ver contigo.
– Si pierdes la segunda oportunidad de hacer carrera, no habrá una tercera. Oportunidades de formar nuevas familias hay muchas, sin embargo. Más de dos, desde luego. Robinson lo sabía muy bien, igual que todos los que se dedican a la misma profesión.
– ¿Cómo sabe usted todo esto? Apenas han pasado dos días desde el asesinato… -se lo pregunto porque intuyo que Tsolakis ya investigaba el tema antes de la muerte de Robinson.
El ex atleta vuelve a sonreír.
– Si los astrofísicos conocen el universo, yo soy una especie de astrofísico de la red, y sé moverme por él. Cuando oí la noticia del asesinato de Robinson, me llevó poco más de tres horas reunir su biografía completa. Cuando me muera, me gustaría ir a ese ciberespacio virtual, no a los cielos de nuestro cosmos -concluye con amarga ironía.
Seguramente, hubiéramos seguido hablando del tema si Fanis, con pasos decididos y presurosos, no hubiera entrado en la habitación.
– Se acabó la charla -dice-. Jaris no debe fatigarse.
– No me canso. Al contrario, estoy pasándomelo muy bien -replica Tsolakis.
– Tu estado de ánimo y tu organismo son dos cosas distintas.
También a mí me hubiese gustado quedarme un poco más, pero la expresión de Fanis me recuerda a mi propia estancia en el hospital hace años, cuando me prohibía tajantemente cualquier exceso. Así que me levanto para despedirme.
– Vuelva cuando quiera -me dice Tsolakis tendiéndome la mano conectada al gotero-. Es un placer hablar con usted.
Ya en el pasillo, le pregunto a Fanis qué tiene exactamente Tsolakis. Mi yerno se encoge de hombros.
– Sería más fácil si me preguntaras qué no tiene. Para empezar, le falla el hígado. Por si eso no fuera suficiente, su sistema inmunológico está muy debilitado; eso le deja expuesto a infecciones que le han ocasionado una pericarditis. Todo esto se puede tratar; con mayor o menor éxito, pero se puede tratar. El problema grave es otro.
– ¿Cuál?
– El abuso de anabolizantes le afectó al hígado y, peor aún, al sistema muscular. Sus músculos padecen una necrosis progresiva. Cuando llegue al corazón, Tsolakis morirá.
– ¿No hay tratamiento para eso?
– Sólo podemos ralentizar el proceso. Luchamos para prolongar su vida lo máximo posible. -Hemos llegado a la puerta de su despacho-. ¿Te apetece tomar un café?
– No, tengo que ir a casa porque, con lo de Adrianí, estamos al borde de la locura.
Fanis se queda pensativo.
– A veces me digo que lo tiene merecido -reflexiona-. Es el precio que tiene que pagar por las medallas y el dinero que ganó tomando anabolizantes. Por otro lado, me cae tan simpático que me duele en el alma verle así.