Camino del coche, informo a Dermitzakis de lo que ocurre y nuestra extrañeza aumenta.
– Pon la sirena -le ordeno cuando entramos en el coche patrulla.
17
Lo primero que hago al llegar a mi despacho es llamar por teléfono a Stazakos.
– Acaba de salir, señor comisario -me informa uno de sus ayudantes-. Ha ido a la sede central para la rueda de prensa. Ya se habrá enterado de la detención… -añade con un retintín que, sin duda, ha aprendido de Stazakos.
Cuelgo el teléfono, indeciso; no sé por dónde tirar. No tiene sentido llamar a Guikas; también él habrá ido a la rueda de prensa. Dudo en dar cualquier paso, por si me equivoco, ya que desconozco las pruebas que han conducido a la detención del butler.
Así pues, aprieto los dientes y decido no hacer nada. Enciendo el televisor que tengo en el despacho, porque lo más urgente es enterarme de los pormenores de la detención. Están dando anuncios, que, por suerte, no duran demasiado. Pronto aparece el titular «Avance informativo» y tras él, el presentador de las noticias.
Para mi sorpresa, sólo veo al director general de la policía griega y a Stazakos. Guikas debe de estar rabiando en su despacho porque no han contado con él. Es el director general el que hace las declaraciones. Stazakos permanece sentado en silencio a su lado, enfurruñado como un gato porque su superior le roba plano.
En realidad, no es una rueda de prensa, sino un comunicado. Nuestro director no anuncia oficialmente la detención. Se limita a informar de que han arrestado a un sospechoso y le están interrogando, porque se han descubierto pruebas incriminatorias en su contra.
– ¿Podemos, pues, hablar de una detención? -pregunta Jaritopulu, una periodista cuarentona con años de experiencia, que intenta arrancarles una declaración más comprometida.
– No, puesto que no ha concluido la instrucción preliminar -responde el director.
– Las pruebas, no obstante, son bastante concluyentes -agrega Stazakos, incapaz de controlar sus impulsos.
El director le mira de reojo pero evita añadir algún comentario, obviamente para que no se note el desacuerdo. Descubro a Sotirópulos de pie en un rincón, con su habitual expresión impávida. Aunque de momento no participa, es evidente que acecha el momento apropiado para pasar al ataque.
– ¿Puede decirnos cuáles son las pruebas incriminatorias? -pregunta Jaritopulu, que siempre viste de rosa pero que hoy va de amarillo.
– Serán informados con todo detalle cuando termine la instrucción -insiste el director general. Sotirópulos se decide a atacar:
– En resumidas cuentas, nos está diciendo que tienen a un sospechoso pero que no ha sido detenido. Que disponen de pruebas bastante concluyentes, según afirma el jefe de la Brigada Antiterrorista, pero que aún no pueden revelárnoslas. Por otra parte, ninguna organización ha reivindicado la autoría de los supuestos atentados -concluye, poniendo énfasis en la palabra «supuestos».
– Ciertamente, las organizaciones terroristas suelen reivindicar sus atentados -contesta el director general de la policía-, pero no siempre sucede así. A veces ninguna organización asume la autoría, o la reivindicación se produce pasado un tiempo.
– Pero el asesino deja una firma en el cuerpo de sus víctimas -puntualiza Stazakos.
Este dato es nuevo y un murmullo recorre la sala de prensa.
– ¿Qué firma? -pregunta Jaritopulu.
– Una D latina prendida del pecho de las víctimas.
– ¿Y qué significa esa D? -insiste la periodista de amarillo.
El director general vuelve a tomar las riendas.
– Todavía no lo sabemos. Confiamos en que se aclare en el curso de la instrucción.
Sotirópulos, sin embargo, ya tiene preparada la segunda andanada.
– Mientras averiguan qué significa la D, ¿podría decirnos si es cierto que dos policías ingleses colaboran en la investigación?
– Solicitamos la cooperación de la policía británica, sí, dado que la segunda víctima era inglesa.
– Lo pregunto porque, por lo general, a los ingleses les interesan las detenciones expeditivas. Prefieren condenar primero y juzgar después. Es lo que hicieron con el IRA y sus errores tardaron años en salir a la luz.
El director general renuncia a entrar en disputas con Sotirópulos.
– Bueno, chicos -se dirige a los demás periodistas-, esto es todo por ahora. En cuanto haya novedades os informaremos.
Sotirópulos parece dubitativo, como si quisiera preguntar algo más. Al final se vuelve y es el último en abandonar la sala, como siempre.
Apago el televisor y llamo a Kula, la secretaria de Guikas.
– ¿Puedo subir ahora, Kula?
– Claro, está en su despacho. Solo -añade, lo que significa que Guikas está de un humor de perros.
Cuando entro en su despacho, Guikas alza la vista y me dice secamente:
– Ya ves, me han dejado compuesto y sin novia.
– ¿Por qué no le han convocado?
– Según parece, el ministro ordenó que hiciera las declaraciones el director general de la policía, para que tengan más peso.
– ¿Sabe de qué pruebas disponen?
– Han descubierto cinco transferencias de diez mil euros, hechas en menos de una semana, a la cuenta de ese Bill Okamba en el Banco Central.
– ¿Desde distintas cuentas?
– No, desde la misma. Quien ordenó las transferencias no quería superar la cifra de diez mil euros, porque las sumas inferiores no se declaran a la Fiscalía contra el Blanqueo de Dinero.
– ¿Y quién las ordenó?
– Todavía no lo sé.
– ¿Qué dice el mayordomo?
Guikas se encoge de hombros.
– Lo que diría cualquiera en su lugar. Que no sabe quién le ingresó el dinero ni por qué está en su cuenta.
– ¿Hay otras pruebas incriminatorias?
– Un pelo hallado en la ropa de Zisimópulos. Hicieron la prueba de ADN y resultó ser del mayordomo, Okamba.
– Vamos… Ese hombre atendía a Zisimópulos, le planchaba la ropa, la cepillaba, se la colgaba en el armario. ¿Tan raro es encontrar en ella uno de sus cabellos?
– Consideran que se le cayó en el momento del asesinato, porque estaba en la espalda de la camisa que llevaba Zisimópulos.
Trato de contenerme porque sé que Guikas está de mi parte, quizá por primera vez.
– Lo decapitaron con una espada. Es decir, que el asesino se encontraba a cierta distancia cuando le cortó la cabeza. Si lo hubiera degollado con un cuchillo sí habría tenido que acercarse. ¿Cómo llegó el cabello a la espalda de Zisimópulos?
– Como te decía, según ellos cayó en el momento del asesinato.
– ¿Han encontrado el arma homicida?
– Todavía no.
Es decir, la única prueba son las transferencias bancadas. Lo demás está cogido por los pelos, como el que han encontrado en la espalda de Zisimópulos. Hasta que no den con el arma homicida, las cosas no estarán claras. Suponiendo que el asesino sea el mayordomo, y suponiendo que pensara cometer otro asesinato, debió de esconder la espada en algún lugar. Si tenía la intención de detenerse tras el segundo asesinato, quizá la haya hecho desaparecer definitivamente.
– ¿Cómo explican el segundo asesinato?
– No lo explican. De momento se centran en el primero. Piensan que, si consiguen que confiese el primer asesinato, se verá obligado a confesar también el segundo.
La verdad, no creo que confiese siquiera el primero, porque, en mi opinión, Bill Okamba no cometió los crímenes.
– ¿Puedo interrogado? -pregunto a Guikas.
He dado al traste con nuestra alianza.
– Ni se te ocurra -se indigna-. Del interrogatorio preliminar se ha ocupado Stazakos, quizá también los ingleses. Nadie más se le puede acercar. -Tras una pausa, prosigue, ya más calmado-: En estos momentos todo el mundo se felicita. El ministro y el director general de la policía, porque han conseguido un éxito en tiempos en que los éxitos son muy caros de ver. Stazakos, porque sueña con un ascenso. Y los ingleses, porque pueden decir a sus superiores: «¿Lo ven? Gracias a nosotros, los griegos pudieron practicar una detención». Siendo así las cosas, lo mejor que podemos hacer es mantenernos al margen y esperar que las cosas cambien.