Выбрать главу

Aunque para mis adentros celebro la metedura de pata de Stazakos, no tengo ganas de ir de niño bueno ante Guikas. Basta que recuerde las jugarretas que me ha hecho a lo largo de los años para que se me quiten las ganas de golpe.

– Si surge algo de mi contacto con Zisimópulos, le informaré enseguida -digo y me dirijo a la puerta.

Kula está inclinada sobre sus papeles.

– ¿Cómo va todo? -pregunto en el tono amistoso que suelo emplear con ella.

Alza la cabeza y me mira con expresión sombría.

– ¿De veras no lo sabe, señor Jaritos?

– No. ¿Qué ocurre?

– ¿No ha leído el nuevo proyecto de ley sobre prestaciones sociales?

– Lo he leído. Se está cargando nuestras pensiones.

Kula menea la cabeza.

– Cómo se nota que usted es un hombre, señor Jaritos. Se cargan las pensiones, pero, además, a las mujeres nos obligan a trabajar cuarenta años para cobrar esa pensión ridícula. En esos cuarenta años se supone que tengo que trabajar, casarme, tener hijos, amamantarlos y criarlos hasta que lleve cuarenta años en activo o cumpla los sesenta. ¿Se da cuenta de la montaña que nos han plantado delante? Sería más fácil escalar los Alpes o el Himalaya.

– Tienes razón. No sé qué decirte. -Estoy desconcertado.

– Y todo eso en nombre de la igualdad entre hombres y mujeres. ¿Qué igualdad ni qué ocho cuartos? Cuando los hombres se queden embarazados podremos hablar de igualdad. ¿Ha visto usted a algún hombre quedarse embarazado y dar de mamar? Yo sólo vi a Schwarzenegger en una película. ¿Quiere que le diga una cosa? Había más igualdad en el pasado, cuando los hombres trabajaban para mantener a la familia y las mujeres cargaban con el peso de la casa y los hijos. Al menos se repartían las responsabilidades. Ahora se supone que hombre y mujer cargan con los pesos por igual, ya que la ley los considera iguales, y las mujeres cargan además con el embarazo, la maternidad y la lactancia por gusto, como si fuera un incentivo.

Escucho sin chistar, bien porque no sé qué podría decirle, bien porque no quiero echar más leña al fuego. Por ambas cosas, probablemente. Pero de nada sirve: Kula ha cogido carrerilla y no hay quién la pare.

– ¿Sabe cuál es la guinda del pastel? -continúa-. Cuando muera mi marido, su pensión quedará cancelada, no la cobraré yo. Es decir, cargaré con un gilipollas, le arrastraré de la mano mientras me deslome durante los cuarenta años laborales, le daré hijos, me hinchará las narices toda la vida y cuando muera no podré cobrar una pensión de viudedad a modo de compensación. ¿Y a eso lo llamamos justicia e igualdad?

Guikas ha oído los gritos de Kula y sale de su despacho.

– ¿Qué sucede? -pregunta alarmado. Luego repara en la expresión de su secretaria-. Ah, ya. -Se vuelve hacia mí-: ¿Puedes venir un momento?… No sé qué hacer -dice después de sentarse tras su escritorio-. Quizá la traslade a otro departamento, donde al menos tendrá la oportunidad de ascender. Es inteligente, muy inteligente, pero, cuando yo me vaya de aquí, temo que mi sucesor la mande a archivar carpetas. Claro que, si la traslado a otro departamento, me quedaré desamparado, porque no encontraré otra como ella.

Sigo callado, pensando que mucho cariño debe de tenerle cuando está dispuesto a sacrificar su comodidad por el futuro de Kula.

– Si te la mando, ¿la aceptarías en homicidios?

Me pilla tan de sorpresa que me cuesta reprimir mi entusiasmo.

– Con mucho gusto -digo sin poner demasiado énfasis en el «mucho» ni en el «gusto».

– De acuerdo, pero no le digas nada, que no se le abra el apetito antes de tiempo. Primero tengo que encontrar una razón convincente para su traslado.

20

Adrianí está completamente recuperada. Mi diagnóstico no es fruto de un estudio psiquiátrico o simplemente médico, sino de mi olfato. Encima de la mesa de la cocina hay una gran fuente de tomates rellenos.

– ¡Ah, estupendo! -exclamo entusiasmado-. ¡Menuda sorpresa!

– Hacía tiempo que no los comíamos y a Fanis también le gustan. Vienen a cenar esta noche.

Me esfuerzo por dominar mi apetito y no picotear de la fuente, cosa que a Adrianí la pone frenética.

Hacia las nueve, cuando llegan Katerina y Fanis, nos sentamos enseguida a la mesa. En nuestra casa es tradición acompañar los tomates rellenos con queso feta y Adrianí sirve un trozo entero junto a la bandeja. Ha comprado ouzo de Mitilene especialmente para Fanis. Yo tomo vino blanco seco porque, desde que embotellan la retsina, es como beber petróleo.

Hablamos de cualquier cosa evitando cuidadosamente mencionar la crisis económica, para no despertar recuerdos desagradables en Adrianí. Ya hemos terminado de cenar cuando Fanis se dirige a Katerina:

– Venga, dilo. Me tienes sobre ascuas.

– Tengo que daros una buena noticia -anuncia Katerina al instante, como si llevara toda la noche esperando a que Fanis le diera pie-. Esta mañana Seimenis me ha dicho que quiere que siga trabajando con ellos al terminar mis prácticas. -Seimenis es el socio mayoritario del bufete de abogados donde mi hija hace las prácticas.

– Esto sí que es una lotería, hija mía -exclama Adrianí.

– ¿Por qué será? -pregunto yo entre risas-. Tendrá mucho trabajo ahora, con la crisis: como todo el mundo acaba en los tribunales…

– Eso también, pero sobre todo porque, con la nueva ley de inmigración, se han abierto muchos procesos de legalización.

– Espero no detener a algún inmigrante y tener que enfrentarme a ti en los tribunales.

– Imposible. Somos parientes en primer grado y, una de dos, o tú abandonas el caso o yo rechazo al cliente.

Me parece un buen comienzo, dados los tiempos que corren, y así se lo digo a Katerina mientras Adrianí se levanta y recoge la mesa. Me doy cuenta de que algo la ha molestado, pero me armo de paciencia y espero hasta que se marchen los chicos.

– ¿Qué ha pasado para que, de repente, te hayas puesto de mal humor? -pregunto antes de acostarnos.

– Si esos desgraciados, los inmigrantes, no pueden ganarse ni su propio pan, ¿cómo van a dar de comer a Katerina?

– Aun así, es un buen comienzo. Hoy se encarga de los casos de inmigración, mañana Seimenis le confiará otros.

Adrianí deja lo que está haciendo para mirarme.

– ¿Y los demás socios del bufete? ¿Aceptarán que Seimenis le pase casos importantes a Katerina, que es una novata, cuando todo el mundo está a dos velas?

– A dos velas está todo el mundo… menos los abogados.

– Ojalá sea así, aunque tengo mis dudas.

Al día siguiente, las ocho y media, conduzco por la avenida Reina Sofía en dirección a Ambelókipi, para ir al despacho. A la altura de Ilísia me detengo ante un semáforo en rojo. El conductor de un Cayenne me grita algo desde el carril de la izquierda.

– ¿Qué dice? -pregunto.

– Tiene razón. No deberíamos pagarles -vuelve a gritar.

Aunque los que conducen un Cayenne o un Mercedes casi nunca tienen que pagar nada, me pregunto qué es lo que no deberíamos pagar los demás. Por gestos le digo que no sé de qué me habla y él me señala un cartel pegado a un poste.

– ¿No sabes leer? -dice.

No me da tiempo a leerlo porque el semáforo se pone en verde y los conductores de atrás empiezan a tocar el claxon. Todos los postes y los trozos de pared que quedaban libres en la avenida están empapelados con el mismo cartel. Paso al carril de la derecha y me paro delante de un poste a la altura del Hospital Hipocrático. Tengo que bajar del Seat para leerlo.

En el cartel, enmarcado en rojo, está escrito con gruesas letras negras: «¡no paguéis lo que debéis a los bancos!». El comentarista del noticiario y Adrianí tenían razón, pienso. Pronto habrá manifestaciones en apoyo del asesino y tendremos que sacar a la calle las fuerzas antidisturbios para imponer el orden. No me quedo para leer el resto; con la primera frase me basta.