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La investigación ha llegado a un punto muerto, igual que la reunión. Los directores se dan cuenta y se levantan por iniciativa propia.

– Si reciben otro anuncio, les agradecería que nos informaran antes de publicarlo -dice Guikas.

Los tres se lo prometen y se retiran. Lazaridis, cuya presencia ya no es necesaria, les imita.

– Te escucho -dice Guikas cuando nos quedamos solos.

– Alguien, tal vez un grupo, se ha propuesto desprestigiar a los bancos y no se conformará con un intento. Habrá otro y tendremos problemas.

– Mañana Bill Okamba comparecerá ante el juez.

– ¿Han encontrado nuevas pruebas en su contra?

– No, seguimos con la transferencia de los cincuenta mil euros y con el cabello en la camisa de la víctima. Además, Okamba no ofrece respuestas convincentes.

– ¿Son pruebas suficientes para acusarle?

– Ellos dicen que sí.

– ¿Han encontrado el arma homicida?

– No, pero me apuesto lo que sea a que, para cubrirse las espaldas, el juez decretará prisión preventiva, con el visto bueno del fiscal.

Bajo a la tercera planta, donde está mi despacho. En el ascensor lamento estar con un pie fuera de la investigación, pues me impide moverme como debería. Y hay algo que se me escapa, lo intuyo, pero no consigo definir el qué.

En el pasillo, veo que Dermitzakis se dirige a su despacho con un vaso de agua en la mano.

– ¿Ya has vuelto? -le digo, atónito.

Se detiene y me mira con una amplia sonrisa.

– Le he encontrado. ¿Quiere que se lo lleve?

– ¿Y lo preguntas?

Dermitzakis hace pasar a mi despacho a un hombre de tez morena y edad indeterminada. Una nutrida barba le cubre la cara y viste bombachos blancos, camisa blanca y un chaleco de color crema. Está tocado con un gorro blanco bordado, como los que llevan los musulmanes religiosos, y calza sandalias. Me mira directamente a los ojos, sin rastro de temor ni de preocupación.

– Siéntate -le digo señalando la silla que hay frente a mi escritorio.

– Me quedo de pie.

Para mi sorpresa, pronuncia la d con soltura, algo poco habitual entre los árabes y los asiáticos.

– Anoche fuiste a pegar carteles con un grupo de gente.

– Sí.

– Quiero saber quién os encargó el trabajo y quién os dio los carteles.

– Un negro.

– ¿Un negro?

– Sí, muy negro. De África.

– El jardín donde estaban las brochas y la cola, ¿lo encontraste tú o te lo indicó él?

– Él me enseñó dónde estaban las brochas y la cola y me dio los carteles. -Responde con calma y con rapidez, no tiene miedo ni parece tener nada que ocultar.

– De acuerdo, un negro te hizo el encargo. ¿No preguntaste quién era, por qué quería empapelar las calles? Que un negro encargue pegar carteles no ocurre todos los días…

– Nos pagó por adelantado y nosotros lo hicimos. ¿Qué iba a preguntar?

– ¿Leíste lo que decían los carteles?

– No. Hablo griego, pero no sé leerlo.

– Muy bien. Hemos terminado, puedes irte.

Saluda con un gesto de la cabeza y sale del despacho. Al ver que Dermitzakis quiere ir tras él, se lo impido.

– Haz que alguien le siga. A lo mejor oculta algo.

Bill Okamba es negro, como el que encargó pegar los carteles, y es posible que ambos estén relacionados; Stazakos tal vez no se haya enterado todavía. Pese a todo, lo más probable es que detrás de todo esto se oculte otra persona.

Descuelgo el teléfono para informar a Guikas. Me sigue atormentando la sensación de haber pasado algo por alto.

23

Estoy con Vlasópulos y Dermitzakis viendo por televisión el traslado de Bill Okamba a los juzgados, donde comparecerá ante el juez. Le han puesto un chaleco antibalas y el corpulento Okamba camina envarado entre dos agentes de la Antiterrorista. Mira al frente sin pestañear, la cabeza alta, orgulloso, casi provocativo. ¿Un terrorista? En todo caso, me lo imagino como un jefe de tribu capaz de aterrorizar a su pueblo, como todos los jefes.

Sin embargo, llaman aún más la atención los agentes que lo custodian. Llevan la cara oculta tras un pasamontañas y visten uniforme de asalto. Dos de ellos sujetan a Bill firmemente de los brazos y otros tres, armados, caminan en la retaguardia. ¡Ni que condujeran a Bin Laden a prestar declaración!

Han convocado a todas las cadenas de televisión para que retransmitan el espectáculo. Sin duda, mañana, la prensa europea y norteamericana hablará del éxito de la policía griega, y el ministro y el jefe de la brigada cosecharán sus elogios.

– Seguro que Stazakos se ha pasado la noche estudiando fotografías del FBI para organizar el espectáculo -comenta Vlasópulos.

Tan absorto estoy en las imágenes que mi móvil suena cinco veces antes de que me dé plena cuenta de ello.

– ¡Papá! -grita Katerina, indignada-, ¿qué pruebas tenéis contra ese pobre sudafricano para llevarle ante el juez?

Fantástico. Si hasta el presente tenía que soportar a Adrianí con sus comentarios despectivos sobre la policía, ahora mi propia hija cursilona nuestros métodos.

– ¿Y tú? ¿Has asumido la defensa colectiva de todos los tercermundistas? -pregunto, y se me escapa la risa.

– Qué va: ¿quién soy yo para defenderles? Ya tiene abogado. ¿Quieres saber quién es?

– Sí.

– ¿Has oído hablar de Leonidis?

– Desde luego, lo conozco personalmente.

Leonidis es el patriarca de los abogados criminalistas de Grecia. Sesentón, de aspecto impecable, siempre vestido con elegancia, es el terror de los tribunales. Lanza comentarios mordaces a los testigos, se mete con los fiscales, replica al presidente del tribunal y nadie se atreve a chistarle. Un hurra por Zisimópulos júnior. Mantuvo su palabra y contrató al mejor.

– ¿Me harías un favor, papá? -La voz de mi hija ha cambiado de tono.

– ¿Qué quieres?

– ¿Podrías decirle a mamá, con sutileza, que no nos compre más comida? Si se lo digo yo, se ofenderá, ya sabes cómo es.

Salgo al pasillo con el móvil para que mis ayudantes no puedan oír el resto de la conversación.

– ¿A qué comida te refieres?

– Nos compra verdura del mercado, carne de la carnicería, arroz, espaguetis y detergentes del supermercado. No te puedes ni imaginar. Cuando vuelvo a casa por la noche, me encuentro la cocina y la nevera llenas.

– Bueno, intentaré decírselo con tacto.

– Gracias. Me haces un gran favor, porque me temo que al final Fanis se lo tomará como una afrenta personal y se enfadará mucho.

Vuelvo a mi despacho. Adrianí me ha ocultado que hace la compra de nuestra hija. También yo me enfadaría, pienso, pero el hecho de que mi mujer sea capaz de alimentar a dos familias con el mismo presupuesto diluye mi enfado.

No puedo ahondar más en el asunto porque me llama Guikas.

– Dentro de media hora tenemos que estar en el despacho del ministro -dice.

– ¿Del ministro? ¿Por qué? Si Okamba ya está declarando ante el juez…

– Quedan los bancos. El ministro ha convocado una reunión con los banqueros y necesita a alguien que le sirva de rompeolas.

Lo malo de los rompeolas es que siempre sales empapado. Por otra parte, entiendo que el ministro se sienta arrinconado y busque refuerzos.

Al llegar al despacho del ministro, éste está ya reunido con cuatro cincuentones bien vestidos, bien aseados y bien conservados. De los cuatro sólo conozco a Stavridis, el director del Banco Central. Los otros tres son Berkópulos, subdirector griego del First British Bank; Galakterós, director del Banco Jónico de Crédito, y el francés Cherban, director de la filial ateniense de un banco galo cuyo nombre se me ha olvidado. Los dos primeros representan a la Asociación Griega de Banca, es decir, la patronal bancada: Stavridis es el presidente y Galakterós el vicepresidente. Los otros dos han acudido en representación del capital extranjero invertido en Grecia.