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– ¿Dónde vive ahora?

– La familia es de Koropí de toda la vida. El padre de Varulkos tenía huertos. A él le quedó la casa rural. Ahora vive allí. Sigue la calle Moraitis y tuerce a la izquierda por Kosmás Nikolós. La encontrará al final del camino. Es una casa aislada, no tiene pérdida.

Moraitis se encuentra en el límite del casco urbano. A partir de allí las viviendas empiezan a escasear hasta que, ya cerca de la calle Nikolós, la única edificación visible es un pequeño astillero. Al final de la calle Nikolós distinguimos una casa rural rodeada de vegetación y perdida en medio de la nada.

– Debe de ser ésa -dice Vlasópulos-. Es la única casa en los alrededores.

Harían falta unos prismáticos para verla, pero Vlasópulos tiene vista de halcón. Dejamos el coche patrulla en la calle y seguimos a pie.

Es una casa rural normal y corriente, de las que se encuentran en las zonas rurales del Ática. Es de un color blanco sucio, señal de que hace décadas que no le dan una mano de pintura. Delante de la casa hay un pequeño huerto, seguramente vestigio de los cultivos del padre de Varulkos.

Fuera de la casa, bajo un tejadillo de madera, divisamos a un hombre de edad indeterminada sentado en una desvencijada butaca de mimbre. Lleva unos viejos tejanos desteñidos, camisa a cuadros y tirantes. Nos ve llegar, pero ni se inmuta.

– ¿Stéfanos Varulkos? -pregunto cuando llegamos junto a él.

– Sí, ¿y qué?

– Soy el comisario Jaritos.

– Pierde el tiempo, no lo maté yo -contesta enseguida.

– ¿A quién?

– A Zisimópulos. No lo maté yo.

– Nadie ha dicho que lo hiciera.

– Él me mató a mí. -Piensa un momento y se encoge de hombros-. Total, qué más da. Tampoco estoy tan mal así. Pude salvar la casa paterna y un huertecito que me da de comer. No necesito nada más. Lástima que muriera mi mujer, eso es lo único que me duele.

– ¿No tiene usted hijos?

– No. -De repente se echa a reír por lo bajo-. Cuando lo perdí todo, los demás aún tenían dinero y yo era el fracasado. Ahora que se tiran de los pelos por culpa de la crisis, yo ya no tengo nada que perder y me divierto.

No hay otro asiento disponible y me quedo de pie bajo el tejadillo, para que no me abrase el sol.

– He venido a verle porque me dijeron que conocía bien a Zisimópulos.

– ¿Que yo conocía a Zisimópulos? -Otra risita por lo bajo-. Si lo hubiera conocido tan bien, no me habría pillado desprevenido y no me habría arruinado. -La risa desaparece y Varulkos se pone serio-. ¿Sabía que yo le hice los cimientos de su casa? Así nos conocimos. Pasaba de vez en cuando para echar un vistazo a la obra y me decía: «Buen trabajo, sí señor». Entonces, cuando encontré la parcela grande, se me ocurrió pedir un presumo al Banco Central, ya que conocía al director. Aceptó enseguida. Ya le habrán contado cómo y por qué se fastidió el proyecto, no voy a repetírselo. Pedí un segundo crédito. Me lo concedió, pero me advirtió que no habría un tercero. Y así fue. No sólo no me concedió otro préstamo cuando se le supliqué, sino que me cerró las puertas de los demás bancos. Acabó quitándomelo todo. Unos conocidos comunes le rogaron que me dejara esta casa paterna. Accedió y luego se jactaba de su bondad. En menos de un año nos jubilamos los dos. Él, con una pensión millonada, y yo, con nada. -Toma aliento y me mira pensativo-. Zisimópulos era un buen banquero. Nunca regateaba y jamás se retrasaba en los pagos. Pero, si no cumplías, era despiadado.

Miro a Varulkos, sentado delante de mí en la butaca de mimbre. Es imposible que este hombre asesinara a tres personas con una espada. Sin embargo, bien pudo pegar los carteles y poner el anuncio en los periódicos. En tal caso, nos enfrentaríamos a dos personas. Una mata y la otra azuza a la gente contra los bancos. De pronto, este escenario se me antoja el más verosímil.

– ¿Puedo echar un vistazo a la casa?

Me mira y pregunta tranquilamente:

– ¿Por qué? ¿Está buscando la espada?

– Si fuera así, no la buscaría en su casa.

Varulkos se encoge de hombros.

– Mire todo lo que quiera. No hace falta que le acompañe. Sólo hay dos habitaciones. Terminará en un santiamén.

Vlasópulos y yo entramos en la casita. Efectivamente, consiste en una sala de estar, una cocina y un dormitorio. En la sala hay una mesa y una butaca, la pareja del que ocupa Varulkos, frente a un televisor Grundig blanco y negro que, a su vez, está encima de una silla. En el dormitorio hay una cama de matrimonio y un armario de plástico que cierra con cremallera. Dentro del armario hay dos pantalones, algunas camisas y una cazadora. En el suelo del armario está la ropa interior, los calcetines y un par de jerséis. En la cocina hay una olla encima de un fogón doble y una nevera antediluviana, de aquellas que tenían el motor en el lugar donde ahora ponen el congelador. Varulkos debió de comprarle el televisor y la nevera a algún chatarrero.

No veo ordenador ni impresora por ninguna parte. Si tuviera hijos, podría considerar la posibilidad de que utilizara el ordenador de uno de ellos. Pero no tiene hijos y, por lo tanto, no pudo ser él quien imprimió los carteles.

No se ha equivocado calculando el tiempo. En cinco minutos ya hemos terminado. Salgo para despedirme de él.

– Gracias por la información -le digo.

Esta vez me mira con curiosidad.

– ¿Puede decirme qué diablos estás buscando?

Pienso que no pierdo nada con decírselo. A veces las pistas aparecen donde menos te lo esperas.

– Busco al que imprimió unos carteles animando a la gente a no pagar sus deudas con los bancos. El que lo hizo tuvo que usar un ordenador y una impresora.

Se produce un nuevo estallido de risa.

– ¿Tengo pinta de tener ordenador e impresora? Además, me importa un pito si la gente paga sus deudas o no. Yo, en todo caso, ya pagué. -Se pone serio de repente y dice con cajas destempladas-: Y ahora adiós, déjenme en paz.

– Varulkos…, ese nombre me suena, pero no puedo recordar de qué -dice Vlasópulos cuando subimos al coche.

– ¿De qué te suena? ¿Algún pariente tuyo, un compañero de instituto?

– No, de otra cosa, pero no consigo recordarla. -Hace un esfuerzo más y desiste-. En fin, ya saldrá, es cuestión de tiempo.

30

Cuando algo o alguien insiste en desbaratar tus planes, significa que las cosas han escapado a tu control y siguen su propio curso. A punto estoy de dejarlo todo plantado e ir a hacer una visita a Zisis; hablar con él suele ayudarme a aclarar las ideas.

Pero Kula echa por tierra mis propósitos.

– Ha llegado una visita y el jefe quiere verle.

– ¿Quién es?

– Cuerpo extraño -contesta Kula riéndose.

A mí, eso del cuerpo extraño no me hace especial gracia, y lo primero que se me ocurre es que los ingleses han vuelto a hacer su aparición. Tengo que posponer mis planes de ver a Zisis para subir a la quinta planta.

– Ya me he enterado, señor Jaritos. No sabe cuánto me alegro -dice Kula cuando paso por su lado.

– ¿Y por eso tienes tantas ganas de bromitas? -le digo burlón.

– Es normal. Trabajar aquí era un aburrimiento.

En el despacho de Guikas no me espera ningún británico, sino un hombre alto, trajeado y rubio que Guikas me presenta como Ruud Schiffel, encargado de negocios de la Embajada de Holanda en Grecia.

– El señor Schiffel desea que le informemos acerca de las investigaciones relacionadas con el asesinato de Henrik de Moor -me sitúa Guikas una vez concluidas las presentaciones.

Me extraña que me lo diga en griego, pero enseguida se disipa mi extrañeza, pues Schiffel habla griego. Con mucho acento y con cierta dificultad para encontrar algunas palabras, pero, por lo demás, se hace entender francamente bien.