– Hasta acertó al elegir marido -añade él.
– Gracias, Lambros -le digo de corazón.
– ¿Por qué me das las gracias? No lo elegiste tú.
– Desde luego que no. Al principio, hasta me caía mal.
Llego a mi casa a las ocho pasadas y me encuentro a Adrianí sentada en su puesto de observación, frente al televisor. Oye cerrarse la puerta de entrada y me grita:
– ¡Lo han puesto en libertad!
– ¿A quién?
– Al negro que habíais detenido, acusado de matar a los banqueros esos. Ven, están hablando de él.
Me siento a su lado en el sofá en el instante en que emiten la rueda de prensa del director general de la policía: «Dado que se ha cometido otro crimen tras la detención del sospechoso, y se ha confirmado que los tres asesinatos se han cometidos con la misma arma, nos vemos obligados a poner fin a la prisión preventiva del señor Okamba. No obstante, el fiscal le ha impuesto la prohibición de abandonar el país hasta el esclarecimiento total de estos crímenes».
– ¿Significa eso que ese hombre sigue siendo sospechoso? -pregunta un reportero que me es desconocido.
– Sí, hasta que encontremos al verdadero culpable.
– Pero ¿cómo es posible? -interviene Sotirópulos-. Disculpe, señor Arvanitópulos, pero ya sabemos que el informe forense confirma que los tres crímenes fueron cometidos por el mismo asesino. ¿Cómo es posible que sigan considerando sospechoso a Okamba, si estaba en prisión cuando se cometió el tercer crimen?
– Tiene a tu jefe contra las cuerdas -comenta Adrianí.
Es la táctica predilecta de Sotirópulos: acorralar a su interlocutor hasta obligarle a caer en contradicciones. Al principio también lo hacía conmigo pero luego desistió, sea porque nuestra relación cambió o porque he aprendido sus trucos y ya no caigo en la trampa.
– Estamos investigando todas las posibilidades, señor Sotirópulos -responde el director general de la policía-. La del atentado terrorista y la del ataque contra los bancos. De momento, ésas son las hipótesis que barajamos.
En la pantalla aparece la presentadora del noticiero.
– Éstas, queridos telespectadores, han sido las declaraciones del director general de la policía. Ustedes pueden sacar sus propias conclusiones.
– Mi conclusión es que andan perdidos -dice el comentarista del noticiero.
– Es obvio. Creían haber llegado al final y de pronto descubren que todavía no han empezado.
En la pantalla aparece la prisión de Korydalós. Se abre la portezuela y sale Okamba acompañado de Leonidis, su abogado. Okamba camina tan erguido y orgulloso como siempre. Los reporteros corren hacia él, pero es Leonidis quien hace las declaraciones.
– Jamás dudé de la inocencia de mi cliente -dice-. Y considero injusta la prohibición de abandonar el país. Bill Okamba no tiene nada que ver con los crímenes que preocupan a la justicia y a la opinión pública. Todos estamos dispuestos a ayudar a la policía en su labor. Pero en adelante tendrán que proceder con más cuidado.
Después de soltar esta andanada, se dirige con Okamba al coche que está esperándoles. En el asiento del conductor está sentado Nick Zisimópulos.
31
Encima de mi escritorio está la fotocopia del report del Coordination and Investment Bank y frente a mí está sentada Kula. El informe del banco ocupa diez páginas escritas a un espacio sobre papel blanco y sin logotipo. Lo dejo para más tarde y llamo a mis dos ayudantes. Sorprendidos al ver a Kula, la saludan con un «hola, Kula» y un «hola» a secas respectivamente.
– A partir de hoy, Kula formará parte de nuestro equipo. Ordenes de Guikas, ya que el peso de la investigación de los tres asesinatos recae ahora sobre nuestras espaldas. -Callo y les observo con atención. Ninguno de los dos parece muy contento-. Y, personalmente, yo os ordeno que la tratéis como un miembro más del equipo, de igual a igual -continúo-. No está aquí para ordenar archivos, que quede claro. Lo digo delante de ella, para que sepa que mi puerta está abierta si le hacéis la vida imposible.
Dermitzakis considera que debe mostrarse ofendido.
– Habla como si fuéramos unos machistas, señor comisario.
– Yo no he dicho que lo seáis. Pero sé que a los recién llegados a cualquier departamento les obligan a hacer de recaderos, para que no se les suba el puesto a la cabeza. Aquí trabajamos todos en equipo y tenemos que darnos prisa. Ha empezado la cuenta atrás. -No tienen nada que objetar y prosigo-: Kula, de momento seguirás investigando a los empresarios que fueron víctimas de expropiaciones. Vlasópulos, ¿qué hay del informe de los empleados despedidos?
– En una primera criba he seleccionado a cuatro. Uno trabaja en una empresa en Bahrein. Otro emigró a Latinoamérica. Un tercero, Miñatis, abrió un concesionario de coches en la avenida Singrú. El cuarto se llama Batís y tiene ahora una agencia de viajes.
– Empezaremos por el concesionario de coches en cuanto haya echado un vistazo al informe del Investment Bank.
Los tres se retiran y yo empiezo a repasar el informe, pero mi inglés no me basta para entender esa jerga financiera, y, de todas maneras, de finanzas no entiendo ni papa. En menos de un cuarto de hora me siento mareado y llamo a Tsolakis al móvil.
– ¿Ha salido ya del hospital? -pregunto.
– Sí, hasta que me vuelvan a ingresar -responde entre risas.
– Me gustaría enviarle un informe del Coordination and Investment Bank para que le eche un vistazo. Si no le importa, mañana iré a verle para hablar del tema.
– Envíemelo y mañana le espero.
Estoy a punto de pedirle a Dermitzakis que le envíe el informe a Tsolakis cuando suena el teléfono.
– ¿El comisario Jaritos?
– El mismo.
– Le habla el comisario Kliopas, de la comisaría de Keratsini. El guerrillero antibancos ha actuado de nuevo.
– ¿Ha vuelto a pegar carteles?
– Nosotros vigilábamos el centro de Atenas y él se ha ido a la periferia, pienso.
– Carteles, no. Pegatinas.
– ¿Pega tinas?
– Sí. Ha cubierto medio Pireo con pegatinas. He hablado también con las comisarías de Drapetsona y Korydalós. Hay pegatinas por todas partes: en las farolas, en los escaparates, en las puertas de los bancos, en las entradas de las viviendas, por todas partes. La buena noticia es que esta vez dice poco. La mala, que las pegatinas no se despegan fácilmente. Tendremos que arrancarlas rascando de una en una.
– ¿Y qué dicen las pegatinas?
– «Los bancos han recibido veinticinco mil millones de euros más. Ese dinero sale de nuestros impuestos. No volváis a pagarles de vuestros bolsillos.»
El tipo es ocurrente y eficaz. Las pegatinas harán más daño que los carteles. Porque si a un griego le dices que ya ha pagado veinticinco mil millones con sus impuestos, pensará que con un atraco hay suficiente y que no tiene por qué pagar ni un céntimo más.
– Está bien, no toquen las pegatinas -digo a Kliopas-. Enséñenselas a mis hombres cuando lleguen.
– ¿Enseñárselas? ¡Es imposible no verlas!
Cuelgo el teléfono y llamo a mis tres ayudantes. Ordeno a Vlasópulos que envíe el informe del banco a Tsolakis antes de ir con Dermitzakis a ver las pegatinas. Les explico de qué se trata.
– Es listo -comenta Kula.
– ¿Por qué lo dices?
– Se ha dado cuenta de que no puede seguir pegando carteles y ha buscado un método más eficaz. Es mucho más fácil pegar pegatinas que carteles y mucho más difícil arrancarlas.
– Llevad con vosotros a un fotógrafo de la Científica, para que tome fotografías de las pegatinas. Y no volváis sin saber quién las pegó.
Asignadas las tareas, Kula y yo salimos rumbo al concesionario de coches. Como no quiero usar un coche patrulla para no comprometer a Miñatis, vamos en el Seat.