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– ¿Qué te dije ayer? Ya están aquí.

No necesita explicarme que se refiere a los banqueros. Cojo sin pérdida de tiempo el ascensor para subir a la quinta planta. En cuanto entro en la antesala, me topo con una belleza morena de uniforme.

– Buenos días, señor comisario. Soy Stela.

– ¿De dónde sales tú? -Estoy tan asombrado que se me han olvidado los buenos modales.

– Del departamento de Extranjería.

Primero la guapa Kula y ahora este bombón. Me pregunto si Guikas no tendrá un listado de todas las policías guapas del cuerpo. ¿O estará organizando concursos de belleza a mis espaldas?

– Pase, el señor director le espera -dice Stela.

Guikas está sentado a la mesa de reuniones con dos banqueros que ya acudieron al encuentro anterior: Stavridis y Galakterós. Si al principio me alegro de que sólo tengamos que enfrentarnos a dos, en el transcurso de la reunión se demuestra que valen por cuatro.

¡Pegatinas! -está gritando Stavridis cuando yo entro-. Son peores que los carteles. Las pegaron hasta en las puertas de nuestras sucursales. ¿Sabe lo que es que un cliente entre en el banco para pagar el plazo de su préstamo y en la entrada haya una pegatina que dice «NO PAGUES»?

– Puede que usted no pierda los nervios, señor Guikas, porque aún no ha visto a la gente protestar delante de los bancos. Tiene la impresión de que a los ciudadanos les da igual. Pero le digo que, desde el día en que aparecieron los carteles, la morosidad en el pago de los préstamos ha aumentado el quince por ciento. Y un treinta por ciento en el pago de las tarjetas de crédito.

– Ya que aún no han podido pillar al culpable, detengan al menos a los que enganchan los carteles y las pegatinas, como escarmiento para que a nadie más se le ocurra pegar nada -sugiere Stavridis.

– ¿A quiénes quiere que detengamos? -pregunto-. ¿A unos chavales de trece y catorce años?

– ¿Chavales de trece y catorce años? -se sorprende Stavridis-. ¿Unos críos lo hicieron?

– Así es. ¿Quiere que encerremos en el reformatorio a chicos apenas adolescentes por pegar adhesivos que ni siquiera sabían qué decían?

– Estas cosas sólo ocurren en los regímenes totalitarios, señor Stavridis -sentencia Guikas.

– Tampoco detuvieron ustedes a los inmigrantes que pegaron los carteles.

– Pegar carteles no es un delito -le contesto.

– ¡Tienen respuesta para todo, pero tienen que hacer algo, y ya! Nosotros hicimos lo que nos pidieron. Les entregamos las listas el día siguiente, pero no vemos ningún resultado.

Guikas se vuelve para mirarme.

– Estamos investigando los nombres de uno en uno, pero de momento no nos conducen a nada. Incluso hubo un caso que resultó estar equivocado.

– ¿Equivocado? -se extraña Galakterós.

– Sí, un tal Miñatis que tiene un concesionario de coches en la avenida Singrú. Su nombre sigue en la lista, aunque al final fue declarado inocente.

– ¿Por qué no hemos borrado su nombre? -pregunta Stavridis.

– Lo averiguaré -dice Galakterós abochornado. Y, como este papel no le va, decide pasar al ataque-: Ya se lo dijimos la última vez, señor director -se dirige a Guikas-. Los bancos se ven obligados a defenderse. Es inconcebible que alguien asesine a sus directivos, que dejen de cobrar sus créditos y se queden de brazos cruzados. A partir de mañana ya no concederemos préstamos ni subvenciones hasta que sea detenido el guerrillero antibancos. Se ha tomado una decisión al respecto.

Guikas no pierde los nervios.

– No seré yo quien le diga cómo ha de hacer su trabajo, señor Galakterós. Pero, si quiere mi opinión, si lo hacen se expondrán a cosas peores.

– ¿Y se puede saber por qué? -interviene Stavridis.

– Porque sus clientes se sentirán castigados y pensarán que tiene razón el «guerrillero antibancos». Y éste seguirá adelante con más ánimos, porque se verá justificado.

– ¿Qué sugiere, entonces?

– Seguir como si no pasara nada y tener paciencia hasta que le detengamos. Tarde o temprano lo atraparemos.

– ¿Tarde o temprano? ¡Eso podría significar nunca! -salta Galakterós.

– Tal vez. O tal vez no. Pero no se me ocurre otra solución.

– O sea, estamos entre la espada y la pared -dice Stavridis.

– Somos conscientes de la delicada situación en que se hallan. Sin embargo, estos asuntos llevan su tiempo. No se solucionan de la noche a la mañana.

Se dan cuenta de que la respuesta es definitiva y se levantan para irse. Como buen anfitrión, Guikas les acompaña hasta la puerta de su despacho.

– Enhorabuena por la nueva secretaria -le digo cuando nos quedamos solos.

– Esperemos primero a ver cómo se desenvuelve. En todo caso, no será como Kula.

No le basta que sea guapa, también la quiere eficiente. Anda que no.

33

Falto de inspiración, decido visitar al tal Batís, el que está en la lista de despedidos y ahora tiene una agencia de viajes. Cuando te quedas ciego, intentas cualquier cosa a la desesperada para recuperar la vista. Mi primera reacción fue ir a hablar con Tsolakis, para que me contara qué había descubierto en el informe del Coordination and Investment Bank, pero tenía que hacerse unos análisis y me pidió que fuera a verle por la tarde.

Dejo a mis ayudantes lidiando con los listados y voy solo a ver a Batís. La agencia de viajes de Leónidas Batís se llama Endless Travels y está en la calle Nikis. Dejo el Seat en el aparcamiento de la calle Kriesotu, para evitar problemas, y me dirijo a Nikis andando. La agencia es pequeña y no se distingue en nada de las incontables agencias de viajes diseminadas por toda Atenas. En la parte delantera hay anuncios de distintas aerolíneas y ofertas de viajes, después hay dos escritorios de atención al cliente y, al fondo, un tercero donde se sienta un cincuentón calvo. Imagino que se trata de Batís, pero pregunto, por si acaso, y me lo confirman.

Me acerco a su escritorio y me presento. Batís me mira más con extrañeza que con inquietud y al final me invita a sentarme. Este hombre tiene un aire que reconforta. Da la impresión de afrontar con tranquilidad hasta los trances más difíciles.

– He venido para hacerle algunas preguntas.

No se sorprende, sino que ríe distendido.

– Lástima. Pensaba que estaba interesado en alguna de nuestras ofertas de viaje.

– No, no se trata de ningún viaje. Su nombre figura en una lista de empleados bancarios que fueron despedidos por fraude.

– Sí, ¿y qué? -pregunta sin perder el aplomo ni su actitud relajada.

– Me gustaría hablar un poco de las circunstancias de su despido.

Ahora Batís se ríe abiertamente.

– Las circunstancias de mi despido no le interesan en absoluto. Le interesa ese guerrillero antibancos, como le llaman los medios de comunicación, el que pega carteles y subleva a la gente. Algún listillo le metió a usted en la cabeza la idea de que los empleados resentidos han montado la campaña para vengarse de los bancos. ¿He acertado?

Hasta el momento, me gana en elocuencia y desenvoltura.

– Centrémonos en las razones de su despido -insisto.

– Como quiera. ¿Qué sabe sobre eso?

– En primer lugar, que le acusaron de aceptar sobornos.

– En primer lugar, no acepté ningún soborno sino un regalo, como se suele decir. Un buen cliente nuestro, un importante empresario, quería solicitar un préstamo cuantioso por vía expeditiva. Yo conseguí que lo aprobaran. A la semana siguiente me regaló un coche.

– ¿Qué coche?

– Un Toyota Yaris. -Batís me mira ahora con seriedad-. Infórmese si quiere, pero los servicios de este tipo suelen ser recompensados con un diez por ciento sobre el importe del préstamo. Cuando el cliente vino a mi despacho y me ofreció las llaves del coche envueltas como un regalo, mi primer impulso fue rechazarlas. Luego pensé que mi hijo acababa de pasar el examen de ingreso a la universidad y había entrado en la politécnica. ¿Por qué no regalarle un coche? La mayoría de sus amigos recibían regalos parecidos de sus padres, no quería que se sintiera inferior. Además, no tendría que coger dos autobuses para ir a la facultad. Eso fue todo. Perdí mi empleo por un Toyota Yaris.