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Me alejo del barullo para dar un paseo en busca de algún quiosco. Normalmente, los quioscos son la principal fuente de información sobre los crímenes cometidos en la calle. Todos están cerrados, sin embargo. Sólo hay uno abierto, en la esquina de Acacias con Frangoklisiá, pero cae un poco lejos y no es probable que el quiosquero haya visto nada.

Dermitzakis regresa de sus primeras pesquisas por los pisos iluminados de la calle Samos.

– Con la cara ya pagas -le digo antes de que abra la boca.

– Nadie ha visto nada. Todos estaban pendientes del televisor.

El asesino escoge los momentos más apropiados, pienso. Mató a Robinson por la mañana, cuando la calle Mitropóleos aún dormía. Mató a De Moor en un bar de madrugada, a la hora de cerrar, cuando los clientes ya se habían marchado. Y ha matado a Fanariotis durante la final del Mundial, mientras todos veían el encuentro de fútbol. En cuanto a Zisimópulos, él no presentaba ninguna dificultad, su casa estaba aislada. Sabía las horas a las que se dedicaba a su jardín, y el resto fue pan comido.

Una pregunta sigue sin respuesta: es si actúa solo o tiene un cómplice. El guerrillero antibancos tiene sin duda un cómplice, ya que utilizó a otras personas para reclutar a quienes pegaron los carteles y las pegatinas. A un negro en el primer caso y a un griego en el segundo. Algo me dice que también di asesino tiene un cómplice, aunque todavía no sabemos de qué manera colaboran ni qué le ofrece.

Sería inútil seguir investigando esta noche. Tendré que volver mañana por la mañana, para hablar con sus socios en la empresa y averiguar si alguien, como el quiosquero más cercano, vio algo sospechoso antes de cerrar.

– Avisad a la familia -digo a Vlasópulos-. Hacedlo con tacto.

Me acerco a Dimitriu, que ha interrumpido su trabajo para que Stavrópulos termine su examen in situ.

– ¿Tienes algo para mí?

– Dos cosas. Primero, el coche no estaba en marcha. Parece que Fanariotis acababa de subir y se disponía a arrancarlo, porque la llave estaba en el contacto. Segundo, la puerta del conductor no estaba forzada. Suponemos que el hombre subió al coche, metió la llave en el contacto y el asesino le sorprendió antes de que pudiera cerrar la puerta. O fue la propia víctima quien le abrió, por alguna razón. Pero es más probable que el asesino abriera la puerta cuando Fanariotis se disponía a arrancar el motor y lo asesinara antes de que pudiera reaccionar. Si fue así, encontraremos huellas dactilares ajenas en el tirador de la puerta.

– Es posible, pero las huellas podrían ser de cualquiera que haya tocado el tirador. Estoy convencido de que el asesino llevaba guantes. Es demasiado metódico para pasar por alto este detalle.

Stavrópulos, que ya ha terminado, se quita los guantes.

– ¿Quieres saber si se trata del mismo asesino? -pregunta con ironía.

– No hace falta, ya lo sé.

– En este caso, sin embargo, se ha visto obligado a atacar desde el costado y no por detrás, como con las otras víctimas.

– ¿A qué hora le mató, más o menos?

– No hará más de tres horas; el cuerpo todavía está caliente.

Cuando todos miraban el partido de fútbol. Stavrópulos se despide con un gesto y se aleja. Cito a mis ayudantes aquí mismo mañana por la mañana, a las nueve.

– ¿Kula también? -pregunta Dermitzakis.

– No. Quiero que ella averigüe lo que pueda de «Cash Flow – Servicios de Cobro».

Cuando subo al Seat, los periodistas siguen en el escenario del crimen. Unos preparan su reportaje mientras otros ya están transmitiendo en directo para sus canales de televisión.

Son las tres de la mañana cuando llego a casa. Los chicos se han ido hace rato y Adrianí duerme como un angelito.

36

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, toco el timbre de «Cash Flow – Servicios de Cobro», en la tercera planta del edificio de la calle Samos. A mis dos ayudantes les he enviado a recorrer de nuevo el barrio, por si averiguan algo a la luz del día.

Abre la puerta una secretaria de veintipico años y con los ojos hinchados de tanto llorar. Me presento y pido hablar con el director.

– El director está en la morgue -dice y se echa a llorar otra vez.

De entrada, ya he averiguado que el asesino se cargó al director de la empresa.

– ¿Con quién podría hablar para reunir cierta información?

– Con el señor Alevrás. Es el second in command.

A primera vista, la empresa ocupa un piso de unos cien metros cuadrados, con cuatro despachos. En los dos que dan a la fachada, veo a unos treintañeros con la cabeza rapada, camisas de manga corta y corbata, malas imitaciones de los agentes del FBI de las series norteamericanas.

El second in command se presenta como Fotis Alevrás y me da un apretón de manos con cara de circunstancias.

– Ha sido como si nos fulminara un rayo -dice-. Un rayo caído de un cielo despejado.

– ¿Kyriakos Fanariotis era el director de la empresa? -pregunto.

– Su dueño y fundador, señor comisario. En otras palabras, era el alma de la empresa.

– ¿A qué se dedica la empresa, señor Alevrás?

– A cobrar -responde como si fuera lo más normal del mundo.

– ¿A cobrar qué?

Alevrás, perplejo, busca las palabras más adecuadas.

– Colaboramos con los bancos, nos ocupamos de que ellos cobren.

Le pido que me lo explique mejor.

– Todos los bancos tienen una cartera que llaman «Préstamos de riesgo». Son aquellos préstamos que se consideran prácticamente imposibles de cobrar. Nos los derivan a nosotros para que tratemos de recuperar el dinero a cambio de una comisión, un tanto por ciento sobre el importe debido.

– A ver si lo entiendo: os derivan los morosos que no tienen dinero ni propiedades para cubrir la deuda. Y vosotros intentáis convencerles de que paguen, con presiones, con amenazas o con cualquier medio a vuestra disposición. -Si Tsolakis estuviera aquí, me pondría un sobresaliente.

– No amenazamos, sólo intentamos convencer a los clientes informales mediante requerimientos constantes. Nuestra actividad es legal.

– No he dicho que no lo sea. ¿Con qué bancos colaboran?

Alevrás me mira con recelo.

– Esto es secreto bancario -dice al final.

– En absoluto, señor Alevrás. Lo sería si le pidiera su lista de clientes. Aun así, usted no podría invocar el secreto bancario, porque no está amparado por él. Debería remitirme a los bancos, los únicos que pueden esconderse legalmente detrás del secreto bancario. Así que dígame con qué bancos colaboran, porque de todas maneras lo averiguaré. Con su actitud no hace más que entorpecer la resolución del asesinato de su jefe.

Alevrás no brinca de alegría, pero no tiene más remedio que contestar.

– Colaboramos sobre todo con el Banco Central; a veces, también con el Banco Jónico de Crédito.

– Gracias. Una pregunta más: ¿hay morosos que reaccionen de manera especialmente violenta? ¿Que se resistan, que les amenacen a ustedes?

– La mayoría nos piden más margen de tiempo. Normalmente se lo damos, sobre todo cuando nos parecen sinceros. Aunque también los hay que se resisten, que gritan y amenazan. Y otros que se ocultan para que no podamos localizarles. Tendrá que averiguar los nombres a través de los bancos, no de mí.

– ¿No van a la cárcel los que no pagan sus deudas, señor Alevrás?

– Si no estuviera de luto, me echaría a reír, señor comisario. ¿Qué ganan los bancos con meter a sus deudores en la cárcel? La prisión conlleva la prescripción automática de la deuda. Si metes al moroso entre rejas, el banco no ve ni un céntimo. Es mejor amenazarle con la cárcel, que algo acabarás cobrando. En Grecia sólo van a prisión los que defraudan a Hacienda, y tampoco de manera inmediata, ya que en estos casos se tardan más de cinco años en dictar sentencia.