– Esta chica lleva ropa informal. La mendiga vestía colores llamativos. -Sigue observando la fotografía-. Si se parecen en algo, es en las arrugas -concluye-. La mendiga también tenía muchas.
– Ahora que ves la foto, ¿puedes darme más detalles acerca de la ropa que llevaba?
– Ya te lo dije. Un vestido africano chillón.
– ¿De qué color?
Me mira chasqueado.
– No era de un solo color, sino de muchos.
– Vale. ¿Recuerdas cómo era su pañuelo?
Reflexiona otra vez.
– Marrón. De eso estoy seguro.
– Ahora escúchame. Quiero que mañana a las diez de la mañana estés en una dirección que te voy a dar. Di en la entrada que te está esperando el comisario Jaritos. No te preocupes, que no voy a detenerte -le digo, porque me mira inquieto.
– Iré, pero la empresa tiene que darme permiso.
– ¿A quién debo llamar?
– Al señor Sevastós.
Le llamo por el móvil y lo arreglo.
De Psijikó a Polídroso hay poca distancia. Sigo el recorrido que me había indicado el GPS la primera vez y el tráfico me permite llegar pronto a la calle Samos. El quiosquero está en su puesto y reconoce al madero enseguida.
– ¿Hay novedades? -pregunta.
Saco la foto de Eftijía Sguridu y se la enseño sin preámbulos ni explicaciones. La mira y es evidente que no la reconoce, porque pregunta:
– ¿Y ésta quién es?
– Eso da igual. Sólo dígame si le suena de algo.
Por fin cae en la cuenta.
– Ah, la mendiga… No sé qué decir. Sólo la vi de cerca una vez, cuando pasó por delante del quiosco para ir a su puesto en la esquina con Rogaku. Me parece que tenía la misma estatura. Pero llevaba ropa muy diferente, por eso no estoy seguro.
– Me dijo que vestía de negro.
– Sí, llevaba un vestido y un pañuelo negros.
– Quiero que mañana venga a verme a una dirección que ahora le daré.
No parece entusiasmarle la idea.
– ¿A qué hora?
– Hacia las doce.
– Tendré que pedirle al inútil de mi hijo que se ocupe del quiosco. Cada vez que se lo pido, dice que tiene entrenamiento de baloncesto. El «entrenamiento» lo hacen en una cafetería de la plaza Jalandri. En fin. Le diré que, si no voy voluntariamente, me llevarán esposado, a ver si cuela.
Me queda una última parada, en las dependencias de la Científica. Dimitriu me mira sorprendido.
– ¿Tenemos novedades, señor comisario? -pregunta.
– Sí, necesito a vuestro fisonomista.
– ¿A Stratos? Ahora mismo lo llamo.
Stratos es un treintañero de mirada despierta. Saco las fotografías y se las enseño.
– El teniente Dimitriu te entregará un vídeo del que puedes elegir más fotos -le explico-. Tengo a dos testigos que muy probablemente han visto a esta mujer. Pero no iba vestida de la misma manera. Uno de ellos la vio con un vestido colorido, como los que venden los africanos en los mercadillos, y con un pañuelo marrón. El otro la vio vestida de negro, con un pañuelo negro. Les he pedido que se pasen por aquí mañana, uno a las diez y el otro a las doce. Quiero que, para empezar, hagas dos dibujos. Pero eso no será suficiente.
– ¿Qué más necesita?
– Que te des un paseo por los mercadillos africanos y recojas algunas muestras de ropa, para despertar la imaginación del testigo. Tal vez dé resultado, o tal vez no, pero no se me ocurre nada más.
– No hay problema. Y no será necesario comprar bubus, sólo telas y pareos. Los africanos los utilizan para hacerse la ropa.
Ya no tengo nada más que hacer hasta mañana por la mañana, así que me vuelvo a mi despacho.
40
Anoche pasaron por casa Katerina y Fanis para despedirse de nosotros. De repente, han decidido tomarse unas vacaciones, aunque su plan original era irse en septiembre.
– ¿Por qué habéis cambiado de opinión? -se extrañó Adrianí.
– No, no hemos cambiado de opinión. En realidad, era un regalo de boda -responde Fanis riéndose.
– ¿Regalo de boda?
– Tsolakis nos regaló dos semanas de vacaciones en uno de sus hoteles, con todo pagado -explicó Katerina-. Pero teníamos que esperar hasta que hubiera una habitación libre para dos semanas. Acaban de avisarnos del Aegean Coast, un hotel de la cadena Egeo, en Sifnos, de que hay plazas disponibles.
– Además, Katerina no trabaja en agosto, porque los juzgados cierran. Y yo he cambiado mi turno con un colega que prefería hacer vacaciones más tarde, así que hemos podido arreglarlo.
– Espero que os lo paséis bien y descanséis -les deseó Adrianí.
– ¿Vosotros no haréis vacaciones? -preguntó Fanis.
Adrianí los miró de soslayo.
– ¿De verdad quieres que te conteste, hijo mío? La última vez que decidimos ir de vacaciones y fuimos a casa de mi hermana, hubo un terremoto y casi se derrumbó la isla entera. Así que mejor no preguntes.
Cuando Adrianí lanza una de las suyas, espera que le repliques para poder discutir, pero yo no quería estropear la despedida de los chicos y me hice el sueco.
Ahora estoy en las dependencias de la Científica viendo cómo Stratos enseña al segurata, cuyo nombre completo es Vasilis Lambrópulos, varias telas estampadas, para que elija la que más se parece al vestido que llevaba Eftijía Sguridu.
Junto a las fotografías que le había llevado yo y que muestran a Eftijía Sguridu sentada, él ha seleccionado otra en que aparece de pie. Sin duda, la cámara tomó esa foto cuando la mujer salía de la sala de interrogatorios.
– No me digas enseguida cuál es la tela -le indica Stratos a Lambrópulos-. Lo haremos en dos partes. Primero elegirás las telas que se parecen más al vestido que llevaba y después iremos colocándolas sobre la foto, para ver con cuál se parece más a la que viste. Tómate tu tiempo, no tenemos prisa.
Lambrópulos observa las telas una a una y luego empieza a apartar algunas. Lo hace con cuidado y sin precipitarse, como le ha sugerido Stratos.
– Ojalá acertemos -susurro a Dimitriu, que está sentado a mi lado.
– Tenemos un noventa por ciento de probabilidades. No creo que se comprase el vestido en una boutique. Debió de comprarlo en un mercadillo.
Lambrópulos elige cuatro telas distintas y Stratos empieza a recortarlas con las tijeras para colocarlas encima de la foto de Eftijía Sguridu. A la tercera, Lambrópulos exclama:
– ¡Es ésta! ¡La mendiga llevaba esta tela!
– ¿Estás seguro? -pregunta Stratos.
– Completamente.
– Lo repetiremos para no equivocarnos -dice Stratos. Esta vez deja para el final la tela que acaba de identificar Lambrópulos. Éste, no obstante, exclama de nuevo:
– ¡Es ésta, lo juro!
– Muy bien. Ahora le colocaré el pañuelo, aunque éste será pintado.
Stratos empieza a pintar un pañuelo de color marrón encima de la cabeza de la mujer.
– No, es demasiado oscuro -comenta Lambrópulos-. Hazlo más claro.
El claro tampoco le convence. Stratos lo intenta cinco o seis veces más hasta que el segurata grita triunfaclass="underline"
– Ésta es la mendiga que vi. Pondría la mano en el fuego. -Se vuelve hacia Stratos lleno de admiración-: ¡Eres un genio, tío!
– Tú tampoco lo has hecho mal -digo a Lambrópulos y le doy una palmadita en la espalda-. Déjanos tu dirección y tu número de móvil. Podría localizarte a través de la empresa, pero mejor que nos comuniquemos directamente.
Cuando Lambrópulos se va, Ferentsoglu, el quiosquero, ya está esperando en la sala contigua. El proceso es más rápido en esta ocasión, porque Ferentsoglu vio a una mujer vestida de negro.
– Es ella -dice Ferentsoglu cuando ve la foto retocada y añade, por si acaso-: Estoy casi convencido. -Se vuelve hacia mí-: Tengo alguna duda porque, como ya le dije, sólo la vi pasar una vez por delante del quiosco. Normalmente, la veía sentada en la esquina de la calle. Aunque tiene que ser ella, tal como la veo aquí.