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Aparco esta primera cuestión y me centro en la segunda, para mí la más desagradable. ¿Qué relación tiene Jaris Tsolakis con el caso? Para empezar, también fue atleta y lo expulsaron de las competiciones por doparse. Lo que le diferencia de los demás es su situación económica. Tanto Eftijía Sguridu como Stéfanos Varulkos están con el agua al cuello por las deudas. Tsolakis, en cambio, es rico. ¿Será él quien transfirió el dinero a las cuentas de sus ex compañeros? Si es así, ¿por qué? Descarto por completo la posibilidad de que él sea el asesino. Tsolakis es un inválido; ni siquiera puede levantarse de la silla de ruedas sin ayuda. Por otra parte, en mis encuentros con él, me facilitó información correcta y sincera. Quizá no tenga nada que ver; tal vez sea todo una coincidencia o el producto de mi imaginación malsana. En cualquier caso, debo investigarle, aunque sólo sea para asegurarme de que es inocente y quedarme tranquilo.

– ¿Quería verme, señor comisario?

La llegada de Kula me saca de mis cavilaciones.

– ¿Tú también estás de duelo? -me burlo.

– ¿De duelo? -Capta la alusión y se ríe-. No, yo ya apuré mi cáliz cuando nos equipararon con los hombres. Entonces algunos compañeros me tomaban el pelo y me decían: «Anda, que se te acabó el privilegio de jubilarte a los cuarenta». Ahora les toca a ellos llorar. -Calla y me mira-: Perdone que lo pregunte, pero ¿a usted no le duele tardar más años en jubilarse?

– Me duele, Kula, aunque no como tú crees. Pienso que no está mal quedarme en el cuerpo unos años más, hasta que Katerina tenga un hijo y pueda llevarlo a pasear por el parque con el cochecito. A mí hay otra cosa que me saca de quicio.

– ¿El qué?

– Que durante cinco años más tendré que soportar que me llamen cerdo y fascista a la menor oportunidad.

– A mí nunca me ha pasado eso -dice ella, ingenuamente.

– Porque trabajabas protegida en la antesala de Guikas. Ahora que te expones a la vida real, ya verás. En fin, volvamos al trabajo, que, como suelen decir, es la mejor terapia. Te voy a dar dos nombres. El primero es el de Jaris Tsolakis. «Jaris» puede ser diminutivo de Zeojaris, Jarílaos o Jarálambos. El segundo es el nombre de una empresa: Hoteles Egeo. Quiero que busques toda la información posible sobre ambos. No pierdas tiempo investigando la relación de Tsolakis con el atletismo, que esa historia ya me la sé.

– No hay problema, pronto tendrá la información.

Podría llamar a Fanis para preguntarle el nombre de pila de Tsolakis, pero está de vacaciones y no quiero molestarle, tal vez sin motivo.

Finalmente, llamo a Guikas.

– He de pedirle un favor -le digo.

– No puedo jubilarte antes de lo que estipula la ley -responde él secamente.

– No, no, me refiero a otra cosa. Quiero que llame a Leonidis, el abogado de Okamba, y le diga que pasado mañana traiga a su cliente para ser interrogado. Si le pregunta por qué, tranquilícele, dígale que no se trata del caso por el que le acusamos, sino porque necesitamos cierta información.

– ¿Hay novedades? -Está ansioso.

– Para empezar, puede decirle al jefe que tenía razón cuando el otro día me instó a investigar más los cincuenta mil euros de Okamba. El resultado fue que descubrí una transferencia similar a nombre de Varulkos.

– ¿Y eso qué significa?

– Espere a que interrogue a Varulkos y a Okamba para tener más datos. Después le haré un informe completo.

– Te estás vengando porque no puedo adelantarte la jubilación, ¿verdad? -me espeta y cuelga el teléfono.

42

Stéfanos Varulkos está sentado frente a mí en la sala de interrogatorios, en el mismo lugar que Eftijía Sguridu aunque no en la misma postura. Tiene los codos apoyados en la mesa, las manos enlazadas, y nos mira alternativamente a mí y a Mavromatis, que vuelve a estar a mi lado. Han tardado una hora escasa en traérmelo desde Koropí, pese a que al principio opuso resistencia. Se han visto obligados a amenazarle con ponerle las esposas para que el antiguo constructor se aviniera a subir al coche.

No obstante, se le ve tranquilo. No parece preocupado, y se diría que su presencia aquí no le supone más que un pequeño inconveniente. Quizá le tranquilice saber que ya registramos su casa, con su consentimiento, y no encontramos nada sospechoso. O quizás haya pasado tantos malos tragos en la vida que ya nada le asusta.

– Señor Varulkos, hace aproximadamente un mes recibió cinco transferencias de diez mil euros desde un banco con sede en las Islas Caimán.

– Así es. ¿Se ha molestado en traerme aquí sólo para que se lo confirme?

– ¿Puede decirnos quién ordenó las transferencias?

– No tengo la menor idea. -La respuesta es inmediata y suena totalmente sincera.

– ¿Figuraba en las transferencias el nombre del ordenante? -pregunta Mavromatis.

– Sí. Era el nombre de una compañía para mí desconocida.

– ¿Tampoco sabía quién era el dueño de la compañía?

– Tampoco.

– Veamos. ¿Una empresa desconocida le envía cincuenta mil euros y usted los acepta sin preguntarse quién es su benefactor? -inquiere Mavromatis.

– ¿Habla en serio, señor fiscal? Debo hasta la camisa que llevo puesta. Pude salvar mi casa porque es una vivienda rural en ruinas que no vale nada. Me libré de la cárcel porque voy dando algo a mis acreedores y, mientras vas pagando, nadie te mete en la cárcel; así pueden exprimirte por completo. Entonces alguien me envía cincuenta mil euros, ¿y usted esperaba que los rechazara? Empleé la mayor parte en saldar deudas y con el resto me compré un coche, para sentirme ser humano otra vez.

– ¿Qué coche? -pregunto.

– Una furgoneta agrícola de segunda mano. Si el día que vino a hablar conmigo hubiera mirado detrás de la casa, la habría visto.

– ¿Y no fue nadie a presentarse como la persona que le envió los cincuenta mil euros? -quiere saber Mavromatis.

– Nadie en absoluto. Es más, al principio pensé que la transferencia era un error y no toqué el dinero. Pasados diez días, al ver que nadie lo reclamaba, decidí que era para mí y lo utilicé.

– No me dijo nada de los cincuenta mil cuando fui a verle.

– No me preguntó. Si me hubiera preguntado, se lo habría dicho y me habría ahorrado tener que venir aquí.

No se lo pregunté porque entonces no lo sabía. Pero aún no quiero sacar el tema del atletismo; es un as en la manga hasta que aclare otras cuestiones adicionales. Digo a Varulkos que se puede ir.

– Muy bien, pero ahora me llevan de vuelta a casa con el coche patrulla, como me han traído. No pienso ir en autobús. Ya que me han sometido a una comparecencia forzosa, como dijo el cabrón que conducía, ahora me deben una vuelta honrosa.

– Eftijía Sguridu dijo que sabía quién era el cliente y Varulkos dice que no. La cuestión es quién dice la verdad -observa Mavromatis.

– ¿La supuesta compañía que ordenó las transferencias es la misma en los tres casos?

– Exacto. Las de los dos griegos y las de Okamba.

– Entonces Varulkos no miente.

– ¿Por qué está tan seguro?

– Si el ordenante de las transferencias es un cliente de Eftijía Sguridu, como afirma ella, ¿por qué iba a enviar dinero a los otros dos? Varulkos y Okamba no trabajaban para él. Estoy casi convencido de que tampoco Eftijía Sguridu sabe quién es. Sencillamente, tuvo miedo. Miedo de tener problemas con nosotros por haber aceptado una suma importante de una fuente desconocida, miedo de tener que devolver el dinero; por eso se inventó un cuento.